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Siglo III

Introducción

Ser cristiano es acoger la Buena Nueva de Jesús y cambiar de vida dejándose transformar por ella. La palabra puede ser anunciada por todas partes. El bautismo puede celebrarse a orillas de un río..., pero el cristiano no es un individuo aislado. Pertenece a una comunidad, al nuevo Pueblo de Dios, a la Iglesia. La palabra iglesia, en griego ekklesia, significa «reunión o conovocación». «Creo en la comunión de los santos», dice el Credo apostólico, es decir, en la unión espiritual entre los bautizados.

Signo sensible y causa de esta unidad fue siempre la eucaristía. El pecador o el que rompía la unidad era excluido de la eucaristía y, por consiguiente, de la comunión; incurría en la pena de la ex-comunión. La comunión afianzaba a las comunidades, les daba cohesión espiritual y apoyo mutuo; por la comunión se sentían unidos a los apóstoles, a los mártires y hermanos desconocidos. Incluso cuando debían viajar, llevaban «carta de comunión» —salvoconducto— todos los cristianos, incluso obispos y presbíteros. Esta carta de comunión se llamaba también carta de hospitalidad y abría las puertas en todo el imperio; el portador era recibido en la comunidad, en la eucaristía y gozaba de alojamiento sin cargo alguno. Estaban estas cartas respaldadas por listas completas que los obispos remitían a todas las comunidades, donde constaba el nombre de los que estaban «en comunión» o en «excomunión». El papa Ceferino en este siglo III revocó las cartas de comunión a algunos herejes.

Centro geográfico de la comunión era Roma. El obispo africano Optato (siglo IV) dice: «La primera sede episcopal en Roma fue conferida a Pedro. Sobre esta sede descansa la unidad de todos, gracias al sistema de las cartas de paz, en una única sociedad de comunión». Y san Ambrosio, más tarde: «De la Iglesia romana fluyen hacia todas las demás los derechos de la venerable comunión». Era, pues, el Papa el centro de la comunión donde se respaldaban los obispos, no a la inversa. Cuando el Papa hubo de dictar excomunión a más de cien obispos de África y Asia Menor, no tembló la sede de Roma. Vivió la Iglesia apostólica en verdadera comunión, como consta en los escritos de los apóstoles, especialmente en san Pablo y san Juan, y en algunos epitafios[32].

Es verdad que Jesús no fue componiendo punto por punto los estatutos de este primer grupo, ni tampoco lo hicieron los apóstoles. Pero un grupo que quiere vivir y durar se va dando poco a poco la organización necesaria en función de la misión encomendada. Así hicieron los primeros cristianos, sobre todo, quienes tenían la autoridad, bajo la guía del Espíritu Santo. Cristo puso la primera semilla del gobierno de su Iglesia: puso la cabeza o roca, puso las primeras columnas, puso la ley de la caridad y la afirmación bien clara: «Quien a vosotros escuche, a Mí me escucha; quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia» (Lc 10, 16). El resto, es competencia del Espíritu Santo que guía a la Iglesia a su plenitud y perfección.

I. Sucesos

El gigante del Imperio comienza a tambalearse

Roma sufría de una profunda crisis, una gran inestabilidad. Los militares se habían adueñado del poder. Las crisis económicas y las convulsiones sociales eran endémicas. Los pueblos bárbaros se acercaban cada vez más a las fronteras romanas y se hicieron sentir; hasta tal punto que obligó a Roma a rectificar el «limes», abandonando ciertos territorios muy avanzados. Ya los vándalos habían llegado desde el siglo primero. Los godos y alamanos arribaron a principios del siglo III, junto con los francos (240) y los burgundios (277). Estas naciones bárbaras seguían en su mayoría sin evangelizar, sumidas en el paganismo ancestral.

