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Brujas on the waves
Nos habían parecido hijas de una imaginación calenturienta aquellas descripciones de los aquelarres que hallamos en las crónicas medievales, donde las brujas perpetran sacrificios de niños y se enardecen embadurnándose con su sangre, hasta alcanzar un éxtasis demoníaco. Ahora, a la vista de ese barco abortista que ha atracado en Valencia, comprobamos que aquellos cronistas no exageraban: las brujas, en efecto, existen, y celebran aquelarres, y sacrifican niños, y se embadurnan gozosamente con su sangre, para hacerse dignas ante los ojos de su dueño. Las hemos visto recibir al barco abortista con cánticos, como si estuvieran exultantes de júbilo; y vaya si lo estaban: pues nada regocija tanto a los siervos del demonio como comprobar que su dueño se enseñorea del mundo. Las brujas que recibían con agasajos al barco abortista exultaban de felicidad porque han convencido a otras mujeres para que se incorporen a su aquelarre; pero, sobre todo, porque el mundo sobre el que se derraman las tinieblas está tan ofuscado que ya no puede reconocer la verdadera naturaleza de ese aquelarre.
Los cronistas medievales nos enseñaban que una mujer se convierte en bruja cuando la posee el demonio. ¿Y cómo posee el demonio a una mujer? Los cronistas medievales responderían que manteniendo con ella trato carnal; pero aceptar tal aserto nos obligaría a presuponer que el demonio carece de gusto, o que es capaz de aceptar despojos que un perro rechazaría. Un demonio que accediese a mantener trato carnal con las brujas que recibieron al barco abortista se convertiría, de regreso al infierno, en diana de los escarnios de toda la cofradía demoníaca. Hemos de pensar, pues, que el demonio actúa mediante una argucia que no exija prestaciones físicas tan ignominiosas; y su argucia se llama resentimiento. Esas brujas están llenas de resentimiento; tan llenas que, si las pinchásemos con un alfiler, explotarían como bolsas de pus. ¿Y qué provoca su resentimiento? Las personas sin valores, en su fuero íntimo, codician los valores que no alcanzan, como la zorra de la fábula codicia el racimo de uvas; aunque su alma esté envenenada por el hálito del mal, siempre guardan dentro de sí un residuo de nostalgia del bien. Como ese bien es inalcanzable para su alma corrompida, empiezan por despreciarlo rencorosamente, como la zorra de la fábula desprecia el racimo inalcanzable, convenciéndose de que las uvas están verdes. Más tarde odian ese bien, lo odian con minuciosidad y encono, y finalmente tratan de invertirlo, haciendo pasar el mal que las corrompe por bien, haciendo pasar sus contravalores por valores verdaderos. Esas brujas odian que otras mujeres sean amadas, odian que otras mujeres amen el fruto de sus entrañas, odian que otras mujeres amen las delicias de la maternidad, odian la virtud y el bien que ellas nunca podrán alcanzar. Pero, en lugar de expresarlo sin ambages, su resentimiento demoníaco les inspira subterfugios que tratan de colar como valores; y que, en un mundo sobre el que se derraman las tinieblas, son efectivamente aceptados como valores. Y así, se ponen la careta del feminismo compasivo, y nos dicen que sólo anhelan que otras mujeres tengan «derecho a decidir», que puedan ejercer una «maternidad responsable» y no sé cuántas baboserías más. Cuando lo único que desean es una satisfacción; y ya se sabe cómo los resentidos —los poseídos por el demonio— hallan satisfacción y consuelo: infectando a los demás con el virus que a ellos los corrompe; en este caso, haciendo a otras mujeres partícipes de su crimen, incorporándolas a su aquelarre.
Deberíamos esforzarnos en reconocer, bajo la apariencia de las cosas, su naturaleza verdadera. Este episodio del barco abortista no es sino un avatar más de aquella batalla entre la mujer y el dragón que nos relata el Apocalipsis. Esas brujas posesas son instrumentos de la eterna enemistad entre la estirpe del demonio y la estirpe de la mujer; y, junto a esas brujas, las autoridades que permiten que la estirpe de la mujer sea perseguida, y la sociedad que vuelve la espalda a persecución tan ensañada. Todos danzando en el mismo aquelarre, todos embriagados de sangre, hasta alcanzar un éxtasis demoníaco.
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