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El pensamiento ecuménico de Vladimir Soloviev
Encuentro en Lugano para celebrar los ciento cincuenta años de su nacimiento. Su obra, punto de encuentro entre las dos grandes tradiciones europeas y lugar de apertura a la realidad global. Por encima de todo, la novedad cristiana: la persona de Cristo, «lo más querido para nosotros»
El pasado 7 de febrero se celebró en Lugano una jornada de estudio dedicada a Vladimir Soloviev y su visión de la dimensión cultural de la Iglesia, con ocasión del ciento cincuenta aniversario de su nacimiento, acaecido en Moscú en 1853. El encuentro, organizado por el Consejo Pontificio para la Cultura y por la Facultad de Teología de Lugano, contó con algunos de los máximos expertos en el pensador ruso: Nynfa Bosco, profesor emérito de la universidad de Turín, que abordó el tema «La filosofía occidental en el juicio de V. Soloviev»; Adriano Dell'Asta, de la Universidad Católica de Milán, que habló sobre «El islam, el judaísmo y las demás religiones en el pensamiento de Soloviev»; Michelina Tenace, de la Universidad Gregoriana de Roma, que disertó sobre «Rusia y Occidente según Soloviev» y Patrick De Laubier, de Ginebra, que intervino acerca de «La tradición espiritual rusa y los desafíos contemporáneos».
Al introducir el trabajo de la jornada, el profesor Libero Gerosa, Rector de la Facultad de Teología, subrayó la perspectiva que los organizadores del encuentro habían querido indicar como punto de vista privilegiado para afrontar la compleja figura de Soloviev, a saber, su pensamiento «ecuménico», punto de encuentro entre las dos grandes tradiciones europeas y lugar de apertura a la realidad global. Se trata de un argumento de grandísima actualidad, teniendo en cuenta el «nuevo momento de diálogo» entre el catolicismo y la ortodoxia, y es con toda seguridad uno de los aspectos más significativos de un pensador para el que, como afirmó hace tiempo Juan Pablo II, «el fundamento mismo de la cultura es el reconocimiento incondicionado de la existencia del otro», un reconocimiento que le llevó a rechazar «un universalismo cultural monolítico» y a consagrar su existencia de profeta apasionado del ecumenismo «a la reunificación de ortodoxos y católicos» (Angelus, 1 de septiembre de 1996).
Piedra angular
La búsqueda de la unidad a todos los niveles, la «unitotalidad», según la expresión acuñada por él, puede considerarse la piedra angular que sostiene y da coherencia a todo el sistema de este pensador absolutamente original, a menudo paradójico y «extraño», imposible de reducir a los esquemas de la cultura académica. Soloviev, que poseía además de extraordinarias dotes intelectuales una profunda sensibilidad poética, contribuyó más que nadie al renacimiento espiritual ruso del siglo XX, y es autor de la creación especulativa más universal de la edad moderna, una obra tan monumental que le valió el apelativo de «santo Tomás de la Iglesia de Oriente». Sin embargo, como subrayaron los ponentes del encuentro, tal unidad no procede, para Soloviev, de un principio abstracto, un universal teórico o ético, sino de la persona viva de Jesucristo, punto fundamental de su vida y de su pensamiento. A esta presencia viva se dirige Soloviev como hacia el amigo más íntimo y querido, «mi Cristo», criterio de todo lo que el hombre piensa y siente y, sin embargo, irreductible tanto a sentimientos subjetivos como a valores o conceptos abstractos, ya que es inseparable de la Iglesia: «Para nosotros Dios no tiene realidad sin Cristo, Dios-hombre; es más, el mismo Cristo dejaría de ser real para nosotros si no fuera más que un recuerdo histórico: es preciso que se nos revele en el presente. Y esta revelación presente debe ser independiente de nuestra limitación individual. Esta realidad de Cristo y de su vida, independiente de nuestros límites personales, nos es dada en la Iglesia».
Separación entre conciencia y ser
La potencia y la coherencia de esta visión, que refleja plenamente la «actitud ortodoxo-católica», se manifiestan sobre todo en el juicio crítico que Soloviev hace del desarrollo de la cultura filosófica occidental, cuyo error fundamental radica en la separación entre conciencia y ser, separación que no puede sino terminar desintegrándose en extremismos dialécticos opuestos, con un resultado inevitablemente nihilista, que constituye un verdadero suicidio. Estos extremos se ponen de manifiesto de forma aún más clara en la posición que él asumió respecto del «escándalo» de la separación entre cristianos, especialmente entre ortodoxos y católicos, y más en general respecto del problema del pluralismo religioso. Como es sabido, la actitud ecuménica de Soloviev, tanto desde un punto de vista existencial como teórico, fue compleja y aparentemente contradictoria. Pese a haber llegado a aceptar explícitamente a la Iglesia de Roma tanto en el nivel dogmático como en la práctica sacramental, nunca se convirtió formalmente, o por lo menos no abjuró jamás de la ortodoxia. Es más, siguió desalentando cualquier forma de conversión individual o de unión exterior, consideradas por él «no sólo inútiles, sino incluso nocivas para la obra universal». Estas actitudes resultan incomprensibles para una perspectiva que reduce el ecumenismo a un problema de conversión de una tradición a otra, o a una forma de irenismo indiferentista.