Vuelta a las herejías

Aunque el imperio experimentaba su crisis, sin embargo, los cristianos seguían profundizando en su fe. De hecho, algunos cristianos empezaron a estudiar el misterio de la Trinidad, en su intento de seguir ahondando en el conocimiento de la Persona de Jesucristo. Pero desgraciadamente algunos cristianos se apartaron de la unidad de la fe y se dieron algunas herejías o errores en materia doctrinal. Entre estas herejías se encontraban:

  • El adopcionismo, que afirmaba que Jesús era Hijo adoptivo de Dios, pero no Dios verdadero. Decía así: «El Verbo de Dios, que habitaba en el hombre Jesús no era una persona sino un atributo de Dios». Pablo de Samosata fue el principal defensor de esta tesis.
  • Politeísmo: No faltó quien sostuviera que el Padre y el Hijo eran tan diferentes, que en realidad eran dos dioses distintos.
  • El modalismo de Sabelio negó la Trinidad. Afirmaba que al Padre se le llamaba Hijo en cuanto se había encarnado, y que el Espíritu Santo no es más que una modalidad de Dios.
  • El monarquianismo: propone la existencia de un solo principio y de un único gobierno y no acepta las tres personas en Dios. Reduce al Hijo y al Espíritu Santo a fuerzas divinas o a modos en que Dios se presenta a los hombres en la historia.
  • El patripasianismo que decía que el Padre se encarnó y padeció.
  • El maniqueísmo: insistía, como los gnósticos, en la existencia de dos principios supremos, ambos creadores: la luz y las tinieblas. La luz había creado el alma y todos los seres buenos. Las tinieblas crearon, por su parte, el cuerpo y las cosas materiales que, por tanto, eran consideradas malas.
  • Celso fue hostil a los libros inspirados, a Cristo y a la Iglesia.

La furia de las persecuciones

Dios iba haciendo su obra, es verdad; pero también el enemigo hacía la suya, sirviéndose de la fuerza, tiranía y la prepotencia de los emperadores que se dieron con sorda lucha a la destrucción del Cristianismo. Por eso, en este siglo siguieron las persecuciones:

  • Septimio Severo (193-211): prohibió el proselitismo cristiano bajo pena de graves castigos; y prohibió también el catecumenado, es decir, la preparación de los adultos paganos que querían recibir el bautismo. Durante esta persecución murieron mártires santas Perpetua y Felicidad, bautizadas en la cárcel (202).
  • Decio (249-251): obligó a todos los ciudadanos a sacrificar a los dioses del imperio y pidió un certificado de haberlo hecho. Algunos cristianos desertaron y sacrificaron a los dioses. A éstos se les llamó «lapsi» (los caídos).
  • Valeriano (253-260): pretendió dar un golpe fatal a la Iglesia, orientando el ataque hacia los puntos neurálgicos de la estructura cristiana. Por eso, tomó medidas contra el clero, prohibiendo el culto y las reuniones en los cementerios o catacumbas. Quienes no sacrificaban a los dioses, debían morir. Murieron Cipriano de Cartago, Sixto, Papa y obispo de Roma y su diácono Lorenzo.
  • Diocleciano (285): la última y la más terrible de las persecuciones fue la de Diocleciano, aunque su esposa y su hija eran cristianas. Prohibió las reuniones de los cristianos. Mandó destruir los libros sagrados, los lugares de culto; pérdida de derechos jurídicos de los cristianos, condena a las minas o a la muerte. Mandó a prisión al clero, con el fin de privar a los fieles de sus pastores. Infligió suplicios terribles: hachazos en Arabia; fuego lento en Antioquía; cortar pies en Capadocia; colgar la cabeza en un brasero ardiendo en Mesopotamia; meter trocitos de caña entre carne y uña; quemar las entrañas con plomo derretido en el Ponto; echar los cadáveres a los perros en Cesarea, decapitar y crucificar a muchos. En este tiempo el número de los cristianos alcanzaba ya el 50 por ciento de la población.

II. Respuesta de la iglesia

Más se expandía la semilla evangélica:«Sangre de mártires es semilla de cristianos»

Aunque la Iglesia en ese tiempo vivía en un ambiente hostil a causa de las persecuciones, sin embargo, daban razón de su fe y de su esperanza en aquel ambiente pagano y viciado de los últimos y decadentes decenios del Imperio Romano. La evangelización iba progresando: Italia central, sur de España, África, Italia del norte, Galia, Edesa (hoy, Irak), Persia y Mesopotamia, Armenia, etc.

Es curioso este dato: cuanto más era perseguida la Iglesia y más se oía el edicto del emperador que prohibía el culto de los cristianos, más se expandía la verdad del evangelio y más se consolidaba la fe de los cristianos. Dios siempre saca un bien del mal, o como decía san Agustín: «Dios, siendo el sumo bien, no permitiría el mal, si no fuera a sacar del mal un bien». Tertuliano decía que la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos.

