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Crisis: codicia y mentira

Lejos de Valencia, tuve oportunidad de escuchar versiones diversas acerca de la crisis económica que padecemos. Venían a coincidir en tres factores: financiero, encarecimiento de las materias primas y decaimiento de la construcción. Como no es mi tema, simplemente lo constato para dar entrada a lo que oí a un gran experto en el mundo de la empresa. Esta crisis —dijo— no ha surgido de pronto, se ha fraguado por la codicia y la mentira. No lo afirmaba un moralista, sino un gran conocedor de la economía mundial. Luego lo he contrastado con otros entendidos, que me han corroborado lo mismo: codicia y mentira en los ámbitos empresariales, políticos y financieros, que están conduciendo al paro de un montón de personas y a la pérdida del poder adquisitivo de todos. Otro me añadió que esa actitud supone una gran falta de profesionalidad. Y es muy cierto, porque un buen profesional no actúa de ese modo.

La codicia y la mentira son dos vicios terribles a los que tal vez nos hemos acostumbrado y hasta, en ocasiones, han sido bien vistos porque, por ejemplo, el quebrantamiento de la ley era algo que se hacía en beneficio de un pueblo: un polideportivo a cambio de una recalificación. Y seguramente es un ejemplo menor. Pero es que ni siquiera basta el cumplimiento de la ley justa, porque -como afirma la doctrina social de la Iglesia- una auténtica democracia no es sólo resultado del acatamiento formal de las reglas, sino que es fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos: la dignidad de toda persona humana, el respeto de los derechos del hombre, la asunción del bien común como fin y criterio regulador de la vida política. El relativismo ético —verdadero corrosivo de la democracia— es la justificación de la codicia y de la mentira, cuyas consecuencias sufrimos ahora.

La vida ética sana es un todo, y cuando se fragmenta, aceptando unos aspectos mientras se rechazan otros, acabamos llegando al bolsillo, cosa que, al parecer, es lo que más nos duele. Se piensa que la economía se rehace con algunas medidas. Y es seguro que hay mucho de verdad en esto. Pero como realmente prosperan los pueblos es reconstruyendo al hombre y a la sociedad. Que nadie se asuste: no hablo de confesionalismo ni lo deseo. Me refiero al hombre y a su formación íntegra, honrada; al hombre educado en la generosidad, en la austeridad, en la nobleza, en la lealtad; al hombre sincero y auténticamente libre porque aprende a buscar la verdad, la belleza y el bien.

Sólo así las riquezas realizan su función de servicio a la persona, porque se utilizan desde el convencimiento de que los bienes tienen un destino universal y han de producir beneficio para los demás -comenzando por los más necesitados- y para la sociedad. Los Padres de la Iglesia no desprecian las riquezas, pero las miran bajo la óptica de servicio al prójimo. No es esa la actitud del que se corrompe o pervierte a otros en beneficio propio. Por eso, la corrupción -codicia y mentira- es una de las más graves deformaciones del sistema democrático, aunque no solamente en aspectos económicos; es más, comienza mucho antes.

Algo más en relación con la verdad: todos los hombres tenemos una especial obligación de tender continuamente hacia la verdad, de atestiguarla y respetarla responsablemente, como afirma el catecismo de la Iglesia católica. Tampoco parece que esto sea confesionalismo. Vivir así tiene un importante significado en las relaciones sociales, puesto que la convivencia sólo es ordenada, fecunda y conforme a la dignidad de las personas cuando se funda en la verdad. Y es obvio que nuestro tiempo requiere una gran actividad educativa -teórica y vivida- para el ejercicio de la veracidad. Como decía san Josemaría, por fortuna, también "existen muchas personas -cristianos y no cristianos- decididos a sacrificar su honra y su fama por la verdad, que no se agitan en un salto continuo para buscar el sol que más calienta. Son los mismos que, porque aman la sinceridad, saben rectificar cuando descubren que se han equivocado".

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