» Historia de la Iglesia » Breve historia de la Iglesia
Siglo XX
Introducción
Ha sido un siglo de grandes avances científicos y tecnológicos, un siglo que ha visto un desarrollo económico sin igual, un siglo en que la democracia ha ido ganando terreno en todos los continentes.
Pero también esta centuria ha sufrido convulsiones terribles. Baste recordar las dos guerras mundiales que han dejado millones de muertos; el comunismo que triunfó y cayó, pero sólo después de haber hundido en la miseria a países enteros; la situación de miseria en que viven millones de personas no sólo por el mal gobierno, sino también por causa de una economía de mercado que olvida la centralidad del hombre y de la familia.
Ha sido el siglo en que la ONU ha publicado la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), y sin embargo muchas naciones en su legislación no respetan el derecho fundamental de todo hombre a la vida.
En este siglo la iglesia ha tenido que afrontar numerosos retos en su acción envangelizadora: seguir clarificando su doctrina en materia social, puntualizar la dimensión ética de los avances técnicos y científicos; encauzar correctamente la interpretación de la Escritura sin las exageraciones del modernismo; iluminar la actividad de los católicos en la política; cuidar la recta interpretación y aplicación de los documentos emanados por el Concilio Vaticano II; afrontar el reto de predicar a Cristo en un mundo secularizado, que relativiza toda verdad religiosa y moral, y hunde al hombre en el vacío existencial; contrarrestar el empuje de las sectas, etc.
I. Sucesos
Problemas sociales
La industrialización de los países capitalistas produjo graves desequilibrios sociales desde el siglo XIX. Aumentó el número de habitantes de las ciudades a donde los campesinos iban en busca de trabajo. Las urbes no pudieron cubrir todas las necesidades que representaba el aumento de la población.
El trabajador no estaba protegido por las leyes. Ganaba un salario insuficiente y carecía de seguridad y prestaciones. La explotación que las industrias hicieron del trabajo de mujeres y niños fue inhumano. Lentamente fue apareciendo la solidaridad entre el proletariado y éste fue obteniendo el reconocimiento de sus derechos individuales y sociales por medio de huelgas y otros mecanismos de defensa.
Estalló la primera guerra mundial (1914-1918)
Causas:
Asesinato del archiduque Francisco Fernando: La chispa que encendió la hoguera fue el asesinato del príncipe heredero del trono austriaco en Sarajevo. Austria culpó a Servia y le declaró la guerra. A Austria se unieron Alemania, Turquía y Bulgaria. Y en el bando opuesto se alinearon Francia, Inglaterra, Rusia, Japón, Italia, Rumania, Portugal y, hacia el final, Estados Unidos.
Rivalidad económica entre los países: Pero ya antes el ambiente se había ido volviendo tenso por diversos conflictos, ligados casi siempre a intereses económicos. Cabe mencionar la crisis marroquina entre Alemania y Francia que terminó con el acuerdo de Algeciras; o la anexión de Bosnia-Erzegovina por parte de Austria-Hungría; o la guerra ítalo-turca por el territorio de Trípoli.
La carrera de armamentos. La tensión antes descrita hizo que los ejércitos estuviesen siempre en alerta e incrementase la producción de armamentos. De una manera especial los diversos países impulsaron sus marinas de guerra.
Por último, los nacionalismos serán la gota que colme el vaso. Especialmente en los Balcanes —checos, croatas, bosnios, eslovenos-, pero también en Francia, que todavía se resiente de la derrota de 1871 y en Alemania, en la que la idea del pangermanismo ha adquirido carácter agresivo.
Consecuencias:
Económicamente la guerra causará un gran desastre en Europa. El déficit, la sangría demográfica, la recesión industrial hacen que Europa ceda definitivamente a Estados Unidos la hegemonía. Además la apretada situación para las potencias occidentales se pretende salvar con una cargas absolutamente arbitrarias para los vencidos.
Políticamente, los nuevos estados surgidos del orden de Versalles son extremadamente débiles; las potencias se disputan los últimos jirones del imperio alemán y turco con las consiguientes rivalidades; comienza a abandonarse el liberalismo político en busca de una más decidida intervención del estado para hacer frente a la crisis política y económica; grupos nacionalistas y derechistas harán surgir más adelante los fascismos que protagonizarán la segunda guerra mundial.
Socialmente se desprestigia el sistema capitalista. Los sindicatos, alentados por la experiencia rusa (1917), se vuelven más agresivos, exigen y consiguen más reivindicaciones. Los estados temen.
Otra consecuencia, es el surgimiento, cada vez con más decisión, de los movimientos feministas que exigen una igualdad de derechos frente al hombre. Especialmente se dan en los países que debieron usar mano de obra femenina para hacer frente a la guerra.
Tratado de Versalles: en enero de 1919 se reúnen en Versalles las potencias en guerra para negociar la paz. Los catorce puntos de Wilson no son respetados; toda Europa quiere el desquite y Alemania está inerme. A Alemania le imponen unas condiciones humillantes: remodelación de las fronteras, reparto de sus colonias, entrega de prisioneros y de su ejército, enormes indemnizaciones de guerra, restricciones en su flota mercante, transportes, ganado y además el reconocimiento de Hungría, Checoslovaquia, Polonia, Yugoslavia. Turquía entregó territorios a Grecia, y Francia e Inglaterra se reparten el Oriente Medio. Estados Unidos no se aviene a firmar este expolio que a la larga generará la segunda guerra mundial. Por último se discute la situación de Rusia, que vive su revolución bolchevique. Occidente busca intervenir contra los comunistas, pero el mundo ya está cansado de guerras. Sólo se conforman con formar un cordón de nacionalidades anticomunistas alrededor de la Unión Soviética: Finlandia, Repúblicas Bálticas, Polonia y Rumania.
Conclusión: la primera guerra mundial fue una guerra típicamente imperialista y europea.
El yunque y el martillo de la revolución rusa
El suceso de mayor trascendencia, destinado a condicionar decisivamente la historia del mundo en el siglo XX, fue la revolución rusa de 1917. Terminados los años de guerra civil con la victoria bolchevique, Rusia irrumpía en el escenario mundial como el primer estado marxista de la historia, oficialmente ateo, doctrinalmente anticristiano y fundado en una concepción materialista del hombre y de la vida.
Contemos un poco el desarrollo.
La situación rusa era muy difícil. Los esclavos estaban abrumados por impuestos imposibles de pagar y había un gran atraso técnico. La precipitada concentración obrera provocada por la rápida industrialización había hecho surgir un proletariado joven, combativo y muy consciente de sus derechos. La dinastía zarista Romanov comienza a tambalearse cuando el movimiento de masas erige sus propias instituciones; eran los soviets o consejos de obreros. Incluso, la misma burguesía se mostraba muy crítica ante la tremenda y costosa burocracia que regía el país, y ante el ejército que había dado pruebas de ineficacia en la guerra contra el Japón. Ante el malestar social el zar cede y permite la creación de un parlamento, pero inicia una violenta represión. Finalmente, cuando introduce a su país en la primera guerra mundial, firma su propia sentencia de muerte.
Por la falta de libertad no había sindicatos. En cambio surgen los partidos políticos. Desde el inicio el partido socialdemócrata, de tendencia marxista, protagonizará la escena política de Rusia. Posteriormente se escindirá en dos partidos: los mencheviques —minoritarios-: apertura al parlamentarismo; y los bolcheviques —mayoritaros-: centralización, disciplina y actividad clandestina. Los primeros esperaban una revolución burguesa, para conseguir, luego de un desarrollo capitalista más profundo, el posterior advenimiento de la revolución definitiva del proletariado. Los bolcheviques, por su parte, sostenían que éste era el momento del proletariado.
El pensamiento de Lenin —líder indiscutido de los bolcheviques y partidario de la revolución armada- era que el capitalismo había entrado en crisis. Este momento crítico debía ser aprovechado a toda costa. Por otra parte, las derrotas en el frente, los campos y las industrias desorganizadas, las rebeliones en el ejército, la corrupción en la corte, los precios y los racionamientos...todo invitaba a la revolución.
En 1916 surgen los primeros movimientos muy desorganizados. Son inicialmente controlados por la burguesía liberal. Logran su propósito con la formación de un gobierno provisional constitucionalista. El hombre fuerte de este gobierno será Kerensky —un liberal burgués, demócrata y parlamentario-.
La dinastía zarista ha caído. Sin embargo, surge un poder paralelo: son los soviets, que dominan la calle —formados por obreros y soldados-. Estos soviets oscilan peligrosamente entre los mencheviques —apoyan al gobierno constitucional-, y los bolcheviques. El 25 de octubre de 1917 viene la insurrección bolchevique, que triunfa fácilmente en san Petersburgo y en Moscú. Se establece la abolición de la gran propiedad, control obrero de las fábricas, leyes laborales y la firma de la paz con Alemania a cualquier precio. La base de poder del nuevo gobierno la constituían los soviets, enteramente controlados por los bolcheviques. Se proclama la República Federal Socialista Soviética. Comienza la guerra civil.
¿Consecuencias? Un caos en la Unión Soviética. Políticamente se endureció: concentración absoluta del poder en los bolqueviques, partido único. Económicamente: colectivizaciones, nacionalizaciones, desempleo, inflación. Posteriormente, sin embargo, Lenin condujo a Rusia a formas algo occidentalizadas de producción. Poco después muere Lenin y comienza el largo pulso entre Stalin y Trotsky. Este último será desterrado de la Unión Soviética en 1929. Fue Stalin quien dio forma a la primera nación comunista.
Movimientos fascistas
El período entre guerra es el de los fascismos o «estados capitalistas de excepción».
Fascismo italiano: Mussolini surge como el gran salvador de la patria, llamado por el rey para formar gobierno en un momento crítico de su reinado[225]. Comienza el estado totalitario, propaganda, nuevas leyes, violencia... Todo es válido para regenerar y engrandecer la patria y acaparar el poder, centrado en el Duce, responsable sólo ante el rey. Anexiona Etiopía. Adoctrina a la juventud. Combate el paro y la excesiva importación. Conjuga la propiedad privada y estatal.
Nazismo alemán: La humillación de Versalles va a crear en Alemania un nacionalismo a ultranza, especialmente agresivo frente a la vecina Francia. En este ambiente de caos surge el Partido Obrero Nacional, con un marcado carácter antisemita, nacionalista y militar. Fue dirigido desde 1920 por Adolf Hitler, inspirado en el superhombre de Nietzsche. Poco a poco se incorporan Himler, Göering, Hess, Göebbels, sus máximos dirigentes. Se declaran revolucionarios y antiparlamentarios. En 1923 intentan un golpe en Munich. Fracasan y Hitler va a la cárcel en donde escribe su libro «Mi lucha»: la necesidad de un espacio vital para Alemania, la teoría de las razas, el peligro comunista. Con la crisis de 1929 comienza su apoteosis; llega a ser canciller. Formó un estado totalitario: partido único, centralización de gobierno, Gestapo, campos de concentración, purgas y las SS. Autarquía y desarrollo de la industria bélica.
«¡Viva Cristo Rey!» ¿Cómo fue la guerra cristera en México?[226]
¿Qué antecedentes tuvo?
México ya había conocido las persecuciones religiosas en el siglo XIX. Benito Juárez (1855-1872) impuso, obligado por la logia norteamericana de Nueva Orleáns, la constitución de 1857, de orientación liberal, y las Leyes de Reforma de 1859, una y otras abiertamente hostiles a la Iglesia.
Por ellas, contra todo derecho natural, se establecía la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la supresión de las órdenes religiosas, la secularización de cementerios, hospitales y centros benéficos. Su gobierno dio también apoyo a la creación de una iglesia mexicana, que no prosperó.
La reforma liberal de Juárez no se caracterizó solamente por su sectarismo antirreligioso, sino también porque junto a la desamortización de los bienes de la iglesia, eliminó los ejidos comunales de los indígenas. Estas medidas no evitaron al estado un grave colapso financiero, pero enriquecieron a la clase privilegiada, aumentando el latifundismo.
El período de Juárez se vio interrumpido por un breve período, en el que Maximiliano de Austria fue nombrado emperador de México con el apoyo de Napoleón III de Francia (1864-1867). Fue fusilado en Querétaro. También en estos años la Iglesia fue sujeta a leyes vejatorias, y los masones le ofrecieron al emperador las presidencia del supremo consejo de las logias, que él declinó, pero aceptó el título de protector de la orden, y nombró representantes suyos a dos individuos que inmediatamente recibieron el grado 33.
A Juárez le sucedió en el poder Sebastián Lerdo de Tejada (1872-1876), que acentuó la persecución religiosa, llegando a expulsar incluso a las Hermanas de la Caridad. Prohibió cualquier manifestación religiosa fuera de los templos. Todo esto provocó la guerra llamada de los religioneros (1873-1876), un alzamiento armado católico.
Vino después Porfirio Díaz, que fue reelegido ocho veces en una farsa de elecciones (1877 y 1910). En ese largo tiempo ejerció una dictadura de orden y progreso, muy favorable para los inversores extranjeros —petróleo, redes ferroviarias-, sobre todo norteamericanos, y para los estratos nacionales más privilegiados. También en su tiempo aumentó el latifundismo, y se mantuvieron injusticias sociales muy graves. Porfirio fue más tolerante con la iglesia, sin embargo, dejó vigentes las leyes persecutorias de la reforma, aunque él no las aplicaba. No obstante mantuvo en su gobierno, especialmente en la educación preparatoria y universitaria, el espíritu laicista antirreligioso.
Más tarde vinieron las persecuciones de Carranza y Obregón (1916-1920; 1920-1924). ¡Fueron durísimas! Incendios de templos, robos y violaciones, atropellos a sacerdotes y religiosas, leyes tiránicas y absurdas. En 1917 se promulgó la constitución de orientación anticristiana[227].
La persecución del general Plutarco Elías Calles (1924-1929) fue terrible: expulsa a los sacerdotes extranjeros, sanciona con multas y prisiones a quienes den enseñanza religiosa o establezcan escuelas primarias o vistan como clérigo o religioso, o se reúnan de nuevo habiendo sido exclaustrados, o induzcan a la vida religiosa o realicen actos de culto fuera de los templos.
Los obispos mexicanos, en una enérgica carta pastoral del 27 de julio de 1926 protestan unánimes, manifestando su decisión de trabajar para que los decretos y los artículos antirreligiosos de la constitución sean reformados. Plutarco no hace caso. A los pocos días, el 31 de julio y previa consulta a la Santa Sede, el episcopado ordena la suspensión del culto público en toda la República. Inmediatamente, una docena de obispos, entre ellos el arzobispo de México, son sacados bruscamente de sus sedes, y sin juicio previo expulsados del país.
Hasta aquí los antecedentes.
¿Cómo reaccionó el pueblo cristiano mexicano, privado de la cucaristía y de los demás sacramentos, y al ver los altares sin manteles y los sagrarios vacíos?[228]
Y es aquí cuando realmente comienza la guerra cristera.