Las persecuciones pretendían dejar acéfala a la Iglesia, por la supresión de la clase dirigente cristiana. Y, ¿qué lograban? Todo lo contrario: los cristianos se unían mucho más junto a sus pastores, sus sacerdotes, formando un solo corazón y una sola alma. Y aunque grandes funcionarios públicos cristianos perdían sus cargos, por la coherencia de su vida, sin embargo, entre todos los demás cristianos les ayudaban caritativamente. Casi todos prefirieron la muerte por Cristo antes que claudicar y renegar de su fe.

Mártires de este siglo, en tiempo de la persecución de Valeriano son: el Papa Sixto II y el diácono Lorenzo, en Roma; en África, el gran obispo de Cartago san Cipriano; en España, el obispo san Frutuoso de Tarragona, con sus diáconos, y así un sinfín de cristianos en todas las regiones del Imperio. Esta persecución terminó con la muerte de Valeriano en 259. Su hijo y sucesor Galieno suspendió inmediatamente todas las medidas contra los cristianos y mandó devolverles las iglesias y lugares de culto que se les habían expropiado. Con ello se abrió un nuevo período de tolerancia que duró más de cuarenta años y fue muy beneficioso para la ulterior expansión del cristianismo.

La última de las persecuciones, la de Diocleciano, aunque fue la más terrible de todas, sin embargo, en su balance final, la persecución constituyó un rotundo fracaso, en cuanto a los que renegaron de su fe. Hubo un cierto número de «lapsi» —se les llamó «traditores» a los que entregaron, para su destrucción, los libros sagrados-, pero en mucho menor proporción que en la persecución de Decio. Fueron, en cambio, muy numerosos los mártires y confesores. Entre aquellos se cuentan nombres famosos como los de santa Inés, los santos médicos Cosme y Damián, san Sebastián. En España fue donde hubo el mayor número de mártires: el diácono Vicente y los dieciocho mártires de Zaragoza, y santa Eulalia de Mérida. La Iglesia salió fortalecida de la persecución, aunque ésta se prolongase en la parte oriental del Imperio durante varios años más, después de la abdicación de Diocleciano y Maximiano. Era la última prueba de la Iglesia, en su lucha heroica sostenida durante siglos con la Roma pagana, y a las puertas estaba ya la definitiva libertad del cristianismo.

Catecumenado

En medio de las invasiones de los bárbaros, la Iglesia, gobernada desde Roma por el Vicario de Cristo, el Papa, guardaba la unidad de fe, extendida en el mundo conocido: norte de África, Siria, Alejandrina, en donde existían iglesias locales. Es más, la Iglesia seguían administrando los sacramentos, como la fuerza para resistir a todas las luchas. Es en los sacramentos donde debemos encontrar el vigor y la fortaleza para hacer frente a todas las pruebas de los enemigos y de la vida.

¿Cómo era la iniciación cristiana? Gracias a san Hipólito, conocemos la importancia que se daba a la iniciación cristiana del bautismo[33], confirmación y la primera comunión. Esta preparación o catecumenado podía durar en este siglo III hasta tres años. El candidato al bautismo tenía que ser presentado por los cristianos, que se ofrecían como garantía de la sinceridad de su actitud (hoy los llamaríamos padrinos y madrinas). Ese candidato tenía que renunciar a ciertos oficios ligados a la idolatría o a comportamientos inmorales. La preparación supone una enseñanza dogmática y moral que recibe el nombre de «catequesis» (acción de hacer resonar la doctrina de Cristo y los apóstoles) y que hace descubrir el contenido de la fe a los que han sido despertados por la proclamación (kerigma) del evangelio. Esta catequesis era dada por un clérigo o laico, e iba seguida de una oración común acompañada de una imposición de manos por parte del catequista. Al final del catecumenado, se examina la conducta de los candidatos. ¿Qué pasos hacían?

