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El fracaso del divorcio

Las estadísticas son implacables: se dispara tanto el número de divorcios como el tiempo mínimo en que acontecen. Según el último informe anual del Instituto Nacional de Estadísticas (INE) sobre nulidades, separaciones y divorcios, en 2006 hubo 126.952 divorcios, con un incremento del 74,3% respecto al año anterior, en el que los divorcios fueron 64.028. El número de matrimonios rotos antes de un año de convivencia se incrementa un 330,6% respecto a 2005, y la duración media de los 145.919 matrimonios disueltos en 2006 fue de 15,1 años. En total, 145.919 matrimonios se disolvieron en 2006, un 6,5% más que en el año anterior. De todas esas rupturas, sólo 18.793 fueron separaciones.

Tras la reforma de la Ley del Divorcio del 10 de julio de 2005 -y sin entrar en su valoración jurídica, en sus consecuencias en el Derecho civil matrimonial y patrimonial o en cómo afecta a las relaciones jurídicas con terceros y a la estabilidad y seguridad legal que requiere cualquier ordenamiento- destaca, por una parte, el contar la mayoría de los matrimonios rotos (51,3%) con hijos menores de edad (el 29,8% tienen un hijo y el 29,8% más de un hijo) y, por otro, el que más del 20% de los matrimonios se rompan en menos de un año de convivencia. Dos datos, la rápida quiebra de la unión conyugal y la presencia de hijos en las parejas, en los que España está a la cabeza de Europa. Y que, salvo casos de malos tratos, dolo (en ambas acepciones jurídicas, canónica y civil), error de cualidad en la persona, psicopatologías profundas (como, por ejemplo, además de las sevicias físicas o psíquicas, la doble vida, el narcisismo, la ninfomanía, el donjuanismo o la inmadurez crónica) o alguna otra alteración grave que afecte intrínseca y esencialmente la unión conyugal, reflejan un fracaso personal, familiar y social.

Fracaso personal, porque cuando una mujer y un hombre declaran su mutuo amor y consentimiento ante el Estado o la Iglesia (el matrimonio canónico y, también, en forma religiosa judía, protestante o islámica, tiene efecto civil) apuestan libre y voluntariamente por entregarse y aceptarse en una comunidad estable de vida y amor, con un proyecto y una visión de futuro compartidos en el tiempo desde la recíproca y madura donación. Cada divorcio, con independencia de las circunstancias (en ocasiones dramáticas, se insiste, como en los maltratos físicos o mentales) o culpabilidades (donde la casuística jurídica es casi infinita), conlleva el dolor de un fracaso personal, tanto para cada uno de los consortes como -lo más importante- para la prole. Un dolor y, además, una señal de alerta cuando la ruptura acontece en tiempo tan breve como menos de un año en tantas parejas.

Asimismo, cada divorcio representa un fracaso familiar en el que las víctimas son, siempre, los hijos y, por lo general, los cónyuges, padres, parientes y allegados. Hasta en los dolorosos casos en los que el divorcio es remedio civil necesario para garantizar la seguridad del otro cónyuge y la prole (como en los abusos y sevicias físicas o psíquicas) las secuelas afectivas y psicológicas que en un niño produce el divorcio de sus padres serán irreversibles y definitivas (drama infantil y adolescente que también atañe a las uniones more uxorio). Porque siempre el divorcio es la ruptura y separación de la madre y el padre que un niño necesita para su formación y desarrollo integral.

Y el divorcio es un fracaso social porque cuando una sociedad no es capaz de tener en la institución familiar la estabilidad necesaria para garantizar su presente, entonces su futuro es incierto. No es normal que tantas parejas se divorcien al primer problema que surja en su convivencia, descubran en unos meses que no tiene sentido la relación matrimonial, pierdan la fuerza del amor para superar las dificultades externas o internas de la convivencia o no sepan valorar y asumir palabras como sacrificio, entrega, confianza y generosidad, sobre todo cuando hay hijos por medio. Y, en especial, no es lógico que tantas personas no ponderen y sean capaces de vivir las cargas y deberes de la institución matrimonial ni siquiera durante un año. O no han entendido lo que significa la palabra matrimonio o no son hábiles para un pacto tan importante como es la mutua donación en el amor que es la unión conyugal.

En estas cifras da la impresión de que nuestra sociedad cosecha lo que han sembrado el materialismo, el relativismo, la incultura, la telebasura o la ausencia de criterio en una población en la que palabras como amor, lealtad, fidelidad y familia han sido vaciadas de deberes y obligaciones y metamorfoseadas en un conjunto de ilusiones egoístas de sólo derechos y autosatisfacciones. Esta cantidad de divorcios express, como se ha denominado la reforma de la Ley del Divorcio del 2005, son un fracaso personal, familiar y social de nuestra decadente cultura. O, quizá, el inicio del triunfo del amor verdadero allende la sociedad como la conocemos.

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