A mediados de agosto de 1926, con ocasión del asesinato del cura de Chalchihuites y de tres seglares católicos con él, se alza en Zacatecas el primer foco de movimiento armado. Y en seguida en Jalisco, en Huejuquilla, donde el 29 de agosto el pueblo alzado da el grito de la fidelidad: ¡Viva Cristo Rey!... Entre agosto y diciembre de 1926 se produjeron 64 levantamientos armados, espontáneos, aislados, la mayor parte en Jalisco, Guanajuato, Guerrero, Michoacán y Zacatecas.
Estos cristianos valientes, a quienes el gobierno por burla llamaba cristeros, no tenían armas a los comienzos, como no fuese machetes o en el mejor caso una escopeta. Pronto fueron consiguiendo armas de los soldados federales, en las guerrillas y ataques por sorpresa. El aprovisionamiento de armas y municiones fue siempre el problema de los cristeros; en realidad, «no tenían otra fuente de municiones que el ejército, al cual se las tomaban o se las compraban» —dice Jean Meyer.
Al frente del movimiento, para darle unidad de plan y de acción, se puso la Liga Nacional defensora de la libertad religiosa, fundada en marzo de 1925, con el fin que su nombre expresa y que se había extendido en poco tiempo por toda la república.
¡Pueblo valiente, pueblo con enorme fe! Este pueblo cristiano mexicano no vio que el gobierno tenía muchísimos soldados y armamento y dinero para hacerle guerra. Lo único que vio fue defender a su Dios, a su religión, a su madre que es la Santa Iglesia; eso es lo que vio este pueblo. A estos hombres no les importó dejar sus casas, sus padres, sus hijos, sus esposas y lo que tenían; se fueron a los campos de batalla a buscar a Dios nuestro Señor.
He aquí el testimonio de un cristero, Francisco Campos, de Santiago de Bayacora, en Durango: «Los arroyos, las montañas, los montes, las colinas, son testigos de que aquellos hombres le hablaron a Dios nuestro Señor con el Santo Nombre de VIVA CRISTO REY, VIVA LA SANTÍSIMA VIRGEN DE GUADALUPE, VIVA MÉXICO. Los mismos lugares son testigos de que aquellos hombres regaron el suelo con su sangre y, no contentos con eso, dieron sus mismas vidas por que Dios nuestro Señor volviera otra vez. Y viendo Dios nuestro Señor que aquellos hombres de veras lo buscaban, se dignó venir otra vez a sus templos, a sus altares, a los hogares de los católicos, como lo estamos viendo ahorita, y encargó a los jóvenes de ahora que si en lo futuro se llega a ofrecer otra vez que no olviden el ejemplo que nos dejaron nuestros antepasados» (Jean Meyer, I, 93).
¿Cuál fue la actitud de la jerarquía eclesiástica ante este movimiento cristero?
El papa Pío XI publica su encíclica Iniquis afflictisque , en la que denuncia los atropellos sufridos por la iglesia en México y alaba el heroísmo de los católicos mexicanos.
Los dirigentes de la Liga Nacional, antes de asumir a fondo la dirección del movimiento cristero, quisieron asegurarse del apoyo del episcopado, y para ello dirigieron a los obispos un memorial en el que solicitaban que no condenaran el movimiento, que sostuvieran la unidad de acción por la conformidad de un mismo plan y un mismo caudillo, que formaran la conciencia colectiva, en el sentido de que se trata de una acción lícita, laudable, meritoria, de legítima defensa armada, que habilitaran canónicamente vicarios castrenses y que contribuyeran en esta acción suministrando fondos de los ricos católicos para destinarlos a esta lucha. Los obispos aprobaron todo menos las dos últimas propuestas.
El gobierno protestó contra los obispos. Y éstos dijeron que hay circunstancias en la vida de los pueblos en que es lícito a los ciudadanos defender por las armas los derechos legítimos que en vano han procurado poner a salvo por medios pacíficos. La defensa armada era el único camino que les quedaba a los católicos mexicanos para no tener que sujetarse a la tiranía antirreligiosa.
Por tanto, la misma comisión de obispos mexicanos apoya este movimiento, considerándolo como un derecho y un deber natural e inalienable de legítima defensa.
Con el pasar de los meses, comenzaron las reservas de la iglesia sobre el movimiento cristero, incluso de Roma. Recordemos que la doctrina tradicional de la iglesia reconoce la licitud de la rebelión armada contra las autoridades civiles con ciertas condiciones: (1) causa gravísima; (2) agotamiento de todos los medios pacíficos; (3) que la violencia empleada no produzca mayores males que los que pretende remediar; (4) que haya probabilidad de éxito.
En esta persecución de Plutarco Elías Calles se daban claramente las dos primeras condiciones. Pero algunos obispos tenían dudas sobre si se daba la tercera, pues pasaba largo tiempo en el que el pueblo se veía sin sacramentos ni sacerdotes, y la guerra producía más y más muertes y violencias. Y aún eran más numerosos los que creían muy improbable la victoria de los cristeros. No faltaron incluso algunos pocos obispos que llegaron a amenazar con la excomunión a quienes se fueran con los cristeros o los ayudaran[229].
El papa, finalmente, mandó a los obispos no sólo abstenerse de apoyar la acción armada, sino también debían permanecer fuera de todo partido. Esta disposición fue dada el 18 de enero de 1928.
El valor de las mujeres también fue heroico. Repartían propaganda, llevaban avisos, acogían prófugos, cuidaban heridos, ayudaban clandestinamente al aprovisionamiento de alimentos y armas.
Tratemos de resumir el curso de la guerra cristera siguiendo a Jean Meyer:
- Incubación, de julio a diciembre de 1926.
- Explosión del alzamiento armado, desde enero de 1927.
- Consolidación de las posiciones, de julio 1927 a julio de 1928; es decir, desde que el general Gorostieta asume la guía de los cristeros hasta la muerte de Obregón.
- Prolongación del conflicto, de agosto 1928 a febrero de 1929, tiempo en que el gobierno comienza a entender que no podrá vencer militarmente a los cristeros.
- Apogeo del movimiento cristero, de marzo a junio de 1929.
- Licenciamiento de los cristeros, en junio de 1929, cuando se producen los mal llamados arreglos entre la iglesia y el estado.
Hagamos un balance de la guerra cristera.
A mediados de 1928 los cristeros, unos 25.000 hombres en armas, «no podían ya ser vencidos, dice Meyer, lo cual constituía una gran victoria; pero el gobierno, sostenido por la fuerza norteamericana, no parecía a punto de caer»[230]. En realidad, la posición de los cristeros era a mediados de 1929 mejor que la de los federales, pues, combatiendo por una causa absoluta, tenían mejor moral y disciplina, y operando en pequeños grupos que golpeaban y huían, sufrían muchas menos bajas que los soldados de Calles. Después de tres años de guerra, se calcula que en ella murieron 25.000 ó 30.000 cristeros y uno 60.000 soldados federales.
A mediados de 1929 se veía ya claramente que, al menos a corto plazo, ni unos ni otros podían vencer. Sin embargo, en este empate había una gran diferencia: en tanto que los cristeros estaban dispuestos a seguir luchando el tiempo que fuera necesario hasta obtener la derogación de las leyes que perseguían a la iglesia, el gobierno, por el contrario, viéndose en bancarrota tanto en economía como en prestigio ante las naciones, tenía extremada urgencia de terminar el conflicto cuanto antes. Eran, pues, éstas unas favorables condiciones para negociar el reconocimiento de los derechos de la iglesia.
¿Qué pasó con los «mal llamados Arreglos»?
La historia de los Arreglos alcanzados en junio de 1929 es triste. Llegaron desde los Estados Unidos, acompañados por el embajador norteamericano Dwight Whitney Morrow que era masón, Monseñor Ruiz y Flores, delegado apostólico, y Monseñor Pascual Díaz y Barreto. Y los mantuvieron incomunicados. Por eso, puede afirmarse que estos dos obispos, al negociar con con Portes Gil, no siguieron las indicaciones de Pío XI, ya que no tuvieron en cuenta el juicio de los demás obispos mexicanos ni el de los cristeros. Tampoco consiguieron, ni de lejos, la derogación de las leyes persecutorias de la iglesia; y menos aún obtuvieron garantías escritas que protegieran la suerte de los cristeros, una vez depuestas las armas.
Solamente consiguieron del presidente unas palabras de conciliación y buena voluntad, y unas declaraciones escritas en las que, sin derogar ley alguna, se afirmaba el propósito de aplicarlas sin tendencia sectaria y sin perjuicio alguno.
Así las cosas, los dos obispos, convencidos por el embajador norteamericano Morrow de que no era posible conseguir del presidente más que tales declaraciones, y aconsejados por Cruchaga y el padre Walsh, que las creían suficientes, aceptaron este documento redactado personalmente en inglés por el mismo Morrow: «El Obispo Díaz y yo hemos tenido varias conferencias con el Presidente de la República...Me satisface manifestar que todas las conversaciones se han significado por un espíritu de mutua buena voluntad y respeto. Como consecuencia de dichas Declaraciones hechas por el Presidente, el clero mexicano reanudará los servicios religiosos de acuerdo con las leyes vigentes. Yo abrigo la esperanza de que la reanudación de los servicios religiosos pueda conducir al Pueblo mexicano, animado por el espíritu de buena voluntad, a cooperar en todos los esfuerzos morales que se hagan para beneficio de todos los de la tierra de nuestros mayores. México, D.F. junio 21 de 1929.- Leopoldo Ruiz, Arzobispo de Morelia y Delegado Apostólico».
¿Qué frutos podemos enumerar de la Cristiada?
Quiero citar aquí el prólogo de E. Mendoza, en su Testimonio: «Los cristeros demostraron al gobierno con sus sacrificios, sus esfuerzos y sus vidas, que en México no se puede atacar impunemente a la religión católica ni a la Iglesia...Y todo esto se demostró en forma tan convincente a los tiranos, que los obligó no sólo a desistir de la persecución religiosa, sino los ha obligado también a respetar la religión y la práctica y el desarrollo de la misma, a pesar de todas las disposiciones de la Constitución de 1917, que se oponen a ello, y que no se cumplen, porque no se pueden cumplir, porque el pueblo las rechaza. Los frutos de la Cristiada se han recogido y se siguen recogiendo sesenta años después de su lucha y seguramente culminarán a su tiempo en la realización plena por la que lucharon quienes dieron ese testimonio».
Los frutos más espléndidos de la Cristiada son, sin duda, el ejemplo heroico de obediencia y de fe de esos cristeros, que por Cristo Rey y por la Virgen de Guadalupe hicieron todo lo indecible para proteger y defender la fe del pueblo mexicano, obedeciendo al papa y a los obispos. Esa sangre derramada por los cristeros no ha sido inútil; al contrario, ha fortalecido la fe mexicana.
El gobierno no fue fiel a esos arreglos, pues comenzó a través de siniestros agentes «el asesinato sistemático y premeditado» de los cristeros que habían depuesto sus armas, «con el fin de impedir cualquier reanudación del movimiento...La caza del hombre fue eficaz y seria, ya que se puede aventurar, apoyándose en pruebas, la cifra de 1.500 víctimas, de las cuales 500 jefes, desde el grado de teniente al de general» (Meyer I, 344-346). Esto supuso una larga y durísima prueba para la fe de los cristeros, que sin embargo se mantuvieron fieles a la Iglesia con la ayuda sobre todo de los mismos sacerdotes que durante la guerra les habían asistido.
Los dos obispos de los arreglos fueron burlados y engañados, y sufrieron mucho en los años posteriores, y por parte de algunos sectores, padecieron un verdadero linchamiento moral.
El fruto más suculento de la Cristiada fueron, pues, los mártires. La fe les daba la fuerza para ser valientes[231].
¿Qué mártires sobresalieron en la Cristiada?
Uno de ellos se llamaba Anacleto González Flores, que organizó la Unión Popular en Jalisco, impulsó la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, y se distinguió como profesor, orador y escritor católico.
El Maestro Cleto, como solían decirle con respeto y afecto, era un cristiano muy piadoso[232]. El 1 de abril de 1927 fue apresado con tres muchachos colaboradores suyos, los hermanos Vargas, Ramón, Jorge y Florentino. «Si me buscan, dijo, aquí estoy; pero dejen en paz a los demás».
Fue inútil su petición, y los cuatro, con Luis Padilla Gómez, presidente local de la A.C.J.M, fueron internados en un cuartel de Guadalajara. Allá interrogaron sobre todo al Maestro Cleto, pidiéndole nombres y datos de la liga y de los cristeros, así como el lugar donde se escondía el valiente arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez. Como nada obtenían de él, lo desnudaron, lo suspendieron de los dedos pulgares, lo flagelaron y le sangraron los pies y el cuerpo con hojas de afeitar. Él les dijo: «Una sola cosa diré y es que he trabajado con todo desinterés por defender la causa de Jesucristo y de su Iglesia. Ustedes me matarán, pero sepan que conmigo no morirá la causa. Muchos están detrás de mí dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con la seguridad de que veré pronto, desde el Cielo, el triunfo de la Religión y de mi Patria».
Atormentaron entonces frente a él a los hermanos Vargas, y el protestó: «¡No se ensañen con niños; si quieren sangre de hombre aquí estoy yo!». Y a Luis Padilla, que pedía confesión, le dijo: «No, hermano, ya no es tiempo de confesarse, sino de pedir perdón y perdonar. Es un Padre, no un juez, el que nos espera. Tu misma sangre te purificará». Le atravesaron entonces el costado de un bayonetazo, y como sangraba mucho, el general que mandaba dispuso la ejecución, pero los soldados elegidos se negaban a disparar, y hubo que formar otro pelotón. Antes de recibir catorce balas, aún alcanzó don Anacleto a decir: «¡Yo muero, pero Dios no muere! ¡Viva Cristo Rey!». Y en seguida fusilaron a Padilla y los hermanos Vargas.
Varios sacerdotes murieron también martirizados[233]. El 22 de noviembre de 1992, Juan Pablo II beatificó a veintidós de estos sacerdotes diocesanos, destacando que «su entrega al Señor y a la Iglesia era tan firme que, aun teniendo la posibilidad de ausentarse de sus comunidades durante el conflicto armado, decidieron, a ejemplo del Buen Pastor, permanecer entre los suyos para no privarles de la Eucaristía, de la Palabra de Dios y del cuidado pastoral. Lejos de todos ellos encender o vivar sentimientos que enfrentaron a hermanos contra hermanos. Al contrario, en la medida de sus posibilidades procuraron ser agentes de perdón y reconciliación».
Pongo fin a la guerra cristera con otro pensamiento.
Los cristeros tenían de esta guerra y de la persecución que la causó, una idea mucho más teológica que política. Conocían bien, en primer lugar, el deber moral de obedecer a las autoridades civiles, pues «toda autoridad procede de Dios», pero también sabían que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», cuando éstos hacen la guerra a Dios.
