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Fecundación artificial y enfermedades genéticas
Los padres que tienen hijos enfermos sufren infinitamente. Días, meses, años, transcurren entre esperanzas de curación y fracasos de la técnica. Se buscan nuevas medicinas, se llama a una clínica famosa, se intentan terapias experimentales.
Muchas enfermedades genéticas, todavía hoy, son un reto para la medicina: mientras miles de personas mueren cada año por falta de soluciones, y otros sueñan en el descubrimiento de nuevos caminos para la curación.
Las posibilidades que se abren a la ciencia con las técnicas de fecundación artificial están dando esperanzas a algunos de esos padres. Hijos con talasemia o con otras enfermedades que requieren un transplante de células o de tejidos necesitan encontrar un donador (seguramente un hermano) que sea genéticamente compatible. Si tal hermano o familiar no existe, ¿por qué no «prepararlo» por medio de la fecundación artificial?
La técnica parecería sencilla. El laboratorio toma varios óvulos de la esposa, fecunda con el esperma del marido los mejores de esos óvulos, hace un diagnóstico sobre las características genéticas de los embriones obtenidos antes de implantarlos en la mujer, y sólo destina a continuar su vida a aquel o aquellos embriones que puedan «servir», cuando nazcan, para donar tejidos al hermano enfermo.
Este método encierra problemas éticos de no poca importancia. El primero se refiere a la misma técnica. Sabemos que cada hombre o mujer que inicia la aventura de la vida merece respeto y protección por ser lo que es: un individuo humano, o, en lenguaje más preciso, un hijo. El lugar más digno para su concepción no puede ser la probeta de un laboratorio, sino el seno de su madre. Querer que nazca un hijo que pueda curar a su hermano no nos da permiso para recurrir a una técnica que implique poco respeto por su vida, como ocurre cada vez que permitimos la fecundación en un ambiente de cultivo que no responde a los derechos del embrión a gozar de la máxima protección y respeto y a iniciar su existencia en su lugar natural.
El segundo problema ético es mucho más profundo. Una pareja necesita un hijo sano que tenga ciertas características genéticas. Son concebidos varios embriones en el laboratorio. Entonces, se hace el diagnóstico pre-implantacional de cada uno de los embriones, se escoge al que puede ser compatible para el futuro transplante, es transferido al útero de la madre, y esperamos que se desarrolle y que sus células troncales o algunos de sus tejidos puedan curar al hermano enfermo. ¿Y los demás embriones? Sencillamente, no sirven, «sobran», a no ser que la pareja decida congelarlos o darles una oportunidad de vivir.
Esta selección de embriones (uno destinado a vivir, otros destinados a morir o a ser guardados como material «que sobra») implica una grave injusticia. Ningún hombre, ninguna mujer, puede ser eliminado o impedido en el camino de su crecimiento, de su vida, por el hecho de no poseer algunas cualidades predeterminadas por los adultos. Cada ser humano vale, aunque sea débil, pobre, de una raza o de otra, de un ADN o de otro. Si vale, merece ser respetado por todos.
Dar la oportunidad de vivir sólo al embrión que «servirá» como donador y discriminar a los demás nos muestra hasta qué punto el hombre puede tomar opciones injustas, incluso con instrumentos técnicos altamente esterilizados, de una precisión antes inimaginable, y con un resultado tan maravilloso como lo puede ser la curación de un niño enfermo (o de un adulto, quizá de su padre o de su madre).
Hoy, como ayer, la ética nos dice que no todo lo que nos resulta de utilidad coincide con lo que sea éticamente correcto. Nos escandalizaría, nos resultaría grotesco, ver una foto de un niño sonriente, debajo de la cual estuviese escrito: «Este niño ha sido curado gracias a unos traficantes de órganos que arrancaron su riñón a un niño pobre de Asia». Nos rebelaríamos, sentiríamos que la humanidad ha sido pisoteada, herida, en la defensa de los más débiles, los más pobres, si un niño de un país rico fuese curado con la sangre robada a un niño de una nación pobre.
La humanidad también es pisoteada cuando un niño empieza a sanar gracias a un hermano suyo, seleccionado entre otros hermanos que fueron concebidos en probeta y luego condenados al abandono o a la destrucción.
Alguno dirá, todavía, que defender los principios éticos cerrará las puertas de la esperanza para tantos padres que desean encontrar un camino para la curación de sus hijos. Otros negarán que los embriones sean seres humanos dignos de respeto. Otros, en fin, defenderán la autonomía de la investigación: si ponemos barreras éticas a los laboratorios, la medicina no podrá salvar a miles, quizá millones de seres humanos.
No es fácil responder a todos en pocas palabras. Quizá tendríamos que volver a escuchar la voz de un Sócrates que nos dijese a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, que no importa tanto conservar la vida si ello implica traicionar a un amigo, herir a un inocente, o permitir la destrucción de embriones que han sido concebidos fuera de su lugar natural, en un mundo que sólo los quiso por la posible utilidad que tuviesen para curar a otros.
Además, una barrera ética nunca será un obstáculo para la investigación. La mejor manera de estimular al científico a buscar caminos de curación en el máximo respeto de cada ser humano nace precisamente del respeto de la justicia y de la ética. Cuando los principios éticos nos ayudaron a comprender que no se podía asesinar a un feto porque el parto podría resultar difícil para su madre, la medicina desarrolló y mejoró el parto cesáreo. Gracias al mismo viven miles de madres y de niños, uno de los cuales es uno de mis mejores amigos.
La investigación sobre los transplantes de células madre y de tejidos ofrece hoy nuevos caminos de esperanza a miles de enfermos, niños y adultos. El desarrollo de las nuevas técnicas no podrá dejar de lado el respeto que merece cada hombre, cada mujer, en su integridad, en su patrimonio genético, en su inicio (desde la concepción) y en su camino hacia la maduración. Escoger, seleccionar y eliminar embriones con la esperanza de curar a un ser humano, no son caminos éticos, no son dignos del ser humano. Sigue en pie, por lo tanto, la idea expresada por el poeta Juvenal: no está bien, para salvar una vida, perder los motivos del vivir...
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