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A vueltas con Pío XII
Una de las razones —y no son escasas— por las que el cultivo de la Historia resulta indispensable es que nos acerca a la realidad por encima del mito. Uno de los más recurrentes es el que adjudica a Pío XII el papel de pontífice de Hitler. La acusación intenta sustentarse en la germanofilia del pontífice y, de manera especial, en su silencio ante el Holocausto. Que Pío XII gustaba de la cultura alemana es cierto, pero pretender que todos los que aman la obra de Beethoven, Bach o Goethe son unos nazis es una majadería. Por otro lado, acusarlo de pasividad ante el Holocausto es una calumnia.
Eugenio Pacelli, el futuro Pío XII, vivió en una época crispadamente difícil. En Rusia, se había creado el primer estado totalitario de la Historia y millones de creyentes — en su mayoría ortodoxos, pero también católicos y protestantes — fueron fusilados, torturados o enviados a campos de concentración. El propio Pacelli pudo comprobar cuando era nuncio en Alemania de lo que eran capaces los comunistas y nunca lo olvidó. A pesar de lo que esa experiencia lo marcó, no lo llevó a contemplar con simpatía a Hitler. Ya siendo papa, Pío XII se planteó la posibilidad de una denuncia pública y explícita de la persecución de los judíos, pero las consecuencias de ese tipo de acción resultaron terribles. La represión sufrida por los católicos en Holanda —donde se adoptó esa conducta— la certeza de que las represalias contra los católicos en naciones ocupadas por Hitler podrían ser pavorosas y, posiblemente, el ejemplo de lo que había pasado con la Iglesia confesante en Alemania acabaron determinando otro comportamiento. Sin dejar de condenar el nacional-socialismo alemán de manera pública y contundente —el discurso de Navidad de 1942 es un buen ejemplo— Pío XII optó por proporcionar información al exterior acerca de los crímenes cometidos por el III Reich y por intentar salvar a cuantos judíos fuera posible. Resulta significativo que el departamento de Estado norteamericano recibiera en 1942 las primeras noticias sobre las cámaras de gas de fuentes vaticanas.
También es harto elocuente que en Italia —y no sólo en Italia— las autoridades eclesiásticas y las órdenes religiosas organizaran un sistema de salvamento de judíos que permitió que decenas de millares no fueran deportados a Auchswitz. Así lo comprendieron desde Zolli, el rabino de Roma que se convirtió al catolicismo y fue bautizado con el nombre de Eugenio por Pío XII, a Einstein pasando por Golda Meir que señaló como «la voz del pontífice se ha levantado en favor de las víctimas». Pío XII seguramente hizo todo lo que podía teniendo en cuenta que de sus palabras dependía el futuro de millones que no eran judíos y cuyos sufrimientos quiso también aliviar.
Y, desde luego, se comportó mejor que el Stalin que no movió un dedo para impedir el Holocausto y firmó un pacto con el Hitler de las leyes de Nuremberg o que Roosevelt que se negó, a pesar de las peticiones de Churchill, a bombardear las vías férreas que llevaban a Auchswitz por temor a las represalias sobre sus pilotos. La pregunta sobre si pudo salvar a más —pregunta que atormentó al propio Schindler— no se responde calumniándolo a posteriori sino reconociendo que casi todo el mundo, a diferencia de él, contempló el Holocausto sin reaccionar.
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