Veían claramente en la persecución del gobierno una acción poderosa del Maligno. En este sentido, los cristeros estaban indeciblemente más cerca del Apocalipsis del apóstol Juan que de la teología de la liberación moderna. La espiritualidad de los cristeros es bíblica, mientras que la de algunos de los teólogos de la liberación es de inspiración marxista. El pueblo mexicano estaba bien instruido en la fe y en la doctrina católica. No eran gente inculta. Tenían bien asimilados el catecismo y la Biblia. Cristo era el centro de la fe de los cristeros. Y María, el camino más rápido para llegar a Cristo, y el consuelo en los momentos de dolor. Y los sacramentos, la fuerza para luchar por Cristo y por la Iglesia. Y la iglesia católica, su madre, por la que luchaban hasta el martirio. Y el cielo, el deseo más profundo y ardiente de sus corazones.
Esta espiritualidad bíblica hacía que el martirio lo asumiesen incluso con humor. Espiguemos algunas frases de mártires: «¡Qué facil está el cielo ahorita, mamá!», decía el joven Honorio Lamas que fue ejecutado con su padre. «Hay que ganar el cielo ahora que está barato», decía otro. Norberto López, que rechazó el perdón que le ofrecían si se alistaba con los federales, antes de ser fusilado, dijo: «Desde que tomé las armas hice el propósito de dar la vida por Cristo. No voy a perder el ayuno al cuarto para las doce».
Así fue probada la fe de este pueblo mexicano. Pero nunca decayó. Al contrario, se hizo más fuerte. Por eso, el papa desde que pisó tierra mexicana en enero de 1979 exclamó con gozo: «¡México, siempre fiel!».
Guerra Civil Española (1936-1939)
En Burgos, el 6 de octubre de 1937, el general Francisco Franco escribió lo siguiente: «Se ha realizado una propaganda formidable para desfigurar ante la opinión universal el verdadero carácter del levantamiento nacional de España. No ha sido un pronunciamiento militar al estilo antiguo, ni un movimiento interesado de clase; la España auténtica se ha puesto en pie para salvar su personalidad como Nación…En esta historia de la revolución nacional española podrán enterarse los hombres de buena fe de que, como tantas veces en la historia, cumple mi Patria un glorioso destino de misionera, derramando su sangre para salvar la civilización cristiana occidental».
No sé si Franco es o no el más apropiado para decir esto, dado que él estuvo involucrado en este guerra. No obstante, dejo la cita así.
Un poco de historia de España
A lo largo de su historia, España demostró su catolicidad pura, casi sin mácula de heterodoxia. En el suelo español no arraigaba ninguna herejía. Aun conviviendo durante varios siglos las otras dos grandes religiones monoteístas (judaísmo e islamismo) en suelo ibérico, la fe cristiana en su conjunto no se contaminó ni se vio infectada mayormente por las herejías.
Este batallar de siglos, caso único en la historia, templó el espíritu español labrado con hierro de miles de combates por la fe. La reconquista fortaleció aún más el vigor de la fe. Y de ahí pasó vigorosa y misionera a América. España y cruz, dos símbolos que atraviesan unidos la edad media, inseparables en su misión: el uno representa la Monarquía, debeladora del infiel, el otro la Catolicidad, impulso espiritual de los luchadores.
A fines del siglo XV los reyes Isabel y Fernando recibieron en premio, por su celo a la Iglesia, el título antonomásico de católicos, y católicos serán todos sus sucesores.
España luchó contra el protestantismo del siglo XVI, plasmando su eficacia en el concilio de Trento, gracias a esos jesuitas españoles que allí aportaron todo el legado de la fe que se vivía en la Península. Esa fue la España entonces, empapada en su cultura de catolicismo, su arte de esencias cristianas, su teología combativa, sereno espíritu de catolicidad. Imperio con Carlos V y Felipe II, ápice del predominio monárquico y cultural español. Es imposible pensar en el Siglo de Oro de las letras y de la cultura de España sin el cristianismo. Y ese siglo coincide, precisamente, con los reinados de Carlos y de Felipe, defensores celosos de la ortodoxia católica.
La Contrarreforma nacida del Concilio de Trento encuentra en España y en Portugal paladines esforzados. Son la España y el imperio de Felipe II, más aún tras la anexión de Portugal y sus colonias, los que levantan un gigantesco muro para que el protestantismo no penetre en sus entrañas. Así se detuvo esta herejía. La Inquisición, no obstante algunos errores deplorable, arrojó un balance positivo, pues colaboró a mantener la pureza de la fe, tanto en la Península como en el resto del imperio. Esta unidad en la fe católica es más evidente aún si se coteja el mosaico desunido de creencias que Inglaterra llevó a las tierras del nuevo mundo.
Al mismo tiempo sus conquistadores llevaban con fe ardiente una civilización cristiana al otro lado del Atlántico, plantando la cruz en llanos, picachos y altiplanicies. Siempre, claro está, con sus luces y sombras, como es propio de toda empresa humana. Las mismas Leyes de Indias fueron promulgadas para proteger y cristianizar a los indios de América.
Los siglos XVI y XVII parecen empalmados. La misma espiritualidad, las mismas aspiraciones nacionales. Sentido de la misión y de la responsabilidad de España.
En el siglo XVIII una corriente extranjera, el enciclopedismo y la masonería francesa, intenta adulterar el espíritu hispano y corroe algunos estratos. Fue un siglo duro: siglo de la revolución francesa. En este siglo las tropas españolas reconquistaron Nápoles y Orán, sosteniendo el honor de España por tierras y mares. Pertenece a este siglo el rey Fernando VII.
El enciclopedismo y la masonería comienzan a contaminar a las clases directoras, pero la médula del pueblo español conserva intactas sus creencias, permanece fiel a la tradición. Bien lo demostró en un glorioso levantamiento nacional durante época tan desdichada como la de Carlos IV cuando hubo españoles que, traidoramente, entregaban su patria al extranjero.
El siglo XIX también fue un siglo difícil para la católica y cristiana España. Las tropas napoleónicas sembraron la tierra española de liberalismo, irreligiosidad y crueldad. Este siglo hirió profundamente a España. La revolución de 1854, conspiraciones progresistas, y la bien lograda revolución de 1868, triunfo de demócratas y masones. Se quiere un monarquismo pero disociado del catolicismo. Vano y breve ensayo con Amadeo de Saboya, de una dinastía entonces contraria a la Iglesia. Prueban después una República que acaba en Monarquía. El carlismo da fuertes aldabonazos, pero otra vez se pacta con los principios revolucionarios, para lograr la consolidación de un trono restaurado. También en este siglo, en 1898, España perdió Cuba y Filipinas. Esta pérdida humillante era un presagio de graves desórdenes que estaban por venir.
Moderados y católicos frente a frente con los progresistas y liberales.
Así llegamos a las postrimerías del siglo XIX en que los socialistas y anarquistas han hecho su aparición en el horizonte. Lucha heroica y quijotesca contra el coloso norteamericano, pérdida de las colonias, triste liquidación de un siglo para España lleno de desdichas y de amargos recuerdos. Como herencia nos dejaba el liberalismo engañador, que a tantos fascinó con sus bellas apariencias de paz y de tolerancia, tan bien aprovechadas por los eternos enemigos de la patria.
Ya estaban sembradas las semillas del anarquismo, socialismo y sindicalismo que minaron durante años la estructura secular católica y clamaban por el logro de reinvidicaciones para acabar con las escalas sociales existentes. Unidos a ellos figurarán en España los partidos republicanos deseosos de aprovechar su fuerza para derribar la monarquía. En varias ocasiones los partidos monárquicos de izquierda, los llamados liberales, de diversas tendencias, buscaron la coalición con los extremistas, so protexto de atajar la preponderancia reaccionaria; pero en realidad para atemorizar al trono y conseguir la caída de los conservadores. ¿Por qué contra el trono? Porque era el baluarte del catolicismo.
Así las cosas, cada día se agudizaban más y más las enemistades entre la parte católica que ansiaba la monarquía, defensora de la cristiandad, y la parte liberal, anticristiana y socialista, que quería para España una República atea y comunista, siguiendo el modelo de la revolución soviética de octubre de 1917. Este modelo comunista fascinó especialmente a las masas obreras y campesinas, porque les prometían porvenir, bienestar, abundancia de bienes. El partido comunista, aunque minoritario, era cada vez más poderoso por estar apoyado por la III Internacional marxista-leninista.
En 1920, mientras en España reinaba el caos, el general Miguel Primo de Rivera dio un golpe de Estado para restablecer el orden. Dejó el poder unos años después, sin derramamiento de sangre, y permitió elecciones libres. En 1931, las elecciones estuvieron tan mal para los candidatos monárquicos que Alfonso XIII se fue al exsilio y no regresó más. Se inauguró la segunda República, de impronta autoritaria y antirreligiosa. Baste recordar la quema de iglesias y conventos, la expulsión de los jesuitas, el control de las fiestas religiosas, la prohibición de la educación religiosa.
El partido socialista de la segunda República acentuó su marxismo revolucionario, e hizo su trágico ensayo de revolución soviética en Asturias, en el otoño, 5 de octubre de 1934. Al mismo tiempo, Luis Companys proclamaba la República independiente en Cataluña. Esta revolución, socialista y anarquista en un caso, separatista en el otro, fracasó porque sus dirigentes no encontraron el apoyo que esperaban, de modo que el movimiento quedó pronto localizado y fue rápidamente extinguido. Entonces se distinguió el general Franco, comandante a la sazón de Baleares, pero a quien el ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, pidió que trazara y ejecutara los planes del Estado Mayor para el aplastamiento de la rebelión. En octubre de 1934, Franco se convirtió, de este modo, en el salvador de la República y en la esperanza, para la derecha, de restaurar el orden. Cuando Gil Robles se hizo cargo del Ministerio de la Guerra, le encomendó la jefatura del Estado Mayor.
Pero la izquierda revolucionaria seguía con sus planes: gobernar. Pero se sabía que si esta izquierda revolucionaria llegaba al poder no se limitaría a gobernar, sino que trataría de implantar un nuevo orden revolucionario, destruyendo a sus enemigos. Durante el período de propaganda electoral anterior a la consulta del 16 de febrero, Largo Caballero, «el Lenin español», dijo claramente que la República no era sino una etapa hacia el nuevo régimen y que si el Frente Popular perdiese las elecciones, «tendremos que ir forzosamente a la guerra civil declarada». Largo Caballero quiso hacer en España lo que se hizo en Rusia: instaurar el socialismo marxista, logrando una sociedad sin clases. Por tanto, una clase debía desaparecer.
El Frente Popular planteó estas elecciones como una reivindicación del «glorioso movimiento» de octubre. Los altos jefes militares españoles no comprendían que aquello que es en sí ilegítimo —la subversión, la persecución religiosa, el robo y el asesinato- pudiera volverse legítimo por el hecho de haber pasado por las urnas.
A partir de febrero de 1936, republicanos de izquierda, socialistas, comunistas, sindicalistas, etc., formarán este poderoso y temible bloque único: el Frente Popular. El anarquismo, ideal utópico de muchos hambrientos y desesperados, quería por su parte un «Comunismo libertario». La República, como una «niña bonita» había llegado a España de manos de los hombres de la «Institución libre de enseñanza», liberales y anticlericales, intelectuales y estetas, que con muy poco realismo creyeron que España podía llegar a ser una «República de trabajadores», racional y feliz. Los institucionistas fueron pronto arrastrados por la vorágine revolucionaria del marxismo y del anarquismo que ellos mismos habían contribuido a desencadenar.
Del lado contrario se verificó también un partido que defendía los valores católicos y los ideales tradicionales y que reaccionó contra el marxismo socialista, y que más tarde se llamará Frente Nacional.
Y, ¿qué pasó?
¡Una guerra civil entre hermanos!
¿Por qué se llegó al extremo de tener que dirimir las diferencias mediante el peor de todos los remedios, la guerra? ¿Fue el acto final del drama de «las dos Españas» que venía viviéndose desde, quizá, el reinado de Carlos III? ¿Fue el enfrentamiento de dos civilizaciones, de las «dos ciudades», una «cruzada» religiosa contra los «sin Dios», según se expresaban algunos obispos españoles de entonces? ¿Fue aquello la conclusión de una sostenida lucha de clases, como quiere la interpretación economicista marxista? ¿Fue una reacción patriótica contra el advenimiento de un régimen marxista-leninista que parecía inminente? ¿Fue la insigne ineptitud de gobernantes y gobernados, obsesionados con sus ideologías y sus protagonismos más que con el bien común?
El historiador imparcial no puede simplificar y tiene que decir que no fue una sola de esas causas, sino la conjunción de todas ellas, unidas a la vehemencia temperamental del carácter español.
España se había dividido efectivamente en dos mitades a finales del siglo XVIII, cuando llegaron a nuestros lares las ideas de la Ilustración francesa. Fue Larra el que las llamó «las dos Españas».
De un lado los «tradicionalistas», que pensaban que el siglo de oro español constituía la esencia misma del genio hispánico. En él se habrían fundido para siempre lo español y la fe católica. Nada podía ser español si no era católico. La causa de todos nuestros males habría sido la aceptación de las ideas liberales y anticristianas provenientes de ultrapuertos. Desde entonces, creían, a España se le va el alma en querer ser lo que no puede ser.
Del otro lado, los «liberales», la España liberal, europeizante y anticlerical, que ve la causa de todos nuestros males en el dogmatismo cerrado y arcaico, en el aislamiento orgulloso en el que se encasilló la nación desde el siglo XVII, cuando tomó una posición hostil a Europa, al ver que se perdía irremisiblemente para la fe católica. El remedio de España, ¿cuál debería ser? ¿Integrar cuanto de «progresista» corre más allá de nuestras fronteras, aunque no sea castizo o católico?
No hubiera sido demasiado perjudicial esa dicotomía si se hubiesen profesado unas y otras ideas con moderación, respeto y tolerancia. Lo malo fue, en frase de Menéndez Pidal, que «las dos Españas, guerreando por los principios más altos, abandonaron los fines inmediatos, los esenciales de la convivencia». Se enfrentaron ya en las feroces guerras carlistas, y cada una de las dos Españas quiso acabar con la otra en esta guerra civil.
La guerra civil española se desencadenó principalmente contra la Iglesia, contra todas sus instituciones, contra todas sus personas, clérigos, religiosas o laicos, contra edificios, imágenes o vestigios de cualquier tipo.
Es hoy universalmente reconocido por tirios y troyanos, que uno de los mayores errores que cometieron los republicanos y las izquierdas españolas, fue la sectaria e implacable persecución a la Iglesia. La República hubiera podido transformar y modernizar nuestra sociedad española, que lo necesitaba; pero la intransigencia y el sectarismo de los mismos republicanos lo frustraron. Su laicismo fue enconado y beligerante.
Esta actitud sostenida durante los cinco años de la República y exacerbada en los últimos meses inmediatamente anteriores a la sublevación militar, hirió en lo más vivo los sentimientos de una gran parte del pueblo, tradicionalmente católico y que en la fe, en la doctrina y en la praxis católica encontraba las raíces y el sentido de su vivir, de su actuar y de su esperar. Se puede afirmar que ningún otro factor contribuyó tanto al enfrentamiento. El grito del periódico anarcosindicalista «Solidaridad Obrera», el 16 de abril de 1936, «La Iglesia ha de ser aniquilada», es suficientemente elocuente.
