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Sacralización de la democracia

Me temo que este artículo resulte políticamente incorrecto, pero aseguro que es libre, sincero y no excede los límites propios de un sacerdote que, si bien como ciudadano tiene exactamente los mismos derechos que los demás, prefiere callar lo que es estrictamente político, pero no en tantos temas morales que, indudablemente, tienen relevancia política.

Con ocasión del acto de Madrid sobre la familia, se han dicho muchas cosas: unas más ponderadas, que, expresando opiniones contrarias a los obispos, están formuladas desde la corrección, y otras, insensatas, como las que niegan a los obispos el derecho de opinión, acusándoles, nada menos, de actuar contra el Estado de Derecho. A título de ejemplo marginal, en lo que a este artículo se refiere, los propios obispos -y los Gobiernos- han admitido como opinable el nacionalismo, aunque la Constitución afirme en su artículo 2 que la nación española es la patria común e indivisible de los españoles. Tampoco atenta contra nada no estar de acuerdo con la Constitución y buscar su reforma por cambios pacíficos y legales. Pero ahora resulta que es una pedrada al Estado de Derecho discrepar de unas leyes por motivos morales. Nada menos que dos ministros niegan a la Iglesia católica el derecho a expresarse críticamente con leyes que no estiman buenas. Hasta aquí no hay exaltación alguna de la democracia, sino más bien su disminución: desigualdad de los españoles ante la ley y mordaza para libertad de expresión, eso sí, exigida por "altos motivos", pero arbitrarios.

Sin restar ni un ápice de su valor a la Constitución, pienso que se equivoca quien afirma que la única forma de ordenar los principios de libertad individual de todos los ciudadanos corresponde a los representantes políticos de estos. Desde un punto de vista jurídico puede ser así, pero, ¿dónde quedan los padres, educadores, sociedades intermedias, etc.?

¿Dónde queda la capacidad crítica de esos ciudadanos, que no ponen bombas, sino que utilizan vías legales para expresar su discrepancia, en una actitud que es parte esencial de la democracia? Pero, además, parte de ese espíritu crítico puede nacer en la conciencia moral de cada uno, en cuyo caso sus razones adquieren una nueva dimensión.

En la última encíclica del Papa se constata que el ateísmo de los siglos XIX y XX es una protesta, una contestación a Dios por las injusticias del mundo en la historia universal. Tanta injusticia, tanto sufrimiento de inocentes, tanto cinismo del poder, no pueden ser -dicen- consentidos por un Dios bueno. Puede ser comprensible esta actitud, pero no lo es la pretensión de que los hombres harán lo que Dios no habría hecho. La falsedad intrínseca -experimentada- de esta pretensión lleva a un mundo sin esperanza porque nada ni nadie garantiza que no habrá sufrimiento, ni injusticias, ni cinismo. Sin embargo, Dios ha manifestado su rostro en Cristo precisamente mediante la figura del que sufre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. La justicia vendrá, al menos en el Juicio Final, con el que habremos llegado a donde no hay llanto, ni muerte, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado. Ahí se revocará hasta el sufrimiento pasado y el restablecimiento del Derecho conculcado, como exigía Adorno. Puede pensarse que dónde va la Iglesia con una doctrina que a veces es minoritaria, es sencillo: a la vida perdurable, cuyo camino ha revelado el mismo Dios. En efecto, la Iglesia no es democrática porque vive lo transmitido en esa revelación, cuyo ápice es Cristo. Pero tiene todo el derecho -salvo en el mundo totalitario- a expresar su fe y su opinión. Es más, tiene el deber de hacerlo.

Estas pinceladas pretenden hacer ver que, respetando el Estado de Derecho, no se puede sacralizar la democracia porque, amándola como sistema que respeta la soberanía popular, hay temas y actitudes que se le escapan y están por encima de ella. No se puede olvidar que la Iglesia ha tenido muchos mártires, también asesinados por las instituciones el Estado de Derecho o tolerados por el mismo. Esperamos muchas cosas de una democracia honrada, también las pequeñas esperanzas razonables de las que habla el Papa -las necesitamos-, que pierden su sentido sin la gran Esperanza. También se sacraliza la democracia cuando legisla pretendiendo alcanzar el paraíso en la tierra, prometido por Marx y nunca vivido, mientras que produjo baños de sangre, falta de libertad y hasta hambre. Un apunte final: afirmar que la legitimidad de los valores y de las reglas de convivencia emana de los principios y valores constitucionales, supone ignorar qué es el hombre, su libertad, sus derechos humanos y su destino eterno. Para muchos, los principales valores proceden de los mandamientos, que poco o nada tienen que ver con la Constitución, y del Evangelio. Véanse los valores de Hitler, que llegó al poder democráticamente.

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