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Una falsa igualdad
La igualdad es una cuestión que ha sido elevada a la categoría de principio indiscutible en el juego político. Pero habría que examinar el uso que muchas veces se hace de este principio.
La igualdad de todas las personas ante la ley nació para suprimir los privilegios que se gestaron en una sociedad estamental, pero de este principio en modo alguno puede predicarse que todos tengan las mismas cualidades ni que todos sirvan para todo.
Las frases tan repetidas de que nadie es más que nadie o yo soy tan bueno como tú, son peligrosas además de falsas. El que nadie es más que otro, fue completado certeramente por Cervantes añadiéndole «si no hace más que otro».
En la educación un falso concepto de igualdad viene haciendo estragos. Una cosa es que todos tengan las mismas posibilidades de acceder a la escuela, al instituto o a la universidad, sin que pueda haber discriminación alguna por sexo, raza o religión, ni le resulte vedado por su situación económica, y otra muy distinta que, una vez dentro de la escuela, se establezca un igualitarismo entre los holgazanes y torpes por un lado y los inteligentes y trabajadores por otro.
Esto es lo que viene sucediendo desde aquella mala EGB de conjuntos y fichas para rellenar, olvidar y tirar, sustituida por otra peor, la nefasta LOGSE, que ha propiciado que estemos a la cabeza del fracaso escolar y a la cola del rendimiento educativo.
La enseñanza en todos los niveles se ha ido ralentizando al nivel de los más torpes, los más vagos, los más díscolos de cada clase. El profesorado ha perdido su autoridad y tiene que perder buena parte de su tiempo lectivo en conseguir silencio.
Los alumnos inteligentes y trabajadores resultan amarrados a los vagos y torpes, casi siempre más numerosos, por culpa de la rigidez de los grupos de edad y de una mal entendida solidaridad, que exige marchar al paso del más tonto, del menos capacitado, con lo que aquellos pierden su tiempo y terminan en muchos casos desmotivados.
El falso buenismo de las autoridades educativas ha llegado a extremos de risa, como pasar de curso con varios suspensos, para evitar quizás que los malos estudiantes se sientan traumatizados, incluso se ha ordenado que no se califique a nadie con un cero, aunque no se merezca otra cosa o se mantienen repitiendo cursos inútilmente a una edad que, si no tienen capacidad o ganas de estudiar, tendrían que estar trabajando, aunque es posible que no estén capacitados para realizar nada.
Parece haber un decidido propósito de conseguir una igualdad por abajo, una homogenización en la mediocridad, a través precisamente de la educación que tendría que ser la gran palanca para lograr la excelencia del mayor número de personas posible. Quienes no tengan aptitudes o ganas de conseguir esta excelencia no tendrían que estar obstaculizando a los demás, reclamando bajar el listón de todas las asignaturas. No se puede invocar la igualdad para obtener, sin estudio y esfuerzo, un título cualquiera.
Esta degradación permanente de la enseñanza, que por desgracia empieza en muchas familias que han abdicado de su obligación de educar y exigir, se completa con una escuela pública y concertada cuyos profesores han perdido en muchos casos su autoridad frente a padres y alumnos y están desmotivados. Los colegios concertados se han ido convirtiendo en empresas temerosas de que la administración le retire el concierto y se ven obligados a aceptar cada vez más sus imposiciones coactivas, por ejemplo en la admisión de alumnos o en la famosa asignatura adoctrinadora en valores no congruentes con su ideario.
Ahora que estamos en tiempos de crisis y hacen falta reformas serias, una imprescindible es la de la enseñanza, pero no en el sentido descaradamente sectario que promueve este gobierno, sino en la búsqueda de conseguir una educación integral de nuevas generaciones de personas preparadas en todas las disciplinas científicas y en los valores del esfuerzo, el estudio y la honestidad.
Del director
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