Es así perfectamente explicable que el entusiasmo religioso impulsase y acompañase al levantamiento militar y al pueblo que fue detrás de él, procedente de las zonas rurales, más religiosas y conservadoras. El calificativo de «cruzada» que los mismos obispos dieron a la guerra —entre ellos Enrique Plá y Deniel- estaba perfectamente justificado, dígase ahora lo que se quiera. Los asesinatos de obispos, clérigos, religiosas y religiosos hasta la cifra aproximada de 7.000, acompañados de tormentos refinados, son un eterno baldón [234].
Los militares consideraron el alzamiento como un caso de «legítima defensa», para impedir el establecimiento de un régimen marxista que hubiera destruido la religión y roto la unidad de la Patria.
Tales hechos no tienen disculpa. Sin embargo, hay que conceder que la Iglesia española del siglo XIX y la del primer tercio del XX, que había recibido de sus mayores un incomparable patrimonio cultural y humano, en algunos momentos no supo adaptarlo, acrecentarlo y alimentar con él a una gran parte del pueblo que evolucionaba impulsado por nuevas ideas. Muchos permanecieron aferrados a ideas y actitudes caducadas y arcaicas. Algunos tampoco se percataron de que en el proceso de desarrollo industrial hubieran debido ponerse al lado de los más débiles y de los tratados con injusticia.
¿Se puede dudar de que muchas de las reivindicaciones de los proletarios eran evidentemente justas y de que la fe, a su vez, tiene que traducirse en justicia para con el pobre y el oprimido? Hubo movimientos obreros sindicalistas cristianos y hombres beneméritos en el trabajo social, pero fueron pocos. La Iglesia española no advirtió la gravedad del problema social y las exigencias cristianas que comportaba. Hubiera debido anticiparse a los marxistas en la defensa de los derechos de los proletarios y haber arrostrado todas las consecuencias.
Supuesto que esto no se hizo, y que la persecución contra la Iglesia y contra la concepción cristiana de la vida fue feroz hasta el salvajismo, no extrañará que, rotas las hostilidades, los obispos se pusieran de parte de los sublevados y legitimaran colectivamente el Alzamiento militar. Lo creyeron una obligación de conciencia. Lo hicieron expresamente mediante una carta, el 1 de julio de 1937. España —dijeron- había entrado en una anarquía, el sistema democrático se había adulterado por las arbitrariedades del Estado, amenazaba de forma inminente una revolución comunista, ya no se buscaba el bien común, la justicia y el orden social, los valores y derechos religiosos eran vilmente conculcados, se habían agotado todos los medios legales.
Antes de estallar la guerra, algunos obispos moderados habían buscado la manera de mediar entre los dos frentes contrapuestos. Pero, al ver la furia anticlerical, el episcopado entero apoyó a los nacionales, incluso el cardenal Vidal que fue uno de los obispos que se había rehusado a firmar la carta de los obispos. Vidal pensaba que sería más prudente abstenerse de esta toma de posición pública para evitar represalias.
La Iglesia no podía quedar neutral. El mismo Papa Pío XI, con su máxima autoridad, dedicaba, en su encíclica «Divini Redemptoris» (19 de marzo de 1937), un largo párrafo a condenar la barbarie marxista española, que «no se ha limitado a derribar alguna que otra iglesia, algún que otro convento, sino que cuando le ha sido posible, ha destruido todas las iglesias, todos los conventos e incluso todo vestigio de la religión cristiana, sin reparar en el valor artístico y científico de los monumentos religiosos. El furor comunista no se ha limitado a matar obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas…y esta destrucción tan espantosa es realizada con un odio, una barbarie y una ferocidad que jamás se hubieran creído posibles en nuestro siglo».
Cuando se habla de las atrocidades cometidas en la zona roja, inmediatamente se arguye que también se cometieron en la zona nacional. Hay que confesar que es verdad. El odio acumulado y reprimido durante siglo y medio rompió todos los diques, y también los que se profesaban católicos, o al menos luchaban en lo que se llamaba «cruzada», cometieron múltiples asesinatos, por motivos políticos o por venganzas personales y violaron los derechos más elementales de la persona.
Se habían desatado las furias del mal y de la venganza y, sobre todo, en los primeros meses, en los dos bandos hubo quienes enloquecieron por el odio. De creer a los historiadores más imparciales, el número de víctimas de la zona nacional fue muy inferior al de la zona republicana. En las dos zonas se hicieron esfuerzos por suprimir tales abusos, aunque se llegó demasiado tarde. Cuando la guerra hubo terminado, la represión, por parte de los vencedores, fue también excesiva y, en algunos casos, cruel. Ni siquiera al decir que los obispos apoyaron a los nacionalistas, no significó que aprobaran la crueldad y las acciones sin proceso legal, que también se dio por parte de los nacionales.
Después de tantos años, cabe preguntarnos: ¿aquella contienda en la que tantos hermanos murieron a manos de hermanos, tanta sangre vertida, fue fecunda? ¿Quiénes tuvieron mayor culpa en la destrucción de la República, si los extremistas que la combatieron o los moderados que no supieron defenderla?
El 18 de julio, Gil Robles, que había escapado por muy poco a la orden de asesinato, estaba con los militares sublevados y había reunido medio millón de pesetas para apoyarles. Franco no fue, indudablemente, el autor del Alzamiento, que luego llegaría a acaudillar, pero nunca pensó en permanecer en el otro bando si la sublevación finalmente se producía. En aquellas horas había pocas posibilidades de elección espontánea: se estaba clasificado de antemano entre los amigos o los enemigos.
Otra desinformación que debe ser corregida es la de que el gobierno de la República se viese sorprendido. Miguel Maura publicó en «El Sol», el 18 de junio, un artículo diciendo que la República sólo podía ser salvada por medio de una dictadura. Azaña y Casares Quiroga prepararon muy bien los nombramientos militares, de tal manera que, salvo uno, todos los generales divisionarios, que equivalían a los actuales capitanes generales, permanecieron fieles a la República.
Era tanto el temor que se tenía a la intervención militar que el gobierno se abstuvo de decretar el estado de guerra para no dar a las autoridades militares una superioridad sobre las civiles. En cambio, armó a las milicias políticas y consumó su propia destrucción.
Por encima de todo estuvieron los valores religiosos. En la zona nacional, las brigadas navarras rezaban el rosario cada noche. En la republicana ni siquiera los que favorecieran a la República, como el cardenal Vidal y Barraquer, se libraron de amenazas y, en el mejor de los casos, del exilio. De ahí que ningún otro colectivo —como ahora se dice- haya sufrido tantas pérdidas como el clero. En el bando contrario, la masonería sería también víctima de represalias exageradas.
El ideal patriótico de aquella guerra, por un lado y por otro, era «una nueva España» que cada bando entendía de manera completamente distinta. En cada uno de ellos se derrochó magnanimidad y heroísmo, a veces casi sobrehumano, como los casos del Alcázar de Toledo y de Santa María de la Cabeza, por amor a la España soñada. El sueño no se realizó porque los sueños, sueños son.
Cada pueblo debe repensar continuamente su pasado para aprender de él, para conocerse a sí mismo y no repetir errores. Si un pueblo pierde la memoria, se pierde a sí mismo, retornará a la infancia, estará siempre comenzando sin alcanzar nunca la madurez. La memoria y el repaso de lo que significó nuestra guerra civil, puede ser para nosotros sumamente aleccionador, porque la historia sigue siendo la vida de la memoria y la maestra de la vida: «vita memoriae, magistra vitae est», como bien dijo Cicerón[235].
En ese trágico libro tenemos que aprender, de una vez para siempre, que la violencia es tan inhumana y tan detestable que nunca, ni bajo ningún motivo, debe apelarse a ella para resolver litigios ideológicos o diferentes concepciones de la existencia humana. No todas las ideas son respetables, pero sí lo son todas las personas. El camino del diálogo y de la convivencia pacífica es, a la corta y a la larga, más convincente y más eficaz. Las armas pueden herir o matar los cuerpos, pero las ideas no reciben nunca el impacto de las balas porque son inmateriales. La España vencedora de 1939 creyó haber aniquilado para siempre, con las armas, al liberalismo, al socialismo y al comunismo. Y sin embargo, después de tantos años, siguen vivas estas ideas…¡y cómo!
Por esto mismo, hemos de admitir ya el pluralismo en todos los órdenes de la vida, y es hora de renunciar para siempre a exclusivismos e integrismos maximalistas. Esto no comporta de ninguna manera un relativismo filosófico o teológico, como si lo mismo valieran unas ideas que otras, una religión que otra. El hombre que alcanza la madurez debe haber buscado y alcanzado un conjunto de verdades firmes que den sentido seguro a su existencia. Pero sí significa la aceptación de las personas como son, con sus ideas discrepantes de las de otros. También aquí hay que afirmar el valor de la persona por encima de todo otro valor humano.
Finalizado el Estado que nació de la guerra, estamos ensayando de nuevo el Estado democrático inorgánico apoyado en los partidos políticos y en el sufragio universal, bien parecido al de la Segunda República. Los resultados no son muy felices. Más bien hay que decir que son decepcionantes.
¿No será que estas democracias ideologizadas, politizadas, partidistas, manipuladas y manipuladoras, que montan una inmensa red burocrática y caciquil, y se apoyan en el sufragio universal que es el de la ignorancia, están ya agotadas y resultan retrógadas por decimonónicas? ¿Es suficiente razón para mantenerlas el que en los países nórdicos —de ideosincracia tan diversa a la nuestra- hayan dado resultado? ¿No será ya tiempo de pensar con audacia en otro modelo distinto de democracia? Intelectuales de izquierda como los krausistas, Giner de los Ríos, Besteiro, Fernando de los Ríos, etc., liberales como Madariaga, tradicionalistas como Aparisi y Vázquez de Mella, independientes como Maura y Ángel Herrera, etc., defendieron y propugnaron una democracia estructurada no sólo sobre Partidos e ideologías políticas, sino, además, sobre las representaciones de entidades y núcleos sociales naturales.
El 22 de diciembre de 1938, el Consejo de Ministros, al que la conclusión victoriosa de la batalla del Ebro auguraba un pronto final de la guerra, designó una comisión de veintidós juristas para que elaborasen un «dictamen sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes el 18 de julio de 1936». Este dictamen fue publicado en abril de 1939, pocos días después de concluir la guerra civil. De nuevo conviene que hagamos la advertencia: no se trata de dar la razón a los autores del dictamen sino de contemplar las razones que, según ellos, legitimaban el alzamiento. Y esto sí resulta importante, pues hemos visto cómo los argumentos manejados conducían a una meta de legítima defensa.
¿Había razones?
Eran siete las razones:
- Hubo fraude en las elecciones de 1936 y falseamiento de sus resultados, a fin de quitar actas de diputados a los partidos de la derecha para dárselas a la izquierda.
- El gobierno formado por Azaña[236] el 19 de febrero quebrantaba un artículo de la Constitución de 1931, que prohibía expresamente la constitución de un gabinete en el período entre la primera y la segunda vuelta de una misma consulta electoral.
- También era anticonstitucional la suspensión y anulación del Tribunal de Garantías Constitucionales, así como la destitución ilegal del presidente de la República que no estaba sometido al voto mayoritario de la Cámara.
- Había una razón genérica: el Estado pierde su legitimidad cuando se pone al servicio de la violencia y del crimen, como Gil Robles explicara en su famoso discurso del 16 de julio en donde reveló las listas de asesinatos y violencias.
- El jefe de la oposición, José Calvo Sotelo, había sido asesinado por policías de uniforme, en un automóvil de la Dirección General de Seguridad y mientras se hallaban cumpliendo servicio.
- Al producirse el alzamiento militar, el gobierno no usó de los resortes legales que le obligaban a proclamar el estado de guerra y a salvaguardar el orden. En cambio promovió la sublevación popular armando a las milicias de los partidos y permitiendo que se constituyesen tribunales populares.
- Fue suprimido todo respeto y garantía a las personas y a las propiedades.
¿Qué más hemos aprendido de todo esto?
Es verdad, como hemos dicho antes, que ha crecido en todos el respeto a los demás y la repulsa a los métodos violentos y exclusivistas, pero la izquierda española no ha renunciado a su clásico sectarismo anticristiano. No utiliza, tal vez, la coacción frontal, como lo hicieron los constituyentes de 1931 y los gobernantes de 1936, pero es difícil negar que la Iglesia española de hoy vuelve a encontrarse en estado de sitio y persecución, y que hay un evidente propósito en los gobernantes socialistas de sustituir la concepción cristiana de la vida por una concepción pagana, bajo el sofisma de «racionalidad» y «europeísmo». Este hecho demuestra que al recuperar su «status» político, al que tienen todo derecho, están repitiendo algunos de los errores de Azaña, Álvaro de Albornoz o Largo Caballero. No es el mejor camino para la paz entre españoles que hunden las raíces en la fe católica de muchos siglos.
¡Dios salve a España de cualquier otra guerra! ¡Dios conceda a España una paz eterna! Las generaciones que hicieron la guerra vibraban y se enardecían ante las banderas y los himnos que les guiaban al heroísmo. Es doloroso pensar que el heroísmo los arrastró a una guerra fratricida. Hay otro heroísmo: el de construir día a día con generosidad, tenacidad, sacrificio y amor una sociedad más humana. Esa es la vocación de las generaciones más jóvenes, pero necesitan el magisterio, el testimonio y la mano de las generaciones adultas, maduras y limpias de prejuicios partidistas.
SEGUNDA GUERRA MUNDIAL (1939-1945)
El hombre no aprende nunca del pasado. Había habido una primera guerra mundial, y no ganó nada. ¿Por qué una segunda? Es el misterio de la iniquidad que todo hombre lleva dentro de su corazón.
¿Quiénes lucharon y qué bando hubo? Por una parte, el Eje Berlín-Roma-Tokio; y por otra, Francia, Inglaterra, Rusia. Más tarde los Estados unidos entraron en el conflicto.
¿Cómo estaba la situación por ese entonces?
Alemania era la primera potencia industrial europea y poseía el mejor ejército, poderosísimo y muy disciplinado, pero sin gran flota. Derrotó a Polonia en quince días.
Inglaterra y Francia apenas igualaban unidas la potencia industrial germana. Sin embargo, tenían una flota que les aseguraba sus relaciones comerciales. Sus ejércitos estaban muy poco preparados para una guerra mundial.
Alemania prefiere una guerra rápida, de conquista, para conseguir materias primas que la abastezcan. Las otras naciones prefieren la lucha larga y de bloqueo, pues poseen amplios imperios coloniales.
Estados Unidos, neutral, no posee un gran ejército, pero sí una economía vigorosa. Además, por sus intervenciones en Sudamérica, dispone de las materias primas bélicas y ejerce un bloqueo a Alemania.
Rusia posee un gran desarrollo industrial, materias primas abundantes y un buen ejército.
Italia posee un buen armamento, pero su industria depende de los Estados Unidos.
Más poderoso es el Japón, pero igualmente dependiente de los Estados Unidos.
¿Cómo se desarrolló la guerra?
Comienza siendo europea y termina siendo mundial. Alemania invade Polonia, Noruega, Dinamarca, Francia. Invade Rusia y llega hasta Leningrado y Moscú. Japón se anexiona Indochina y ataca Pearl Harbor, por la ayuda que Estados Unidos daba a China. El ingreso de estos dos países de enormes recursos desequilibran el escenario de la guerra.
