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Sin esperanza y sin Dios

En la reciente encíclica de Benedicto XVI, casi al comienzo, se citan unas palabras de san Pablo a los efesios indicando que, antes de su encuentro con Cristo, no tenían en el mundo "ni esperanza ni Dios". Llegar a conocer al Dios verdadero es lo que proporciona auténtica esperanza, es decir, confianza de alcanzar la vida eterna. Sin embargo —admite el Papa— esta esperanza en el más allá, que dará sentido al más acá, no es fácil hoy día por diversos factores. Uno de ellos es que muchas veces no nos percatamos de que el cristianismo no trae un mensaje sociorrevolucionario; lo que Jesús entrega al mundo es a sí mismo como camino de salvación, es un encuentro con el Dios vivo, un Alguien que hallamos ya en esta vida, a la que da su norte, un Alguien que, a través de las vicisitudes de este mundo, conduce a la vida perdurable.

Ahí aparece el siguiente escollo: el concepto de vida eterna se presenta a muchos como una simple continuación de la vida temporal que, excesivamente prolongada, acaba por hastiar y no se convierte en algo deseable. Si no se conoce mínimamente a Dios, la vida eterna no atrae. San Ambrosio llegaría a proclamar en un sermón fúnebre que "la inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia". Contando con esta, afirma que "no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación". El Papa busca una aproximación al tema de la vida inmortal ayudándose de unas palabras de San Agustín, que vienen a decir: lo que habitualmente llamamos vida no lo es, porque lo que deseamos es la vida bienaventurada, la vida feliz, que no es esta. Trataremos este asunto en otro artículo.

Aun a costa de pasar por alto aspectos muy importantes de la encíclica, quisiera ir en pocas pinceladas a algunos aspectos del pensamiento moderno -tratados por el Papa- que han colaborado a quitar a Dios de en medio, para considerar la mera esperanza de este mundo, pensando erróneamente que el cristianismo es individualista porque ven la idea de salvación como una huida de los temas comunes que afectan a la humanidad.

Francis Bacon, padre del empirismo inglés, al abrirse una nueva época de descubrimientos, establecerá una correlación entre ciencia y praxis, desplazando así la fe, de modo que la esperanza queda cifrada en el progreso. Este consistirá en el dominio de la razón y se verá como camino a la libertad perfecta. Razón y libertad parecerían garantizar, de por sí, la bondad. La revolución está engendrada. Primero será la Revolución francesa y la Ilustración, que abundará en las mismas ideas de razón y libertad. Kant escribió una frase mortal para la vida teologal: "El paso gradual de la fe eclesiástica (entiéndase la se adhiere a la Revelación conocida en la Iglesia) al dominio exclusivo de la pura fe religiosa (entiéndase aquella adquirida sólo por la razón) constituye el acercamiento al reino de Dios". Estamos en la revolución burguesa.

Pero el rápido desarrollo técnico e industrial comportará un problema para la antedicha revolución: la aparición de una clase trabajadora oprimida, el proletariado. En 1845, Engels afirmará la necesidad de una convulsión, el abatimiento de la sociedad burguesa. Hacía falta, dijo, un proceso revolucionario, cuya llamada recoge Marx con vigor de lenguaje y pensamiento. Al desaparecer la verdad del más allá, el cielo se transforma en la crítica de la tierra, de la teología, de la política. Llegará la Revolución rusa y la dictadura del proletariado que había de dar paso a la sociedad sin clases, al paraíso en la tierra. Pero Marx no dijo cómo se daría este paso, y no llegó el paraíso terrenal. Su error capital es el materialismo, la consideración mecanicista del hombre, del que, entre otras cosas, ha ignorado su libertad. Se pudo ver -aunque el mundo occidental padece lo mismo, si bien de otro modo- que el hombre no es sólo economía.

La razón, la libertad, el progreso son unos grandes temas que la Iglesia ama, pero sin la ignorancia ingenua de que, sabiendo que abren grandes espacios al bien, también los abren al mal. No vale sencillamente el progreso que va de la honda a la superbomba, escribe el Papa. El hombre necesita a Dios para que razón y libertad y progreso tengan sentido y aporten esperanza. Si la razón y, consiguientemente, la libertad no sirven al progreso moral de la humanidad, por su apertura a las fuerzas salvadoras de la fe, quedan en una ambigüedad que no discierne el bien del mal. Esperando en Dios, también camina el mundo. Sin Dios y sin esperanza, "¿acaso no hemos tenido la oportunidad de comprobar de nuevo, precisamente en el momento de la historia actual, que allí donde las almas se hacen salvajes no se puede lograr ninguna estructuración positiva del mundo?".

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