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Mil días de Benedicto XVI

Hoy, 17 de enero, se cumplen mil días del Pontificado de Benedicto XVI. El cardenal que soñaba con un merecido «retiro» a sus libros e investigaciones, escuchó, una vez más, la llamada para suceder a Pedro: «Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones».

«Mi verdadero programa de gobierno —manifestó en los primeros días de pontificado— es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia».

Sus viajes apostólicos, los encuentros con personas de toda condición —cardenales y obispos, sacerdotes y diáconos, miembros de la vida consagrada, fieles laicos—, los diálogos con los jóvenes, las familias y los periodistas, las visitas a las parroquias y las asambleas eclesiales, los discursos ante los académicos, los diplomáticos y los gobernantes..., esa intensa actividad brota de una misma fuente: su unión con Cristo. De ahí nace la fuerza para unir la verdad y el amor. Ahí radica el secreto para vivir lo que continuamente predica: que la transformación de la realidad surge de la oración, la Eucaristía y el testimonio; y por parte de los cristianos, que allí donde falta un compromiso real para cambiar las cosas con criterio cristiano, falta una auténtica oración y una vida más coherente con el Evangelio.

Si se pudieran resumir estos mil días de hechos y textos, cabría decir: Verdad, Amor, Iglesia (el «nosotros» de los cristianos, realizado sobre todo a partir de la Eucaristía). Y si alguien fuera más exigente —¿en una sola palabra?—, quizá bastaría con esta: Dios (es decir, el Dios manifestado en Jesucristo). Como autor privado, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI ha escrito Jesús de Nazareth desde la perspectiva del trato íntimo de Jesús con su Padre.

Spe salvi es el título de la segunda encíclica del Papa, sobre la esperanza cristiana. En ella dialoga con el mundo moderno y exhorta a los cristianos a «aprender de nuevo la esperanza», para comprenderse a sí mismos desde sus propias raíces. Benedicto XVI nos anima a vivir y pensar desde «la gran esperanza» todas nuestras esperanzas, las de la humanidad entera. Y es que el cristianismo no tiene nada de individualismo. Es ciertamente esperanza para mí, pero siempre es —y al máximo— esperanza para los demás, para los otros. Y por tanto el cristiano debe plantearse no sólo la pregunta. «¿Cómo puedo salvarme yo mismo?», sino también: «¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza?. Entonces —concluye— habré hecho el máximo también por mi salvación personal». Esto, con la oración y la acción, el sufrimiento y la fe en el juicio definitivo.

En definitiva, «nuestra» esperanza se basa en la espera de Dios. ¿Y qué espera Dios? Espera, de todos, que sepamos escucharle y dejarle hacer en nuestra vida; de los cristianos, que seamos coherentes con nuestra fe, mediante una esperanza activa y un amor efectivo, particularmente por los más débiles y necesitados. Espera que cambiemos cada uno y cambiemos juntos, cristianos o no, muchas cosas que necesitan cambiarse en nuestro mundo; y que los cristianos nos comprometamos para vivir el Evangelio con todas sus consecuencias.

La meta no es pequeña: «Abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien», se lee en la encíclica. Para el cristiano quizá ahora más que antes, «es tiempo de esperanza», como decía San Josemaría: tiempo de depositar todos los valores y realidades nobles «en la esperanza de Cristo».

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