Todo el año 1942 será para el eje. Inglaterra con Montgomery vence a Rommel en el norte de Africa y penetra en Italia. Desde el 1943 Rusia comienza a avanzar, Estados Unidos vence a Japón. En 1943 se reúnen en Teherán los tres grandes: Stalin, Roosevelt y Churchill, para planear el desembarco de Normandía y así aliviar a los rusos en el frente oriental. El 1944 viene Normandía y la liberación francesa. La Unión Soviética invade Polonia, Rumania, Bulgaria, Albania y Yugoslavia.
En 1945 atacan a Berlín y Alemania ha sido arrollada. En Yalta se reúnen Roosevelt, Churchill y Stalin: la Unión Soviética entra en guerra contra Japón y se delimitan las influencias. En 1946 se reúnen en Postdam para proponer la desnazificación, establecer fronteras, desmantelar la industria pesada y resolver las deudas. Finalmente la guerra con el Japón llega a su fin con la explosión de las bombas atómicas en agosto de 1945. Todo esto conducirá a la formación de dos bloques antagónicos: Estados Unidos como primera potencia económica y militar en occidente, la Unión Soviética como centro del mundo socialista.
Vino la guerra fría, política de bloques y la carrera de armamentos. Quieren conseguir la supremacía en el campo de las armas, como elemento disuasorio. Ingentes sumas de dinero se gastan para alcanzar este equilibrio de terror. El resultado será un poder destructor inimaginable. Desde 1949 la Unión Soviética posee la bomba atómica y cada vez son más los países capaces de fabricarla.
En el bloque socialista se producen cambios cuando Kruschev llega al poder, pues inicia una cierta liberalización económica y una política exterior más flexible. Se acuña por primera vez el término de «coexistencia pacífica». Comienza la emulación económica, técnica y armamentística. Al mismo tiempo surgen los descontentos dentro del bloque, Hungría y Polonia. Yugoslavia se distancia y al mismo tiempo comienza la ruptura chino-soviética. China inicia un acercamiento a los Estados Unidos y lucha por liderar el mundo comunista. Ambos bloques se esfuerzan por extenderse a los demás continentes.
¿Qué consecuencias tuvo esta segunda guerra? Devastación, muertes, odios, crisis económica y moral.
En la segunda guerra mundial fueron vencidos los totalitarismos de signo fascista; pero no ocurrió así con el totalitarismo comunista, que por una curiosa inversión de los planteamientos iniciales de la contienda, militó desde 1941 en el bando vencedor, del brazo de las democracias occidentales. La partición del mundo acordada en Yalta por los jefes de las potencias aliadas determinó que la mitad oriental de Europa fuese entregada al dominio de la Unión Soviética.
Consecuencia de esa entrega fue que, en breve plazo, regímenes comunistas fueron impuestos por la fuerza a buen número de pueblos europeos, mientras que otros países como los bálticos perdieron incluso su existencia nacional, siendo integrados, como una república más, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
La Europa del este surgida de la segunda guerra mundial ha sido una tierra sin libertad donde el cristianismo y la iglesia han vivido en estado de opresión[237].
La persecución religiosa en los países de régimen comunista ha tenido diversas manifestaciones. Si sólo en ciertos momentos la persecución ha sido violenta y sanguinaria, se puede decir que siempre la persecución ha sido solapada, camuflada bajo medidas administrativas, destinada a conseguir, a medio o largo plazo, la extinción del cristianismo y de la Iglesia. Los católicos del este de Europa, fieles a su fe, han sido considerados como enemigos del régimen comunista, o cuando menos como ciudadanos de rango inferior que tuvieron que renunciar a cualquier aspiración de mejora en la escala social o política.
La expansión del comunismo afectó también a los continentes asiático y africano. En China comunista, donde el cristianismo tenía una vida floreciente, se prohibió a los católicos toda comunicación con la Santa Sede y se les impuso una iglesia cismática, separada de Roma. Otros estados de ideología marxista han levantado igualmente obstáculos a la libre acción de la iglesia católica.
El cristianismo, en cambio, ha experimentado un gran auge en los países del Tercer Mundo, libres del dominio marxista.
Ciencia, técnica y cultura del siglo XX
En medio de tantas convulsiones ¿había tiempo para el progreso científico, técnico y cultural?
Sí, hubo hombres que en el campo de la ciencia se destacaron por su genialidad y y por su capacidad investigativa. Baste recordar a Einstein, Plank y Madame Curie. Las ciencias físicas y químicas han hecho avances extraordinarios. Tal es el caso de la medicina y de la bioquímica, de las aplicaciones industriales, de las comunicaciones, etc.
Los mismos transportes han conocido una evolución extraordinaria, tal que los viajes que antes eran posibles para unos pocos hoy están al alcance de las grandes masas. Este desarrollo del transporte ha incrementado exponencialmente el tráfico de materias primas y elaboradas, con lo cual el comercio se ha vuelto global.
También las ciencias humanas han progresado en este periodo. Podemos recordar cómo ha evolucionado el arte a través de los diversos estilos: fauvismo, cubismo, naíf, futurismo, surrealismo, expresionismo. La educación se ha racionalizado y se ha extendido tanto, que el analfabetismo ha desaparecido en grandes regiones del planeta.
Algunos inventos que salieron a la luz durante este siglo: La insulina de Banting y Best en 1922; la penicilina de Fleming en 1928; la vitamina B-12 de Smith en 1948; la vacuna antipolio de Salk y Lépine en 1954. En 1900 Zeppelin hizo volar el primer dirigible; en 1927 Lindbergh atravesó por vez primera el Atlántico en un pequeño avión; en 1957 los rusos lanzaron al Sputnik al espacio, y en 1969 alunizó el Apolo XI americano.
Actualmente podemos usar aparatos que nuestros antepasados ni soñaron: la televisión, las videocámaras, computadoras, microscopios electrónicos, radares, etc.
¿Qué nos está pasando?
Las ciudades han crecido hasta convertirse en megalópolis habitadas por millones de hombres desconocidos entre sí, instintivamente enemigos de los demás, neuróticos, poseídos por el afán de poseer bienes materiales, frustrados por no conseguirlos. Esto ha creado en muchos un «vacío existencial» que tratan de llenar recurriendo al consumo de la droga y del alcohol, al desenfreno sexual e incluso a la violencia. Estas desviaciones frecuentemente se ven incentivadas por los mismos medios de comunicación social, que no pocas veces son manipulados por los grupos que gobiernan los mercados y el mundo.
En Latinoamérica la brecha entre ricos y pobres es mayor día a día. El pecado social, que es fruto del pecado personal y ha cuajado en estructuras económicas, sociales y políticas injustas, es contrario a los planes de Dios. Se manifiesta en niños que nacen destinados a morir; en jóvenes frustrados por falta de trabajo; en indígenas marginados, en campesinos explotados, en obreros mal retribuidos, en personas subempleadas o desempleadas, en ancianos olvidados por sus familias y por la sociedad.
Por ello, la asamblea episcopal latinoamericana declaró: «Países como los nuestros, en donde con frecuencia no se respetan derechos humanos fundamentales —vida, educación, vivienda, trabajo- están en situación de permanente violación de la dignidad de la persona».
El mismo avance de la ciencia y de la técnica, del cual hablamos antes, no está inmune de peligros. Y no porque la ciencia y la técnica sean malas en sí, sino porque con frecuencia los científicos las desarrollan y las aplican sin guiarse por los principios morales. Y el resultado es que lo que debería contribuir al bienestar y al desarrollo del hombre y de la sociedad, tantas veces se vuelve en su contra. La medicina es seguramente un bien, pero cuando los conocimientos médicos son usados para destruir la vida concebida o para acortar deliberadamente la vida de los ancianos y enfermos, se vuelve antihumana.
El desarrollo del mercado ciertamente produce y hace circular productos y servicios que pueden redundar en bienestar para los individuos y las familias. Pero cuando el mercado se desarrolla sin referencia a valores éticos elementales, se convierte en instrumento de prepotencia en manos de unos cuantos.
Cuando cayó el muro de Berlín (1989) y con él los regímenes comunistas de Europa, terminó ciertamente la guerra fría. Pero esto no ha traído la paz a nuestro mundo, pues asistimos a continuos enfrentamientos. El mundo se ha dividido en naciones ricas y naciones cada vez más pobres. Y tal desigualdad, además de ser injusta, genera múltiples ocasiones de violencia.
Por otro lado en la segunda mitad del siglo ha crecido la plaga del narcotráfico que siembra muerte no sólo en los países productores de drogas, sino también en los países que mayormente las consumen.
Añadamos a esto el surgimiento del fanatismo musulmán y del terrorismo en todas sus formas. El mundo en este siglo XX evidentemente no ha logrado la paz.
Tal es el mundo en el que el mensaje redentor de Cristo debe ser predicado por la iglesia. Este mensaje, si lo vivimos y predicamos con coherencia, salvará a la cultura urbano-industrial, que desarrolla tantos adelantos científicos y técnicos, y genera tanta miseria y opresión. Cristianos y hombres de buena voluntad debemos trabajar juntos para lograr que todos volvamos a ser hermanos y alabemos todos al único Dios verdadero y a su Hijo Jesucristo.
II. Respuesta de la Iglesia
Enumeremos los grandes Papas de este siglo y su aportación:
San Pío X (1903-1914)
Su lema es «restaurarlo todo en Cristo». Se consagró a conservar la fe y la disciplina, pues se habían filtrado en la Iglesia teorías que carcomían la doctrina católica. Fautores de tales doctrinas fueron algunos sacerdotes e intelectuales modernistas: Alfredo Loisy, Rómulo Murri, Buonaiuti y Tyrrel. En el modernismo vio san Pío X la síntesis de todos los errores modernos y por ello lo combatió con tanta severidad.
Ordenó la revisión de la Vulgata, fundó el Instituto Bíblico, fomentó la comunión frecuente, reorganizó la curia romana, inició la redacción del derecho canónico. Condenó la hostilidad con que el estado francés trató a la Iglesia, tras violar el concordato sin previo acuerdo y confiscando los bienes eclesiásticos.
Condenó también, como lo hizo ya antes Pío IX, el modernismo[238] que negaba la intervención trascendente de Dios en la historia y daba a los dogmas una interpretación cambiante, según los tiempos y circunstancias (relativismo). Tres fueron, sobre todo, los principios «modernos» puestos en la base de la nueva concepción de la teología y del dogma:
- El primado de la actividad del sujeto frente al objeto.
- El primado de la función del sentimiento, en general de los factores inconscientes.
- La concepción relativista de la historia de la conciencia religiosa.
El modernismo llegó, por consiguiente, a sostener una nueva concepción del dogma:
- El sentido divino es el único criterio de verdad religiosa.
- Jesucristo fue privilegiado precisamente en esta experiencia religiosa, en cuanto que tuvo un originalísimo sentido de la paternidad de Dios.
- La Iglesia no es otra cosa que la organización de los seguidores de Cristo en aquella fundamental experiencia y es creación espontánea de la conciencia colectiva de las primeras comunidades dominada por la espera del fin del mundo (escatología).
- Los dogmas son fórmulas simbólicas, variables hasta la contradicción, de la misma experiencia religiosa inexpresable.
El modernismo pretendía modernizar la Iglesia, cambiar mentalidades y métodos de trabajo científico y pastoral.
¿Qué decir del modernismo?
El modernismo provenía del interior de la propia iglesia, impulsado por algunos sacerdotes y católicos que querían modernizarla. Al inicio quizás estuvo animado por una buena inquietud apologética de ciertos católicos, ansiosos de remediar el retraso que, a su juicio, llevaba la Iglesia en el campo de la historia, de la filosofía y de la exégesis bíblica.
Pero el modernismo sufrió el influjo del protestantismo liberal alemán que trataba de «racionalizar» la fe cristiana con el fin de hacerla aceptable a la mentalidad «moderna», vaciándola de los dogmas y de todo contenido sobrenatural. Los modernistas no trataban de abandonar la Iglesia. Sólo pretendían «reformarla» desde dentro, y sus posturas tenían un deliberado acento de ambigüedad.
Las doctrinas modernistas nunca se expusieron de modo orgánico, sino en forma de retazos parciales. Para abarcarlas en todos los aspectos fue preciso que la encíclica Pascendi (1907) de Pío X, que definió al modernismo como «encrucijada de todas las herejías», ofreciera una exposición sistematizada.
El modernismo se extendió por Francia, Italia e Inglaterra. El decreto Lamentabili del mismo año y la encíclica Pascendi denunciaron y condenaron estas doctrinas. La exigencia del «juramento antimodernista» a los profesores eclesiásticos y a otros muchos clérigos fue una medida disciplinar de indudable eficacia. La crisis modernista quedó así cortada por la decidida intervención pontificia.
No puede decirse, sin embargo, que quedara resuelta, como pondría luego de manifiesto el rebrote modernista que habría de aparecer con sorprendente fuerza a mediados del siglo XX.
¿Qué otras cosas hizo el Papa Pío X? Intentó impedir la Primera guerra mundial, pero falleció antes de lograrlo, en 1914 de una afección bronquial. Pío X fue canonizado por Pío XII (1954).
Benedicto XV: (1914-1922)
Puso empeño en que finalizara la guerra, aunque sus esfuerzos resultaron vanos y los dos bandos lo acusaron de favorecer al respectivo enemigo. Mitigó cuanto pudo los dolores causados por el conflicto.
En 1914 publicó «Ad Beatissimi Apostolorum Principis», acerca de los horrores de la guerra. En 1918, «Quod iam diu», en que ordenaba orar por las conferencias de paz. En 1919, «Paterno iam diu» acerca de los niños hambrientos en Europa central. En 1920, «Pacem Dei», sobre la restauración de la paz, y en ese mismo año, «Annus iam plenus», en que pidió ayuda para los niños de las naciones ensangrentadas.
En 1917 promulgó el Código de Derecho Canónico, cuya redacción había comenzado en en 1904. Canonizó a santa Juana de Arco.
Pío XI (1922-1939)
Su lema fue: «La paz de Cristo en el reino de Cristo». Promovió la actividad de los laicos en la vida social, dando impulso a la Acción Católica.
Entre 1922 y 1933 firmó numerosos concordatos[239]: con Italia, con Alemania[240], con Letonia, con Polonia, con Lituania, con Rumania y con Portugal.
Pío XI renunció a las antiguas posesiones pontificias. Canonizó a santa Teresa del Niño Jesús.
Escribió importantes documentos: «Rerum Ecclesiae», sobre el desarrollo de las misiones; «Casti connubi», acerca del matrimonio; «Quadragesimo anno», en torno al problema social, siguiendo la «Rerum novarum» de León XIII. Publicó también tres documentos sobre la persecución religiosa en México: «Iniquis afflictisque, Acerba Animi, Firmissimam Constantiam». Escribió un documento contra la Alemania nazi: «Mit Brennender Sorge» y uno contra el comunismo, «Divini Redemptoris», en 1937. En él hacía referencia a Rusia, México y España, pues en esos países se había levantado una oleada de sangrientas persecuciones contra la Iglesia, provocadas por el comunismo ateo.
