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Fundamentalismo democrático
Pretende convertir la ley democrática en moral absoluta
Si cabe una democracia totalitaria, también es posible un fundamentalismo democrático. Una de las anomalías de nuestro tiempo es la pretensión de que el creyente, especialmente si es cristiano, y, más aún, si es católico, no puede ser un ciudadano democrático, y debe ser excluido de la vida pública, a menos que renuncie en ella a sus creencias religiosas.
Es la consecuencia de un equivocado entendimiento de las exigencias de la secularización y de la separación entre Iglesia y Estado. Probablemente se trate de algo peor. El principio democrático que atribuye a cada ciudadano un voto no queda condicionado por la forma en que se haya decidido ese voto.
En una sociedad democrática, no se le pregunta a cada ciudadano sobre la procedencia, religiosa o no, de sus principios, convicciones y valores. Basta con que exponga su posición y razones, sin imponerlas. El problema es que la falacia del laicismo militante pretende que toda creencia religiosa entraña la asunción del fundamentalismo. En realidad, el fundamentalista es él.
Quizá convenga precisar algo el término. El fundamentalismo consiste, al menos en su sentido más genuino, en la pretensión de convertir una determinada revelación religiosa, un texto sagrado, en Derecho. Las leyes jurídicas vendrían así a contenerse en el texto sagrado o en la interpretación dominante de él. Pero cuando un hombre religioso participa en la vida pública democrática, al menos en España y en las sociedades occidentales, no pretende nada de eso. Se limita a expresar su posición y convicciones. Igual que los agnósticos o ateos. El fundamentalismo religioso considera que el texto sagrado es el texto legal (en sentido jurídico). Cabría entonces hablar también de un fundamentalismo democrático que pretende lo contrario, es decir, convertir el texto jurídico en verdad sagrada y el Derecho en Moral.
En realidad, estamos ente una interesada y antidemocrática estrategia de exclusión del adversario. La prueba está en que no se le reprocha nada al creyente cuando coincide con la opinión progresista dominante, pero sí cuando se aparta de ella. Un ejemplo. Cuando un creyente se opone a la legalización del aborto o la eutanasia, no exhibe sus creencias religiosas particulares ni pretende imponerlas a los demás; simplemente, extrae las consecuencias lógicas del precepto: «no matarás». Y apela a argumentos y razones, y no a su fe religiosa.
La prueba es que muchos agnósticos pueden compartir y de hecho comparten esa posición. Su actitud en esto es semejante a la de los demás ciudadanos, a quienes no se les interroga acerca del origen de sus seculares y laicas convicciones. En definitiva, la creencia religiosa sólo excluye de la práctica democrática a quien la posee si renuncia a apelar a argumentos y razones o trata de imponerla por la fuerza. La pretensión de convertir al creyente, especialmente al cristiano, en un apestado democrático es un atentado contra la democracia y contra la verdad histórica.
En conclusión, si el fundamentalismo religioso aspira a convertir una moral derivada de la fe en Derecho, el fundamentalismo seudodemocrático pretende convertir la ley democrática en moral absoluta. Son dos caras del mismo mal.
La diferencia estriba en que mientras el primer riesgo es prácticamente inexistente en las religiones cristianas, el segundo es muy frecuente entre los fundamentalistas ateos. El fundamentalismo se combate con una distinción nítida, que no separación, entre el Derecho y la Moral. Mientras que la Moral es, ante todo, asunto de la conciencia personal y está orientada al perfeccionamiento del hombre, el Derecho persigue fines sociales y, concretamente, la búsqueda de la justicia y de la paz social.
Pero cuando el Derecho aspira a suplantar a la Moral, abandona la democracia y se adentra en el ámbito del fundamentalismo. Una cosa es que, en una democracia, el Estado no asuma ninguna confesión religiosa, y otra muy distinta y antidemocrática, que la democracia se fundamente en el agnosticismo.
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