  1. El viernes anterior al bautismo, los catecúmenos y parte de la comunidad practicaban el ayuno. El sábado, en una última reunión preparatoria, el obispo imponía las manos a los candidatos, pronunciaba los exorcismos, les soplaba en el rostro, les hacía la señal de la cruz en la frente, los oídos y la nariz. Los catecúmenos pasaban en vela toda la noche del sábado al domingo escuchando lecturas e instrucciones. Al final de la noche, venían los ritos bautismales definitivos. La última imposición de manos y la última unción del obispo después de vestirse de nuevo los bautizados dieron origen a la confirmación. Más tarde, con la libertad que algunos emperadores fueron dando a los cristianos, tendrán éstos entrada libre en la vida pública y cargos administrativos, en una sociedad impregnada de paganismo. Muerto el cristianismo de los mártires, el cristianismo se vuelve un poco aburguesado. Y en ese ambiente, algunos lo retrasaron para disfrutar un poco de la vida y sólo se bautizaban en el lecho de muerte, dado que el bautismo borra todo pecado. A ese bautismo se llamó clínico[34]. Penetró este mal en todos los sectores. Siendo san Agustín niño, pidió el bautismo y su madre santa Mónica se lo retrasó; lo mismo san Basilio y san Juan Crisóstomo. San Ambrosio, elegido ya obispo de Milán, aún no estaba bautizado. Con el correr de los años, necesitó la Iglesia bautizar a pequeños hijos de cristianos: se favoreció así la práctica de bautizar a los niños y se eliminó el abuso de los bautismos clínicos.
  2. Inmediatamente después, los recién bautizados participaban de la eucaristía con que se cerraba la iniciación cristiana. La Eucaristía venía celebrada cada domingo, por ser el día de la resurrección del Señor, como ya hablamos en el capítulo anterior.

Institución de los ministerios

En el siglo III las diversas iglesias locales alcanaron una sólida estructura. En cada una de ellas había un obispo, al que auxiliaban los presbíteros y los diáconos. También se instituyeron otros ministerios con el de acólito, exorcita, etc.

Un ejemplo lo encontramos en la iglesia de Roma. Hacia el 250, el obispo de Roma presenta a su iglesia: «Hay 46 sacerdotes, 7 diáconos, 7 subdiáconos, 42 acólitos, 52 exorcistas, lectores y porteros (ostiarios), más de 1.500 viudas y pobres a los que alimentan la gracia y el amor del Señor» (Eusebio, Historia eclesiástica, VI, 43, 11).

Al principio, sólo el obispo preside la eucaristía, predica, bautiza, reconcilia a los penitentes. Los sacerdotes no hacen más que asistir al obispo. Cuando aumenta el número de cristianos, las sedes episcopales se multiplican en ciertas regiones como África. Pero en las grandes ciudades como Roma y Alejandría se crean varios lugares de culto que atienden algunos sacerdotes, que de este modo adquieren una responsabilidad especial.

¿Diaconisas? No recibían ningún sacramento, como los obispos, los sacerdotes y los diáconos[35]. Ayudaban sobre todo en el bautismo de las mujeres, pues se hacía por inmersión.Las diaconisas llevaban a la piscina a las mujeres que debían ser bautizadas y hacían los ritos secundarios; pero será el sacerdote quien les administraba el sacramento del bautismo con las palabras sacramentales. Dice así la Didascalía de los apóstoles: «Es necesario el oficio de una mujer diácono. En primer lugar, cuando las mujeres bajan al agua, tienen que ser ungidas con el óleo de la unción por una diaconisa...Pero que sea un hombre el que pronuncie sobre ellas los nombres de la invocación de la divinidad en el agua. Y cuando salga del agua, que la acoja la diaconisa y que ella le diga y le enseñe cómo debe ser conservado el sello del bautismo totalmente intacto en la pureza de la santidad».

Las herejías consolidaban y explicitaban la fe

No hubo siglo sin dificultades doctrinales. Pero esto era un verdadero desafío para la Iglesia, pues así se iba consolidando y explicitando la doctrina cristiana. El Espíritu Santo era quien guiaba a la Iglesia de Cristo; y Él no podía permitir que se tergiversara la doctrina de Cristo.

La herejía adopcionista fue condenada en el Concilio de Antioquía en el año 268. Las demás herejías fueron condenadas en los siguientes siglos, cuando ya la reflexión teológica estuvo más madura.