Fue Pío XI el que arregló la Cuestión Romana, nacida a raíz de la usurpación de los estados pontificios (1870). La iglesia cede a Italia todo lo que le correspondía e Italia reconoce el nuevo estado que se llamará «Estado Ciudad del Vaticano», totalmente independiente.
Estos arreglos toman el nombre de Pactos de Letrán y constan de Tratado[241], Concordato[242] y Convenio de hacienda[243] (10 de febrero de 1929). Estos pactos fueron acogidos con aplauso general, aunque no faltaron críticas y conflictos, que comenzaron muy pronto, en mayo de 1929, cuando Mussolini reivindicó el carácter «fascista» no católico del estado italiano y Pío XI quería que fuera católico, mientras la oposición católica veía justamente dañino el compromiso de la iglesia con el fascismo, los privilegios buscados por la iglesia y el peligro de instrumentalización de la iglesia por parte del fascismo.
Aunque la historiografía ha polemizado sobre estos Pactos, sin embargo, fueron la solución para la compleja Cuestión Romana. En 1947 los pactos fueron incorporados a la Constitución de la República italiana, gracias al voto de democristianos y comunistas. Veinte años más tarde comenzó a hablarse de una revisión del concordato, que concluyó en 1984 con un acuerdo de modificación, en virtud del cual Italia dejó de ser oficialmente católica.
A partir de los Pactos de Letrán la iglesia católica y el Estado Ciudad del Vaticano son dos sujetos de derecho internacional, entre los cuales existe una unión real, que deriva del hecho de que el papa es el jefe de uno y de otro. La Santa Sede, órgano supremo de la Iglesia universal, representa a los dos sujetos, aunque actúa fundamentalmente en nombre de la Iglesia en sus relaciones con la comunidad internacional.
Otra cosa que hizo el Papa Pío XI fue restaurar los edificios vaticanos que clamaban por la restauración, creó la pinacoteca y la radio Vaticana con la colaboración de Guillermo Marconi.
En cuanto a la educación cristiana de la juventud, nos ha dejado un documento cumbre en la encíclica «Divini illius magistri» (1929). Moría cuando la paz de Europa agonizaba (9 de febrero de 1929).
Pío XI se las tuvo que ver con Adolfo Hitler y el nazismo. Hitler intentó un aparente acercamiento a los católicos por mediación de su vicecanciller, el conservador católico Von Papen, y solicitó la estipulación de un concordato con la Santa Sede. Y lo pidió al cardenal Pacelli, secretario de estado, que conocía bien los asuntos de Alemania pues había sido durante diez años nuncio apostólico en Baviera.
Esta petición planteó inmediatamente el problema de la oportunidad de dicho concordato, pues la Santa Sede debería firmar un acuerdo con un régimen que violaba gravemente los derechos de la persona humana y manifestaba en su programa principios evidentemente anticristianos y antirreligiosos. Un concordato hubiera significado un acercamiento entre la iglesia y el régimen nazi, precisamente cuando crecían cada día más las hostilidades contra la Iglesia y contra los católicos, a la vez que se intensificaba la legislación antihumana con la ley del 14 de julio de 1933 relativa a la esterilización de las personas taradas y de los enfermos mentales.
Un eventual rechazo hubiera supuesto un ulterior endurecimiento de los nazis en sus relaciones con la iglesia, mientras eran muchos los católicos que esperaban en la eficacia de un instrumento jurídico para defender a la iglesia y al hombre de las violencias, por lo menos en algunos ámbitos. Por otra parte, la Santa Sede no podía rechazar un concordato en cuanto el III Reich se había convertido en un estado unitario. Berlín tenía mucho interés de firmarlo y por ello las negociaciones fueron rápidas y las presiones numerosas. Pero deberían resolverse algunas cuestiones fundamentales como el futuro de las asociaciones católicas profesionales y la prohibición a los sacerdotes de inscribirse en los partidos.
Von Papen insistió en limitar las asociaciones a las que eran de tipo puramente religioso y con finalidad exclusivamente religiosa, cultural y caritativa. Pío XI mostró resistencia porque temía que la iglesia quedara relegada a las sacristías, pero consiguió proteger a las asociaciones católicas que tenían finalidades sociales y profesionales y éste fue el mayor logro del concordato.
En cuanto a la prohibición a los sacerdotes de adherir a partidos políticos, se convirtió en un arma contra los mismos nazis, que quisieron destruir el Zentrum, ya que el clero, apoyándose en el artículo que les prohibía militar en los partidos, evitaron inscribirse en el partido nazi.
El concordato entre el Reich y el Vaticano se firmó el 20 de julio de 1933. La iglesia quería salvar lo salvable. En este concordato el Reich garantizó la libertad de la profesión y del ejercicio público de la religión católica y el derecho de la Iglesia de regular libremente sus propios asuntos. A la Santa Sede le fue reconocida plena libertad para comunicarse con los obispos. En el ejercicio de su ministerio los eclesiásticos gozaban de la protección del estado, lo mismo que los funcionarios civiles. Los obispos prestarían juramento de fidelidad con la fómula: «Juro y prometo, como conviene a un obispo, fidelidad al Reich germánico y al Estado y trataré de impedir cualquier daño que pueda amenazarlo».
La enseñanza de la religión católica sería materia ordinaria en los planes docentes y las escuelas confesionales católicas tendrían garantizada su libertad. Se harían oraciones especiales por el Reich germánico. Gozarían de protección civil las asociaciones católicas que tuvieran finalidades exclusivamente religiosas, culturales y caritativas; lo mismo que las asociaciones que tuvieran finalidades sociales, siempre que dieran garantías de no desarrollar actividades de partido. A los eclesiásticos se les prohibió militar en los partidos políticos o desarrollar actividades a su favor.
El concordato con Alemania por parte de la Santa Sede fue ante todo un concordato defensivo, pues el papa Pío XI quería ahorrar a los católicos «en la medida humanamente posible las situaciones violentas y las tribulaciones que, en caso contrario, se podían prever con toda seguridad según las circunstancias de los tiempos», como diría la encíclica Mit brennender Sorge, número 4.
Desgraciadamente no pasó mucho tiempo para que Hitler demostrara lo que pensaba de esas garantías que dio a la iglesia y cuál sería su actitud ante el catolicismo. La ejecución de dirigentes de las juventudes católicas durante la «Noche de los cuchillos largos» y el asesinato del canciller austriaco Dollfuss en el verano de 1934 fueron una señal más que suficiente. A partir de 1935, después del plebiscito sobre la cuenca del Saar, se desencadenó la campaña contra el clero y contra las asociaciones católicas.
La iglesia protestó por el no cumplimiento del concordato. El régimen de Hitler atropelló la libertad de asociaciones, se hizo con el monopolio de la educación[244], paró la prensa católica, destituyó a profesores católicos, tuvo ingerencias en los seminarios y difundió en las escuelas tesis anticristianas inspiradas en la doctrina de Rosenberg, racista exaltado y anticristiano que resucitó mitos nórdicos y los expuso en su obra Mito del siglo XX. Hitler quería una raza aria, por tanto, mandó matar a hebreos y otras razas.
Los obispos alemanes protestaron ante todo esto. Sobresalió el cardenal Faulhaber (1869-1952), arzobispo de Munich. Y como no se veía conciliación, el papa Pío XI intervino solemnemente, después de haber apoyado todas las protestas y denuncias de los obispos y de los católicos alemanes contra las persecuciones. El domingo de Ramos de 1937 denunció los males intrínsecos del nazismo y las consecuencias del totalitarismo en la encíclica «Mit brennender Sorge»[245].
El nacionalsocialismo reaccionó terriblemente ante esta encíclica papal. En el arco de tres semanas fueron condenados 103 católicos; 1.100 personas, entre sacerdotes y religiosos, fueron llevados a prisión en mayo de 1937; en 1938, 304 sacerdotes fueron deportados a Dachau. Las organizaciones católicas que aún quedaban en pie fueron disueltas y la escuela confesional fue suprimida en 1939.
Con motivo de la invasión de Austria, en marzo de 1938, la congregación romana para los seminarios envió a las facultades teológicas una lista de tesis nazis inaceptables y confutables. Fue una reacción fuerte de la iglesia contra el nacionalsocialismo de Hitler.
En mayo de 1938, durante la visita de Hitler a Roma, Pío XI se ausentó ostensiblemente de la Urbe recluyéndose en Castelgandolfo para protestar porque en Roma se levantaba una cruz que no era la de Cristo, con alusión evidente a la cruz gamada de los nazis.
Y el 6 de septiembre de 1938, ante el antisemitismo creciente del régimen nazi, el papa pronunció la célebre frase: «En Cristo somos todos descendientes de Abraham. El antisemitismo para un cristiano es inadmisible: espiritualmente todos somos semitas».
Los actos de violencia contra los hebreos se intensificaron a raíz del asesinato de un diplomático alemán en París por parte de un hebreo. Las protestas católicas en Alemania fueron innumerables y el papa llegó a pensar en una nueva encíclica contra el racismo y el antisemitismo y comenzó a trabajar en este sentido, pero le sobrevino la muerte el 10 de febrero de 1939.
La actitud del episcopado alemán fue de condena firme de los principios nazis, pero con dos estrategias diversas: por una parte, con la prudencia lucharon apoyándose en el concordato y fue la mayoría del episcopado, capitaneados por el presidente de la conferencia episcopal alemana, el cardenal Bertram, arzobispo de Breslavia, convencidos de que sucedería con el nazismo lo mismo que sucedió con el Kulturkampf[246] en tiempos de León XIII; es decir, un fracaso. Por otra parte, el grupo minoritario de obispos, dirigido por los obispos de Berlín, Von Preysing, y de Münster, Von Galen, lanzaron una política ofensiva y profética apoyándose en el pueblo, ya que la Iglesia debía defender a todos los oprimidos.
La iglesia no apoyó ninguna de estas dos líneas, si bien premió a los dos citados obispos, que en el 1946 fueron elevados a la púrpura cardenalicia por Pío XII, como reconocimiento a su valentía frente al nazismo.
Concluyendo: Pío XI no cayó en la trampa de Hitler y, precisamente porque asumió frente a este personaje, tan feroz como violento, una actitud crítica, esperó —vinculándolo a un compromiso formal- poder obligarlo, por lo menos, a la moderación. Es más, fue la iglesia católica y las otras iglesias y comunidades cristianas las únicas en oponerse al nazismo. Por este motivo, Hitler consideró siempre a los cristianos como los enemigos más peligrosos del Reich.
Pío XII (1939-1958)
Evitó el bombardeo de la Ciudad Eterna, durante la segunda guerra mundial, y ayudó a las minorías raciales perseguidas durante la conflagración. Después de la guerra quedaron bajo el imperio de la URSS los Balcanes, Polonia, Hungría, Checoslovaquia. La socialista Yugoslavia de Tito se mantuvo independiente.
El papa Pío XII hizo su condena moral de la guerra e intentó la mediación entre los Estados beligerantes para llegar a una solución pacífica. Ya desde los días de la crisis de Danzig, con el radiomensaje del 24 de agosto de 1939, el Pontífice volvió a llamar a los valores de la justicia, de la moral y de la razón, recordando a los poderosos que nada se perdía con la paz y todo podía quedar perdido con la guerra. No le hicieron caso.
Condenó también el nazismo y el comunismo, como lo había hecho su predecesor, Pío XI. Propuso un «nuevo orden internacional» basado no sobre cuanto dictaron las potencias del Eje, sino en los principios de la coexistencia y de la colaboración entre los estados.
Los cardenales Mindszenti (Hungría), Wyszynski (Polonia), Stepinac (Yugoslavia) fueron guías de la resistencia de la Iglesia del silencio. Pío XII fomentó la democracia cristiana en Italia, Alemania, Bélgica, Holanda, América del Sur.
Promulgó el dogma de la Asunción de María en 1950 en la constitución apostólica «Munificentissimus Deus». Inició la internacionalización del colegio cardenalicio. Escribió numerosas encíclicas: Mystici Corporis, sobre el Cuerpo Místico de Cristo; Divino Afflante, acerca de los estudios bíblicos; Vacantis Apostolicae Sedis, para normar la elección papal; Mediator Dei, en relación con la renovación litúrgica, In Multiplicibus Crucis, que trata de la paz en Palestina; Humani Generis, en donde estudió el evolucionismo y la interpretación de la Sagrada Escritura; Sacra Virginitas, a favor del celibato.
Levantó la condena de la Acción Francesa, que hizo en otro tiempo el papa Pío XI; apoyó los sermones antinazis del arzobispo de Munster, Von Galen, puso las obras de Sartre en el Índice de libros prohibidos, firmó el concordato con España, suspendió el movimiento de los sacerdotes obreros en Francia (1954).
Fue defensor de los hebreos. Y sobre el silencio de Pío XII acerca del holocausto, ponemos al final de la lección un apéndice muy interesante. El «silencio» de Pío XII salvó a muchos judíos de morir en el holocausto. Fue la forma más inteligente de evitar daños mayores. No fue nunca cómplice de Hitler.
Aunque había una apariencia de silencio en público, la Secretaría de Estado del Vaticano incitaba a los nuncios y delegados apostólicos en Eslovaquia y Croacia, en Rumanía y en Hungría, especialmente, a intervenir para suscitar una acción de socorro, cuya eficacia fue reconocida por las organizaciones judías y cuyo fruto, un historiador israelita de tanto prestigio como Pinchas E. Lapide, en su obra «Three Popes and Jews» (Londres 1967), no duda en valorar en torno a 850.000 las vidas salvadas de una muerte segura gracias a la intervención personal de Pío XII, de la Santa Sede, de los nuncios y de toda la Iglesia católica.
Este historiador hebreo, que había sido cónsul general en Milán, se sintió en el deber de protestar contra las gravísimas y calumniosas acusaciones de Hochhuth[247] -¡Pío XII habría sido un cobarde y un fautor del nazismo!-; para él fue un deber de conciencia y de gratitud contradecir las falsedades escritas por Hochhuth. Y cuando el drama de este autor fue representado en Gran Bretaña, el embajador británico ante la Santa Sede, Sir G. F. Osborne d´Arcy, protestó públicamente contra las afirmaciones de Hochhuth.
Los hechos que convencieron a Pío XII a no protestar públicamente fueron muchos y muy tristes. El primero fue el fracaso total de la encíclica de Pío XI «Mit brennender Sorge»,la condena más dura que se pueda pensar del nacionalsocialismo y del racismo[248]. El segundo hecho que le convenció a Pío XII de que no debía hacer una protesta pública fue cuanto ocurrió en 1942 en Holanda[249]. Fueron muchos los hebreos que aconsejaron a Pío XII que se abstuviera de una denuncia pública. También los obispos alemanes y de otras nacionalidades se lo aconsejaron[250]. Y el papa no sabía realmente qué hacer, si callar o hablar; sufría mucho en esta situación. Y optó por el «silencio»; un silencio que salvó a muchos judós de morir en el holocausto. Todo lo que no sea esto, es leyenda negra contra Pío XII[251].
