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Vidas con o sin esperanza
En la película «Vidas contadas» (Jill Sprecher, 2002) queda claro que la historia de cada uno se entreteje con la de los demás. La vida no parece justa muchas veces: «La fortuna sonríe a algunos y se ríe de otros» —dice un personaje—, y la felicidad puede convertirse «en una maldición». Incluso los que tienen fe pueden sentir la tentación de «tirar la toalla» ante las dificultades. Pero es patente el valor tanto de la fe como de la libertad.
Le cuesta más entenderlo al profesor de Física, acostumbrado a la «irreversibilidad» de las leyes de la materia. Sin embargo, desde el principio intuye que la realidad personal funciona de otra manera; él quiere «lo que todos queremos: vivir la vida, despertarme animado, ser feliz», y para eso huye «de una vida predecible, del aburrimiento»; aunque se equivoca casi siempre en los medios, y pocas veces se pone en el lugar de los demás.
Se ve cómo los gestos de las personas cambian los acontecimientos, para bien (una actitud amable, una sonrisa) o para mal (una venganza, un desprecio). Nuestras decisiones influyen en la vida de los demás. Que «el ser humano necesita de 45 centímetros de espacio personal» debe de ser un consuelo en Manhattan —símbolo por antonomasia de la vida moderna—, donde es difícil evitar mezclarse con los otros. Además hay que contar con que necesitamos tiempo para rectificar, aunque el tiempo también se acaba. «El juez está a la puerta..., consideramos felices a aquellos que resistieron», dice un predicador en la película. Hasta el final, todo puede arreglarse o estropearse: «A veces —dice otro personaje— la gente tiene suerte: se le concede una segunda oportunidad». En todo caso, el destino no está escrito, sino que con Machado habría que concluir: «se hace camino al andar».
Para Saint-Éxupéry, somos como ramas que pertenecemos a un mismo árbol. Y Josemaría Escrivá predicaba que «ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos parte de un mismo poema divino, que Dios escribe con el concurso de nuestra libertad». Por tanto, que «Dios y yo» es lo único importante, es una verdad a medias, como reconocía Newman en una especie de retractación. Y el Concilio Vaticano II proclamó que «Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo», la familia de Dios (la Iglesia, como germen de la solidaridad entre todos los pueblos).
En su encíclica sobre la esperanza cristiana, Benedicto XVI critica que la edad moderna haya sustituido el «Reino de Dios», por el «reino del hombre», entendido el hombre como materia sin libertad. Pero también habla de una necesaria «autocrítica del cristianismo moderno», para que se comprenda mejor a sí mismo desde sus propias raíces. Cabe preguntarse en este sentido si no habremos caído, muchos cristianos, en el «mito del progreso» (materialista) o en una fe que no ha sido suficientemente pensada y hecha cultura, de manera que hayamos contribuido a la idea de que el mensaje del Evangelio es individualista.
Afirma el Papa que, en Jesús, Dios «nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto» y que "estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser para todos». Sobre esta base se apoya la fe en el juicio definitivo y el carácter salvador de la esperanza cristiana. Es ciertamente —señala— esperanza para mí, pero siempre es a la vez esperanza para los demás, para los otros. Y por tanto el cristiano debe plantearse no sólo la pregunta. «¿Cómo puedo salvarme yo mismo?», sino también: «¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza?. Entonces —concluye— habré hecho el máximo también por mi salvación personal».
En resumidas cuentas, Benedicto XVI dice que los cristianos hemos de aprender de nuevo una «esperanza activa», que nos lleve a colaborar con los otros, en la oración, en el trabajo, en el sufrimiento por sacar adelante las cosas buscando la verdad y la justicia, y rechazando todo individualismo. Ya 150 años antes de Cristo, dijo Terencio: «Soy humano y nada de lo humano me es ajeno». En esa misma línea con las luces del cristianismo, escribió Dostoievsky que «todos somos responsables de todo».
Al final de «Vidas contadas», se pregunta si la fe no es «la antítesis de las pruebas» (porque no probaría nada). En su segunda encíclica el Papa, con la tradición cristiana, sostiene que la fe es la «prueba» de lo que no se ve, la «sustancia» de lo que se espera, la llave para la «vida eterna». Y la fe y la esperanza se prueban y se muestran por el amor. De la esperanza de las personas tocadas por Cristo —señala— «ha brotado esperanza para otros que vivían en la oscuridad y sin esperanza».
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