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Palabra sobre lo esencial

Una taza de té no puede contener más de lo que permite su capacidad. Esto decía Ludwig Wittgenstein, intentando explicar que el sentido del mundo reside fuera del mundo, y por eso se requiere el silencio, la capacidad de escuchar lo que proviene de otro sitio. «Lo esencial —señalaba el Principito— es invisible a los ojos». Y Jean Guitton escribió que con frecuencia se impone el «silencio sobre lo esencial», pero que no se puede callar cuando está en juego la verdad.

Quien haya seguido los desarrollos del sínodo sobre la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia, sus textos principales y las intervenciones del Papa habrá comprobado que se han dicho muchas cosas —para la preparación de los sacerdotes, la formación de todos los fieles, la atención a las familias y la educación de los jóvenes, etc.— en torno a algunos núcleos fundamentales. Pero, ¿qué es lo esencial? Esta es la línea que exploró Benedicto XVI en la clausura del sínodo, tomando pie de los textos litúrgicos del día.

Al fariseo que le pregunta cuál es el mandamiento más importante, Jesús responde sin dudar: «Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente». Es decir: reconocerás a tu Dios como único Señor, con un amor íntegro y total; con un amor que afecte a tu corazón, a tu alma y a tu mente.

Interesantes las observaciones del predicador. La primera, que el amor de Dios afecta a la inteligencia. «Dios no es sólo objeto del amor, del compromiso, de la voluntad y del sentimiento, sino también de la inteligencia, y, por lo tanto, no está excluido de este ámbito. Más aún, precisamente nuestro pensamiento debe configurarse según el pensamiento de Dios».

En segundo término, Jesús añade algo que no se le había preguntado. Hay un segundo mandamiento «semejante» al primero: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Los dos mandamientos estaban ya en la Biblia. Pero sorprendentemente Jesús los vincula, haciendo de ellos el principio cardinal sobre el que se apoya toda la Revelación.

En suma, seguir a Cristo se traduce en el gran mandamiento del amor. Un amor que, como ya apuntaba el Antiguo Testamento, se testimonia en las relaciones con los demás, que deben ser de respeto, colaboración y ayuda generosa; especialmente con aquellos (como los forasteros, los huérfanos, las viudas y los indigentes) que no tienen a ningún «defensor».

Según San Pablo, quien sigue a Jesús participa de su amor, que supera todo y todo lo renueva. El amor acepta incluso duras pruebas por causa de la verdad de la palabra divina; y justamente así crece el verdadero amor y resplandece la verdad con todo su fulgor.

Tras las observaciones, viene la «traducción» de los textos en el «hoy» de la vida de cada creyente y de la Iglesia. «En el sínodo —constata Benedicto XVI— hemos advertido el vínculo que existe entre la escucha amorosa de la Palabra de Dios y el servicio desinteresado a los hermanos». Y explica lo mucho que está en juego: «Es preciso que se comprenda la necesidad de traducir la palabra escuchada en gestos de amor, porque sólo así se hace creíble el anuncio del Evangelio, a pesar de las fragilidades humanas que marcan a las personas». Dicho de otro modo, muchos necesitan hoy encontrar en Cristo el sentido de su vida. Pues bien, «dar un testimonio claro y común de una vida según la Palabra de Dios testificada por Jesús, se convierte por tanto en criterio indispensable de verificación de la misión de la Iglesia».

En resumen, comprender las Escrituras significa comprometerse en el doble amor de Dios y del prójimo. Esta es la «lectura» definitiva de la Biblia, que necesita ante todo un conocimiento más íntimo de Cristo y una escucha siempre dócil de su palabra. ¿Y dónde encontrar esa escucha y comprensión adecuada de la Palabra? Dos lugares pueden señalarse, conectados entre sí: «El lugar privilegiado en el que resuena la Palabra de Dios, que edifica la Iglesia... es sin duda la liturgia», en cuanto que la liturgia —especialmente la Eucaristía dominical— se ha de traducir en la vida cristiana. Al mismo tiempo, como apuntaba el Papa el día anterior, ninguna meditación, ninguna reflexión científica, puede por sí misma sacar de la Palabra de Dios todos los tesoros que se descubren sólo en la historia de cada vida: «Sólo a la luz de las distintas realidades de nuestra vida —teniendo bien abiertos los ojos y el corazón a las necesidades de los demás—, sólo confrontándonos con la realidad de cada día, se descubren las potencialidades, las riquezas escondidas de la Palabra de Dios».

En esta perspectiva anota un teólogo actual: «La donación y el mensaje cristiano son llamada de Dios para ser respondida no fuera del mundo sino en el trabajo, en el hogar, en el arte y en la cultura, en la industria, en el comercio, en la política, en toda la actividad cotidiana, privada y pública, de hombres y mujeres» (Pedro Rodríguez).

De este modo se manifiesta el sentido del mundo desde dentro del mundo mismo: en el signo visible y audible configurado por la vida, el testimonio y las palabras de los cristianos. Como Palabra sobre lo esencial.

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