Su trabajo en evitar la guerra mundial fue ingente. Su atención se orientó en varias direcciones:
- Atenuar los dolores y horrores de la guerra.
- Obtener la suspensión de los bombardeos contra las poblaciones civiles, con una particular insistencia por la ciudad de Roma.
- Comunicar noticias sobre la suerte de combatientes y civiles.
- Asistir material y moralmente a quienes estaban sin techo y sin medios de subsistencia.
- Salvar innumerables víctimas de la guerra, entre las cuales había centenares de millares de hebreos.
- Vigilar para aprovechar cualquier ocasión propicia para abreviar o componer el conflicto.
- Oponerse a la llamada «rendición incondicionada», que a juicio de la Santa Sede estaba destinada a prolongar el conflicto y a reforzar a los elementos de subversión, en primer lugar, los comunistas.
La fotografía del papa Pío XII con los brazos en señal de protección y consuelo cuando visitó el barrio de san Lorenzo en Roma, después del bombardeo del 19 de julio de 1943, es todo un símbolo de la extraordinaria tarea que la Iglesia desarrolló en aquellos años.
¿Qué más realizó Pío XII?
Muy importante fue también su aportación a la teología.
Su encíclica Mystici corporis del 29 de junio de 1943 marcó un hito en la historia de la eclesiología. Presentó una eclesiología de fuerte inspiración paulina: La iglesia es el Cuerpo místico, del que Cristo es la cabeza y los fieles, sus miembros.
La segunda encíclica publicada el 30 de septiembre de 1943 fue Divino aflante Spiritu, donde trazó la verdadera distinción entre el sentido literal y el sentido espiritual de la Escritura, pero también su conexión: el sentido literal histórico del texto es la base firme e inconclusa del sentido espiritual, que ya se encuentra en el Antiguo Testamento, y es enseñado por el Señor y por sus apóstoles, por la Iglesia Maestra, por la interpretación primaria que hace la sagrada liturgia: Lex orandi. Esta encíclica incitó a los estudios bíblicos.
Otra encíclia fue la Humani generis del 12 de agosto de 1950, en la que tomó posición no contra la evolución sino contra el evolucionismo, es decir, aquella corriente que defiende que todo, incluso el alma, proviene por evolución. El evolucionismo era un intento indebido de asociar cierta ciencia a una filosofía relativista, para atenuar hasta la eliminación de la estabilidad de la persona humana y la negación de la procedencia divina del alma[252].
Pío XII fue el precursor de la reforma litúrgica, con su encíclica Mediator Dei, que después llevó a cabo el Concilio Vaticano II.
Con Pío XII se tuvo la primera conferencia de obispos de América en Rio de Janeiro, dando origen al CELAM. El mundo católico profesó un respeto profundo a Pío XII. ¡Un gran Papa!
El Papa Juan Pablo II dijo de él : «A los veinticinco años del paso de Pío XII a la eternidad, no se ha borrado de los ojos su imagen dulce y austera. No se ha extinguido el eco de su voz enérgica, vibrante y persuasiva, consoladora y doliente, amonestadora y profética. Durante la guerra, Pío XII fue apóstol incansable y agente de paz; inculcó sus responsabilidades a los rectores de los pueblos; asumió la defensa de los oprimidos y perseguidos; ejercitó la caridad a favor de todas las víctimas de la guerra. Con clarividente sabiduría, delineó los remedios de aquella crucial tribulación en la perspectiva de la paz. Su riquísimo magisterio forma lo que Pablo VI definió como inmensa y fecunda preparación a la sucesiva enseñanza doctrinal y pastoral del Vaticano II» (Homilía en san Pedro, 13. XI.1983).
Cuando murió el 9 de octubre de 1958, Pío XII fue objeto de homenajes unánimes de admiración y de gratitud. «El mundo —declaró el presidente de los Estados Unidos, Eisenhower- es ahora más pobre después de la muerte del papa Pío XII». Y Golda Meir, ministra de exteriores del Estado de Israel, dijo: «La vida en nuestro tiempo ha sido enriquecida por una voz que expresaba las grandes verdades morales más allá del tumulto de los conflictos cotidianos. Lloramos a un gran servidor de la paz, que levantó su voz por las víctimas cuando el terrible martirio se abatió sobre nuestro pueblo».
Juan XXIII (1958-1963)
Ganó la simpatía de propios y extraños, convertida con el paso del tiempo en conmovido afecto hacia él, hombre de eximia mansedumbre y caridad, y de continuo buen humor. Dotado de un espíritu intuitivo genial, comprendió la necesidad de que la Iglesia estuviera presente en el siglo XX. Se pensó que sería un papa de transición; pero realmente dejó la huella de una nueva forma de ser de la iglesia, y marcó el giro total en la orientación de la Iglesia hacia el tercer milenio.
Las primeras semanas de su pontificado salió del Vaticano, visitó hospitales, cárceles y orfanatos. Visitó el santuario de Asís en el primer viaje en tren que hacía un Papa. Se le llamó el papa bueno. Estos gestos, todos ellos pastorales y no políticos, indicaron que comenzaba una nueva orientación en la vida de la iglesia.
El papa circulaba libremente por los pasillos de su palacio y por los jardines, parándose para hablar con todos; visitaba a cardenales enfermos o a prelados moribundos, pero también a sacerdotes amigos suyos; cuando dirigía discursos a grupos, a veces prefería improvisar con mucha naturalidad dejándose llevar de confidencias personales y recuerdos de su juventud, que conmovían y edificaban profundamente a su auditorio.
Durante las fiestas de Navidad de 1958 visitó en Roma a los niños internados en el hospital Bambino Gesú y a los presos de la cárcel Regina Coeli. Estas visitas enternecieron a la opinión pública mundial, porque eran gestos que nunca había hecho un papa con anterioridad, pero fueron también muy eficaces para recordar a obispos y sacerdotes el primado de la caridad en la acción social y pastoral.
¿Qué más hizo este Papa?
Internacionalizó el colegio de cardenales hasta el grado de que de 82 de sus componentes, sólo 24 fueron italianos.
Inició el diálogo con otras religiones y con ateos.
El 25 de enero de 1959 anunció al mundo la convocación del Concilio Vaticano II que fue el XXI ecuménico. También en este mismo año anunció el sínodo diocesano de Roma y la revisión del Código de Derecho Canónico.
Dos de sus encíclicas fueron trascendentales: Mater et Magistra (1961), acerca de los problemas sociales (propiedad, países subdesarrollados); Pacem in Terris (1963), dirigida a todos los hombres de buena voluntad, favoreciendo la paz entre las naciones, fundada en la verdad, justicia, caridad y libertad.
El 11 de octubre de 1962 Juan XXIII inició el concilio Vaticano II, ante la expectación mundial. A la ceremonia asistieron representantes de 79 naciones. Más de 2.500 obispos, llegados de los cinco continentes, empezaron las deliberaciones (1ª sesión) que finalizaron el 8 de diciembre para dejar paso a la intersesión. La segunda sesión fue convocada para el 29 de septiembre de 1963. No pudo asistir a ella Juan XXIII, pues falleció el 3 de junio. La humanidad sufrió la pérdida del papa al que amaba.
Si quisiéramos resumir un poco los puntos más sobresalientes de este papa, podemos enumerar los siguientes:
Acción a favor de la paz: este empeño por la paz encontraría pocos días después una confirmación cuando, a causa de la grave crisis de Cuba, el mundo estuvo al borde de una nueva guerra mundial, que pudo evitarse gracias a la eficaz mediación entre las dos superpotencias (Estados Unidos y Unión Soviética) promovida personalmente por el papa Juan XXIII. Eran los días 20-26 de octubre de 1962. Este hecho fue el origen de su encíclica «Pacem in terris» del 11 de abril de 1963. La paz es el anhelo profundo de los seres humanos de todos los tiempos; y sólo puede ser establecida y consolidada si se respeta el orden establecido por Dios.
Tuvo una marcada predilección por los trabajadores de todas las clases. Por eso, al cumplirse los 70 años de la «Rerum Novarum», publicó otra encíclica, «Mater et Magistra», del mes de mayo de l961, donde afirma que la encíclica de León XIII debe considerarse como verdadera suma de la doctrina católica en el campo económico y social.
Apoyó las misiones, y a este tema consagró la encíclia «Princeps Apostolorum» del 28 de noviembre de 1959.
A los sacerdotes dedicó la encíclica «Sacerdotii nostri primordia» del 31 de julio de 1959, con ocasión de la muerte del santo Cura de Ars, Juan María Vianney, modelo y símbolo del sacerdote, y donde sintetizó el ideal del sacerdocio católico.
Promovió mucho el ecumenismo, fruto de su misión episcopal como delegado apostólico en Bulgaria (1925-1934), Turquía y Grecia (1935-1944).
Tuvo una predilección muy particular al santo rosario y a esta devoción dedicó una encíclica el 29 de septiembre de 1961. Presentó el rosario como la plegaria de la familia y como el medio para invocar la paz universal.
Pablo VI (1963-1978)
El 21 de junio de 1963 Juan Bautista Montini fue elegido sucesor de Juan XXIII. Y quiso llamarse Pablo VI. Gravísima carga recayó sobre sus hombros porque grande era la crisis por la que estaba pasando la Iglesia.
Decidió que el Concilio Vaticano II continuara. Bajo su pontificado tuvieron lugar las sesiones segunda (29 de septiembre a 4 de diciembre de 1963), la tercera (14 de septiembre a 21 de noviembre de 1964) y la cuarta sesión (28 de octubre de 1965 a 8 de diciembre).
- El concilio escribió cuatro constituciones: La iglesia, la divina revelación, la liturgia, la iglesia en el mundo contemporáneo. Los decretos trataron sobre los medios de comunicación, las iglesias orientales católicas, el ecumenismo, el cargo pastoral de los obispos, la renovación y adaptación de la vida religiosa, la formación de los sacerdotes, la educación cristiana, el apostolado de los seglares, la acción misionera de la Iglesia, el ministerio y vida de los sacerdotes. Las declaraciones se refirieron a las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas y la libertad religiosa.
- Pablo VI escribió las siguientes encíclicas: Ecclesiam Suam (1964) sobre la toma de conciencia de la iglesia de su misión y el diálogo con el mundo; Mysterium fidei (1965), acerca de la doctrina eucarística, que era criticada por algunos; Sacerdotalis coelibatus (1967), para reafirmar el celibato, igualmente atacado por determinados sectores; Humanae vitae (1968), en torno a la regulación de la natalidad; Octogesima adveniens (1971), para explicitar la doctrina social de la iglesia; Evangelii nuntiandi (1975), en que abordó el tema de la evangelización y de la inculturación.
- En agosto de 1968 inauguró la segunda conferencia del CELAM en Medellín, Colombia, de donde salió un impetuoso movimiento para promover la justicia en el continente secularmente explotado.
- Los esfuerzos de Pablo VI, guía de 700 millones de católicos, se encaminaron a llevar a cabo las decisiones conciliares, a obtener una mayor justicia social en el mundo, a promover la paz entre las naciones (en el Congo, Vietnam, Sudán, Nigeria, Irlanda, India, Pakistán, Medio Oriente) y a promover el diálogo ecuménico.
- Viajó 130 mil kilómetros: Italia, Tierra Santa, Fátima, Estambul, Colombia, Uganda, Cerdeña, Teherán, Manila, Samoa, Sydney, Yakarta, Hong Kong, Colombo.
- Recibió a tres presidentes de Estados Unidos, al presidente del soviet supremo, Podgorny, al presidente yugoslavo, Tito, al de Egipto, Sadat, a la primera ministra de Israel, Golda Meyer, entre numerosos gobernantes más.
- Reformó la organización de la curia romana. Permitió que religiosas o seglares trabajaran en ella.
- Canonizó 84 santos y realizó 59 beatificaciones. Estableció nuevas normas para la elección de los papas, impidiendo el voto de los cardenales mayores de ochenta años.
- Convocó el Año Santo de 1975 y congregó multitudes en Roma a donde fueron a orar.
- Instituyó, por sugerencia del concilio, los sínodos de los obispos que se reúnen periódicamente y sólo tienen carácter consultivo. 1967: revisión del derecho canónico, seminarios, liturgia, matrimonios mixtos; 1969: relaciones de las conferencias episcopales con la Santa Sede y relaciones entre ellas; 1971: justicia y sacerdocio ministerial; 1974: evangelización; 1977: catequesis.
- · Le tocó ver con sus propios ojos cómo malinterpretaban el concilio, cómo hubo abusos, indisciplina; cómo descendieron las vocaciones y cómo miles de sacerdotes y religiosaos entraban en crisis y abandonaban su vocación. Lefebvre desobedeció al papa en nombre de la ortodoxia. Algunos clérigos en América Latina tomaron armas para defender a los desposeídos del tercer mundo. El papa sorteaba con prudencia todos estos escollos. Muchos le tachaban de indeciso y débil, pero Pablo VI fue un ejemplo de equilibrio, y de mártir en la custodia de la fe y de la moral católica.
¿Cómo resumir todo el legado de Pablo VI?
Estos son los puntos que considero importante a la hora de hacer un balance del magisterio del papa Pablo VI:
- Impulsó la renovación conciliar y promovió su recta aplicación, procediendo a una renovación amplia y profunda de la iglesia.
- Estas reformas estuvieron acompañadas y sostenidas por una profunda renovación interior. Por ello, Pablo VI insistió en el primado de Dios, de la fe y de la oración contra toda tentación horizontalista y secularista. De ahí sus constantes llamamientos a sacerdotes y religiosos a cultivar la vida interior y las grandes virtudes evangélicas y, sobre todo, su gran batalla en defensa de la fe y de la moral cristiana. Él mismo fue un hombre de sólida fe; fe que se comprometió enérgicamente, como papa, a defender y proclamar. Este fue —así dijo el 29 de junio de 1978, poco antes de morir- «el intento infatigable, vigilante, agobiante que nos ha movido en estos quince años de pontificado».
- Tuvo un pontificado muy difícil, porque no fue amado y comprendido por todos. Pero la iglesia fue su gran amor y pasión[253]. Los «conservadores» le reprocharon no haber sabido oponerse eficazmente a los fermentos innovadores que ponían en peligro la integridad de la fe y la disciplina eclesiástica. Los «progresistas», en cambio, le criticaron por haber frenado el concilio y mortificado las fuerzas innovadoras con una obra de «restauración» y de «normalización». Sufrió enormemente durante los dieciséis años de su ministerio a causa de los desvíos de muchos sacerdotes que militaron al servicio de ideologías, a causa de las defecciones, y a causa de las innovaciones que minaban la fe católica y la disciplina eclesiástica y litúrgica.
- Tuvo un interés muy particular por el diálogo de la iglesia con el mundo moderno. Él fue siempre un hombre de letras y culto. Quiso preparar a la iglesia para que pudiera dialogar con el mundo, como había pedido el concilio Vaticano II en su constitución «Gaudium et spes».
