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La aceptación social del aborto
Estas últimas semanas han estado marcadas, desde el punto de vista informativo y político, entre otros aspectos, por el debate sobre el aborto, ante la aparición a la luz pública del escándalo de las clínicas abortivas. En una de las tertulias radiofónicas de mayor audiencia, el director de uno de los periódicos nacionales de mayor tirada se expresaba en estos términos: «Abortar un feto de 31 semanas es un asesinato». Por lo que cabría preguntarse: ¿por qué de 31 semanas? ¿y si se trata de 30 semanas, o de menos? ¿Dónde estaría el límite, y quién lo fija?
Ante este tipo de discurso, es difícil no quedarse perplejo. Existe una mentalidad de lo políticamente correcto, que en el fondo es incoherencia, que, para los que aún no han claudicado ante la dictadura del relativismo, se quedan, efectivamente, confusos por cómo se ha tratado el tema del aborto estos días en el ámbito político, y en algunos medios de comunicación.
Manifestar que abortar a un feto a partir de 31 semanas es un asesinato, que lo es, pero no sólo hasta ese plazo, no deja de ser una verdad a medias. El argumento se cae por su propio peso, y no resiste la más mínima confrontación lógica. Vamos a ver: si la comunidad científica no alberga la más mínima duda de la existencia del comienzo de la vida humana desde el mismo instante de la concepción, entonces, ¿de qué estamos hablando?
Hasta cierto punto, comprendo los desvaríos feministas de la izquierda, que no dejan de ser coherentes dentro de su incoherencia: ampliar el aborto con una ley de plazos, o de aborto libre, como han auspiciado, pese a su inconstitucionalidad. Ahora bien, al resto de la clase política en general, salvo honrosas excepciones, no la comprendo, o quizá, la comprendo demasiado. En vez de aprovechar la apertura del debate sobre el aborto para fijar sin complejos que la sentencia del Tribunal Constitucional de 1985 fue un dislate, se encogen de hombros, y se limitan a decir que se cumpla la ley, que sí, pero entiendo que es insuficiente. Más aún, cuando todo el mundo sabe que las actuales supuestos despenalizadores del aborto son una auténtica tapadera: ahí tenemos los cerca de 100.000 abortos al año en España, de los cuáles el 90% son por causas psíquicas, es decir, a fin de cuentas no dejan de ser un subterfugio para abortar impunemente. Quizá, esta sea una de las enfermedades que aqueja a esta sociedad relativista con el ser más indefenso: el nasciturus.
Como decía Julián Marías, una sociedad que permanece ajena a esta lacra social, supone un claro síntoma de degradación y corrupción: «Lo más grave que ha sucedido en el s. XX es la aceptación social del aborto provocado». Ya sólo el hecho de contemplar como indicaciones para poder abortar las malformaciones del feto, la violación, o la salud psíquica de la madre, supone una inversión de valores, de difícil justificación, debiendo escoger, a fin de cuentas, entre una vida humana, o el propio interés personal, una filosofía rayana con desvaríos históricos que han marcado desgraciadamente el anterior siglo, y de los que al parecer, no hemos escarmentado.
Con esto, no quiero decir que la única solución sea la penalización del aborto. Además, habría que potenciar la política familiar de ayuda a las madres embarazadas, hasta equipararnos a la UE; habría que formar con criterio y responsabilidad a los jóvenes sobre la sexualidad, desde luego no a través de Educación para la Ciudadanía; se tendrían que idear, entre otras cosas, sistemas para combatir el aborto fomentando las adopciones; y cambiar las políticas erráticas y permisivas de los poderes públicos, que contribuyen con campañas sanitarias a suplantar la educación sexual que debiera corresponder a los padres. Pero, en cualquier caso, y por duro que parezca, la ley no puede ser una tapadera del crimen hacia el más indefenso y desprotegido. En el fondo, lo que subyace es una sociedad permisiva, relativista e insolidaria, de la que algunos políticos y medios de comunicación hacen caso omiso de estas aberraciones, mirando hacia otro lado, porque les da miedo esta dura realidad.
Y estas ideas, no se sustentan exclusivamente por postulados cristianos o ultracatólicos —como acostumbra a decir la izquierda—, que también, pero, antes que nada, es lo propio del ser humano (racional, libre y responsable), ya sea de izquierdas o de derechas, creyentes o ateos, que es inherente a la misma naturaleza humana, que al parecer, algunos reniegan de ella, y que hasta los mismos animales —salvo raras excepciones— son incapaces de comportarse de forma tan salvaje como algunos seres humanos.
Éste es el mensaje que no he visto reflejado en los medios ni en los políticos; éste es el mensaje que se ha hurtado a la sociedad; éste es el mensaje que nadie quiere sacar a la palestra por incómodo, políticamente incorrecto, y porque levanta ampollas ante una sociedad narcotizada por el individualismo egoísta, carente de valores. Esta sociedad necesita, cada vez más, de políticos, periodistas, ciudadanos, capaces de no claudicar ante los derechos humanos fundamentales, entre ellos, el derecho a la vida: desde la concepción hasta la muerte natural. Sin este derecho, ningún otro sería posible, por ser el fundamento donde se asienta la democracia.
Del director
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