Un don originario
Para Soloviev la unidad no es una obra que los hombres puedan o deban construir con sus fuerzas, sino un don originario, un dato ya presente —aunque oscurecido por las divisiones históricas— que nos es ofrecido por la persona de Cristo. Por eso «el problema no consiste en crear una única Iglesia universal, Iglesia que en su esencia y a pesar de todo ya existe en la actualidad, sino en hacer que la manifestación visible de la Iglesia se vuelva conforme a su esencia». Catolicismo y ortodoxia están unidos por los vínculos divino-humanos del sacerdocio, de la tradición dogmática y de los sacramentos, «pero en estos vínculos constitutivos actúa el Espíritu de Cristo Dios-Hombre y no nuestro espíritu personal». La unidad de ambas Iglesias, «que existe ya en Cristo y en la acción de su Gracia, debe realizarse en nuestra realidad personal»: el problema del ecumenismo es, ciertamente, un «problema de conversión», pero de conversión a Cristo presente.
Contenido irreductible del cristianismo
La conversión a Cristo, como imperativo ante todo para los cristianos, es el modelo con el que Soloviev afronta también la relación con las demás religiones. La persona de Jesús, que es el contenido irreductible del cristianismo, la única «verdad» que lo distingue originalmente, es también, justamente por eso, la verdad de cada hombre y de cada cultura, capaz de valorar y de llevar a cumplimiento todo cuanto de verdadero, bello y justo ha presagiado, deseado y expresado cada hombre y cada tradición religiosa. También en este caso la posición de Soloviev —aun manifestando máxima apertura y simpatía hacia las características positivas de las grandes religiones, desde el judaísmo y el islam hasta las antiguas tradiciones orientales y el budismo, de las que ofrece análisis agudísimos y de una actualidad desconcertante—, está muy lejos de esas formas de irenismo o de relativismo tan políticamente correctas en la actualidad.
Ningún riesgo de «sincretismo»
Merece la pena transcribir un largo pasaje de Soloviev —citado en la conferencia de Adriano Dell'Asta— sobre la religión universal, ya que despeja, de forma lúcida y definitiva, un equívoco sincretista, «la espiritualidad sin dogmas», que hoy es continuamente propuesto como si se tratase de una evidencia racional o de un imperativo moral: «La religión debe ser universal y única —observa Soloviev—. Pero para esto no basta, como piensan algunos, con quitar de las religiones existentes todos los rasgos particulares que las diferencian, privándolas de su individualidad positiva. Esta generalización y unificación de las religiones, esta reducción a un único exponente, da como resultado un minimum de contenido religioso. Entonces, ¿por qué no proceder a reducir la religión al minimum absoluto, es decir, a cero? Esta religión abstracta, a la que se ha llegado por medio de la negación lógica (llamada religión racional, natural, deísmo puro o cualquier otra cosa) sirve siempre a las inteligencias consecuentes como puente hacia el ateísmo total, mientras que logra retener únicamente a las mentes superficiales y a los caracteres débiles e insinceros. Es evidente que desde el punto de vista religioso la meta no puede ser un minimum positivo. Un maximum positivo y una forma religiosa serán superiores cuanta mayor riqueza, vida y concreción tengan. La religión perfecta no es la que se conserva de igual modo en todas las religiones (el contenido indiferenciado de las religiones), sino la que contiene a todas en sí misma (la plena síntesis religiosa). El fanatismo ignorante que se aferra a una única tradición particular (...) y el racionalismo abstracto que disuelve todas las religiones en un magma de conceptos indeterminados haciendo confluir todas las formas religiosas en una única generalidad vacía, impotente e incolora, son igualmente contrarios al verdadero concepto de religión».
En el fondo de toda tradición
A esta imagen de verdad como «supersistema», vacío y abstractamente homologador, Soloviev opone la necesidad, para cada tradición religiosa, de convertirse ante todo a sí misma, de ir al fondo de las características y de las exigencias que constituyen la fisonomía única de su propia autodefinición, para encontrar al final de este recorrido, mediante el testimonio de los cristianos, la novedad imprevisible y absolutamente gratuita de la verdad cristiana: la persona de Cristo, «lo más querido para nosotros, pues sabemos que en Él reside corporalmente toda la plenitud de la Divinidad».
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