San Cipriano, obispo de Cartago, muerto en el 258, luchó para que fueran perdonados, después de haberse arrepentido y de haber hecho penitencia, aquellos que habían apostatado durante las persecuciones (los «lapsi»), pero después de bautizarlos de nuevo[36]. Y publicó también un libro sobre la unidad de la Iglesia católica. Entre otras cosas dice que la unidad en la Iglesia es el signo de un encuentro con el Cristo auténtico; esta unidad descansa en la comunión de los obispos entre sí.
  1. San Clemente de Alejandría, escribió comentarios a la Biblia, obras teológicas y morales, y mostró cómo la filosofía griega había preparado el camino al pensamiento cristiano.
  2. Orígenes, muerte en el 254 refutó a Celso. Sin embargo, sus teorías sobre la preexistencia de las almas, su exégesis demasiado alegorista y su creencia en el perdón final para todos los seres inteligentes, fueron rechazadas por la Iglesia.

Comienza la construcción de iglesias

Parece ser que desde mediados del siglo III se construyen verdaderas iglesias. Lo prueba el hecho de que Diocleciano ordenó su demolición.

Cuando nuestro Señor quiso instituir, el Jueves Santo, la Eucaristía, y celebrar la primera Misa, tuvo interés en buscar un lugar apropiado, amplio y bien aderezado. Tal fue el Cenáculo, primer templo cristiano. Lo mismo hicieron después los Apóstoles y sus sucesores inmediatos. Elegían éstos para sus asambleas religiosas, ora las mansiones de los cristianos acomodados, ora otros lugares aptos para el culto, y las mismas sinagogas judías.

Poco a poco fueron edificando pequeños oratorios y templos expresamente dedicados para el servicio divino. En ellos oraban, leían y comentaban las Escrituras, recitaban salmos y, en momentos señalados, hacían la Fracción del Pan o sagrada Eucaristía. Muchos de aquellos lugares se convirtieron luego en verdaderos templos. Al principio se les denominaba, familiarmente, «domus ecclesiae», es decir, casa de reunión, por su parecido arquitectónico con los domicilios domésticos privados.

Y con la paz de Constantino (313) el cristianismo cambió de faz. El culto divino empezó a ser público y a revestir solemnidad y magnificencia, en honor a Dios. Y así comenzaron las grandiosas basílicas constantinianas; así llamadas por su fundador y dotador, el mismo emperador.

Conclusión

La Iglesia, a pesar de todas las dificultades, seguía firme y en pie, porque estaba cimentada sobre la firme roca que puso Jesucristo. Se iba perfilando la primera teología dentro de la Iglesia y quedaban en claro estos puntos:

  • Los cristianos tienen que referirse siempre a la tradición de los apóstoles y ésta está viva en las iglesias apostólicas, las fundadas por ellos (Roma, Antioquia, Alejandría, Jerusalén). En ellas podemos remontarnos a los apóstoles a través de la sucesión de los obispos.
  • Uno de los criterios para discernir, entre los muchos libros que circulaban, cuáles eran inspirados por Dios, era la apostolicidad; es decir, si ese libro directa o indirecta había sido escrito por uno de los apóstoles o de sus discípulos. A éste se añadía otro criterio: si ese determiado libro era usado en la liturgia de las iglesias apostólicas.
  • La Iglesia anuncia un mensaje idéntico en todo el mundo; por tanto, una sola fe y una misma doctrina.

La promesa de Cristo «Las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia» era un estímulo para todos los cristianos. Por eso, seguían firmes en la fe y gozosos en la esperanza. Si Cristo sufrió lo indecible, ¿iban ellos, los cristianos, a pensar en un camino de rosas?

Notas

[32] Así rezan algunos epitafios: "Sepultado en paz", "murió en la paz", "murió en comunión"; significa que murieron en la paz y comunión de los santos de la Iglesia. Un epitafio muy significativo dice: "Murió en paz legítima".

[33] Ya hablé del bautismo en el capítulo anterior. En este siglo III se introducen otros ritos.

[34] Clínico, voz griega que significa "lecho". Persona adulta que pedía el bautismo en el lecho de muerte.

[35] Recordemos que el sacramento del Orden sacerdotal tiene tres grados: el diaconado, el presbiterado y el episcopado. Este último constituye la plenitud del sacerdocio de Cristo. Este sacramento sólo lo reciben los varones, pues Jesucristo sólo eligió varones para formar su grupo de apóstoles. Y la Iglesia siempre ha respetado esta voluntad de Jesús. No es discriminación, sino distintas funciones dentro de la Iglesia.

[36] Esto provocó tensiones con el obispo de Roma, que decía que el bautismo es irrepetible y se administra una sola vez.

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