- Impulsó la causa del ecumenismo, siguiendo a su predecesor, Juan XXIII, y el diálogo interreligioso con los no cristianos y no creyentes. Para ello creó dos secretariados vaticanos, uno para los no cristianos y otro para los no creyentes que, aunque encontraron alguna dificultad, realizaron una encomiable tarea de acercamiento y de mejor conocimiento recíproco, haciendo caer prejuicios antiguos y allanando el camino para una mejor comprensión del mensaje cristiano por parte de los no cristianos y de los no creyentes y un mayor aprecio, por parte de los cristianos, de los valores de los que son portadores las otras religiones y los humanismos de nuestro tiempo.
- Hizo lo indecible para promover y defender la paz. Instituyó la jornada mundial a favor de la paz, el primero de enero de cada año. En su encíclica «Populorum progressio» dijo que el desarrollo y el progreso, además de ser una exigencia de justicia, es el nuevo nombre de la paz. Para dar un fuerte apoyo moral a la lucha contra la carrera armamentista y contra la acumulación de las armas, especialmente atómicas, Pablo VI dispuso en febrero de 1971 que la Santa Sede se adhiriera al tratado de no proliferación de armas nucleares. Y a finales de mayo de 1978, algo más de dos meses antes de su muerte, pareció casi querer sellar solemnemente su acción a favor de la paz y contra la amenaza de las armas haciendo llegar su mensaje a la sesión especial de las Naciones Unidas sobre el desarme. También quiso que la Santa Sede participara a pleno título en la Conferencia para la Seguridad y Cooperación en Europa, concluida en Helsinki el 1 de agosto de 1975; un gesto a favor de la paz en Europa y en el mundo, cosa que le preocupaba muchísimo, pero también a favor del compromiso de Europa entera por el respeto de los derechos y de las libertades fundamentales del hombre, incluidos los de carácter religioso; cosa que le interesaba no poco.
- Ciertamente la confrontación más dramática —porque fue la más difícil- fue su posición ante el marxismo, sea teórico como ante los regímenes marxistas que se inspiraban en la ideología marxista. Pablo VI se mostró severo con la ideología marxista, inspirada en el materialismo histórico y dialéctico y en el ateísmo, y también con la praxis marxista de la lucha de clases. Pero, por otra parte, quiso ir al encuentro de las necesidades de las iglesias que vivían bajo los regímenes comunistas, y para ello trató de hacer acuerdos con dichos regímenes. A esta diplomacia vaticana se la ha llamado la Ospolitik. La Ostpolitik de Pablo VI fue juzgada de muy diversas maneras. Pablo VI no hizo más que continuar una iniciativa que Juan XXIII había tomado en los últimos días de su existencia. Los acuerdos que el papa buscó y que, por desgracia, no siempre fueron observados por los gobiernos que los habían firmado, no fueron concesiones al marxismo, sino una necesidad pastoral, impuesta por la excepcionalidad de las situaciones, en espera de tiempos mejores. Sin esta Ospolitik, la Iglesia hubiera sido aún más perseguida de lo que fue.
- Hombre de profunda fe y de certezas fuertes. Basta leer su profesión de fe del año 1968
- Fue maestro, y así lo demostró en sus homilías y cartas, alocuciones y encíclicas, escritas con orden y organicidad, y con bello estilo incomparable.
- Fue organizador, pues erigió más de cien nuevas parroquias e hizo construir más de setenta iglesias nuevas y centros de cultura.
- Fue padre, a través de una serie de gestos de bondad hacia obreros, enfermos, ancianos y niños.
- Fue pastor, que conducía su grey y la guiaba sin hacerle faltar nada.
- Fue un papa viajero y peregrino. Sus viajes internacionales asumieron dimensión emblemática. En Jerusalén abrazó al patriarca Atenágoras (enero 1964). En Bombay, para el congreso eucarístico, se encontró con todos los creyentes (diciembre de 1964). En el discurso a la ONU, ante delegados de 117 países, dialogó con todos los hombres influyentes[254] (4 de octubre 1965). En Fátima abrazó a todos los católicos (mayo 1967). En Bogotá se encontró con todos los pobres del mundo (agosto 1968). Y en la oración en el Consejo Ecuménico de las Iglesias en Ginebra, abrazó a todos los hermanos separados de Roma (junio 1969).
Pablo VI fue un gran reformador de la vida interna de la iglesia. Reforma acompañada por la renovación interior, pues estaba convencido de que sólo una Iglesia santa y ardiente de fe, esperanza y caridad podría ser en el mundo testigo auténtico de Jesucristo. Enumeramos algunas de las reformas que hizo:
- La institución del sínodo de los obispos.
- La reforma litúrgica con la introducción de las lenguas vernáculas y la adaptación de la liturgia a las diferentes culturas.
- La creación y valorización, para el gobierno universal de la Iglesia, de las conferencias episcopales, y, por consiguiente, la valorización de las iglesias locales.
- La revisión del Código de Derecho Canónico.
- La revisión de la vida y de la formación del clero y la particular atención dirigida a la reforma de los seminarios.
- La actualización de la vida religiosa.
- La internacionalización de la curia romana.
- La ampliación del colegio cardenalicio.
- La reforma del cónclave, impidiendo la participación en el mismo de los cardenales mayores de 80 años.
- La creciente participación de los seglares y de las mujeres en la vida de la Iglesia y en sus órganos centrales, culminada con la institución del Pontificio Consejo para los Laicos y de la Pontificia Comisión «Iustitia et Pax».
- La reforma de la curia romana con la constitución apostólica «Regimini Ecclesiae universae» (15 agosto de 1967).
El juicio de la historia sobre el pontificado de Pablo VI será ciertamente mucho más positivo de cuanto dijeron algunos cronistas mientras el papa vivía. Pablo VI fue un gran papa que amó, ante todo, la verdad incluso cuando podía parecer desagradable, como en el caso de la encíclica «Humanae vitae»; y que amó la justicia aun cuando es atrevida, como en el caso de la «Populorum progressio». Pero su tema central fue la fe y no solamente la vida o el sistema social. Quiso también implantar la cruz en el campo de la ciencia, restaurar y fundar iglesias en el corazón de la universidad.
Fue un papa que comprendió no sólo a las masas sino también a las élites; fue el papa de la caridad, además del papa de la verdad, sin la cual no hay caridad. Fue de una personalidad rica de cultura humanística, de un ánimo pastoral atento a los problemas de los hombres y de su salvación eterna, pronto al diálogo con todos, sensible a calibrar el anuncio con las exigencias de sus oyentes.
Murió el 6 de agosto de 1978, fiesta de la Transfiguración del Señor en el monte Tabor. Mejor día no pudo Dios tenerle reservado para su paso a la eternidad.
Juan Pablo I (1978)
Tenía alma y modales sencillos, de «buen párroco», por la presencia constante de la sonrisa en su rostro. Su programa fue: oración, disciplina en la iglesia y fidelidad al concilio Vaticano II.
Humilde y sencillo. Rechazó la silla gestatoria y el triregnum; ni quiso ser coronado. El éxito fue inmediato y general. Sin embargo, duró poquísimo, sólo 33 días. Su muerte repentina, causada por infarto, afectó y sorprendió a todos de tal manera, que dio lugar a indebidas y fantasiosas conjeturas. En las alocuciones de los miércoles habló de las virtudes teologales e iba a comenzar a tratar las virtudes morales, cuando le sobrevino la muerte. Dejó con su sonrisa un ejemplo de amor y de entrega a Dios y a las almas.
Así dijo el día en que fue elegido papa: «Me llamaré Juan Pablo, porque fue Juan XXIII quien me consagró obispo en la Basílica de san Pedro y he sido sucesor suyo, aunque indigno, en la cátedra de san Marcos de Venecia, y Pablo VI me creó cardenal. Por esto me llamaré Juan Pablo. Yo no tengo ni la sapientia cordis del papa Juan, ni la preparación y la cultura del papa Pablo, pero ahora ocupo su lugar, y debo tratar de servir a la Iglesia. Espero que me ayudaréis con vuestras oraciones».
Juan Pablo II (1978-)
Aunque más tarde terminaré este siglo XX con el legado de Juan Pablo II, quiero ahora anotar algunos trazos, a vuela pluma. Es poeta, actor, filósofo, teólogo, políglota, catedrático, obrero, pastor de almas, constructor de la nueva sociedad polaca. Juan Pablo II no ha salido de Roma para enfrentarse al mundo sino para dirigirlo hacia Dios. Fue el primer papa no italiano elegido después de 1522 —el último fue Adriano VI, holandés. También él rechazó la coronación con el triregnum. Es cristocéntrico y proclama constantemente la devoción a la Virgen María, declara año mariano universal (1987-1988).
Desde el primer momento se consagró como evangelizador de muchedumbres. Magnetiza las masas desde oriente hasta occidente, de norte a sur, llega a negros y blancos, a ricos y pobres, a campesinos y reyes. Si Juan XIII fue el nuevo Abraham, Pablo VI, el nuevo Moisés; Juan Pablo I, el Precursor; Juan Pablo II sería el nuevo evangelizador del siglo XX, el nuevo san Pablo. Tiene predilección por los jóvenes, que él empuja a la búsqueda y al testimonio cristiano.
Ha caracterizado su pontificado sobre todo en la caridad, hecha de intercambios y relaciones personales constantes, pero también de difusión del mensaje cristiano, cuyos valores ha recordado varias veces a los pueblos, sobre todo de Europa. Como obispo de Roma ha instaurado la costumbre de la visita canónica a las parroquias de su diócesis, y como pastor de la iglesia universal ha hecho oír su voz y ha visitado a los cristianos de los cinco continentes, aprovechando al máximo las posibilidades de la técnica moderna y de los medios de comunicación social, elevándolos a pleno título a instrumentos de evangelización.
El atentado del que fue víctima en la plaza de san Pedro, el 13 de mayo de 1981, durante una de sus audiencias, por el turco Mehmet Ali Agca, ha significado un duro golpe a su inagotable dinamismo, mas no le ha frenado. «En el drama del atentado contra el papa quedan muchos cabos sueltos por atar, y es posible que no llegue a conocerse con certeza la verdad sobre los instigadores del Agca y la conspiración que desembocó en su tentativa de asesinato. La hipótesis de que Agca actuaba solo, movido por su fanatismo religioso, es sencillamente inverosímil, teniendo en cuenta lo que se sabe ya de sus recursos económicos, sus viajes, sus contactos, su arma y su trayectoria personal anterior. Los archivos rusos pertinentes siguen cerrados a los investigadores, y aunque se abrieran, lo lógico es que la documentación de un caso así no hubiera llegado a ellos. Si existió una conspiración soviética, sus responsables murieron hace tiempo. A menos que se produzcan aportaciones documentales imprevistas, el debate sobre por qué disparó Mehmet Ali Agca contra el papa, y a instancias de quién, seguirá vivo...Juan Pablo II, que ve la historia y su propia vida a través del prisma único de la fe cristiana, no necesitaba otra respuesta a la pregunta de por qué habían disparado contra él. El mal anda por el mundo, sus nombres son infinitos y actúa con agentes humanos. No hacían falta más explicaciones y, a decir verdad, ninguna habría sido más interesante o esclarecedora» [255].
En el campo doctrinal ha reafirmado firmemente el valor y la actualidad de las enseñanzas no caducas de la tradición cristiana, a las que todos los católicos tienen que uniformarse, dejando de lado modas y experimentaciones. Por su actitud y por su doctrina, ha sido señalado como el papa de la certidumbre, sin claudicaciones y sin dudas. Varias veces ha tomado posiciones contra el aborto y el divorcio, contra el consumismo de la sociedad occidental y contra las desviaciones del comunismo. El lema de su escudo se lo dedica a María: «Totus tuus ego sum» (Todo tuyo soy yo).
¿Cómo resumir todo su ministerio de papa?
- Ha manifestado claramente tres preocupaciones: renovar la vida sacerdotal, cuidar el depósito de la fe y la moral, y acercarse a millones de creyentes que habitan fuera de Italia.
- En la primera encíclica «El Redentor del hombre» estableció su programa de acción: el hombre es la vía para llegar a Cristo. De aquí se derivan todos los derechos del hombre.
- No le importa el qué dirán: en Estados Unidos escuchó las críticas que produjeron sus palabras en algunos sectores. Acudió a una Irlanda convulsionada por la violencia y atacó allí mismo el uso de la violencia injusta. Penetró en un Harlem tradicionalmente hostil a los visitantes y al salir llevó consigo el mejor sentimiento de sus moradores.
- Ha hablado de todo durante su pontificado: de Dios, de la Virgen y de los santos; del diálogo ecuménico; del trabajo y de los derechos del hombre; criticó tanto el progresismo como el integrismo; apoyó la internacionalización de la ciudad de Jerusalén, urgió el cumplimiento de la moral cristiana en la vida sexual, y llamó la atención sobre el riesgo de una posible autodestrucción del mundo. Defendió la religiosidad popular, visitó favelas y criticó la desigualdad social.
- Alentó los sínodos de obispos y la conferencia episcopal latinoamericana (CELAM). Ha ido dando a la iglesia un prestigio moral y religioso nunca antes visto.
- Con el objetivo de dar a los fieles un instrumento doctrinal largo y seguro ha publicado el «Catecismo de la Iglesia Católica»,compendio de la fe católica y faro que iluminará las densas oscuridades de nuestro siglo.
Respuestas de la Iglesia a los nuevos desafíos de este siglo XX
Será el Concilio Vaticano II quien dará respuesta a los desafíos del siglo XX, y lo comentaremos más adelante.
Adelantemos algunas respuestas desde ahora, y después las profundizaremos, cuando hablemos del Concilio Vaticano II.
1. Los sacerdotes-obreros
A finales de 1944, en Francia[256], los primeros sacerdotes-obreros intentan responder a la dificultad de una verdadera presencia sacerdotal en el mundo del trabajo, para transformarlo con el evangelio de Cristo. Era una iniciativa de prueba, dado que ese mundo no se acercaba a la iglesia y cada día se descristianizaba más, era la Iglesia la que se acercaba a ellos, especialmente al proletariado industrial.
Esta actitud les dio gran popularidad que no resultó positiva a la larga.
La Santa Sede observó con creciente desconfianza la odisea de los «curas obreros», cuyo género de vida era difícilmente compatible con la propia identidad sacerdotal. Muchos de ellos sufrieron, además, la influencia de la ideología marxista y comunista, y participaron en la lucha social, incluso como activistas sindicales.
¿Qué pasó?
El papa Pío XII se preocupa y piensa que el sacerdote-obrero no es ya el hombre de lo espiritual y pone en cuestión la especificidad de la acción de los laicos. El sacerdote-obrero se laiciza y Pío XII desea salvaguardar la integridad sacerdotal. Desea un clero misionero, pero de ninguna manera una nueva forma de sacerdocio.
El 1 de marzo de 1954, los sacerdotes-obreros en Francia tienen que renunciar a un trabajo en la fábrica a tiempo completo. De un centenar de sacerdotes-obreros, alrededor de la mitad se sometieron, pero los demás continuaron, sintiéndose ligados a la clase obrera.
Fue una experiencia triste, dado que, no sólo no se pudo transformar ese mundo obrero con la levadura del evangelio, sino que incluso la Iglesia perdió a algunos sacerdotes, pues fueron perdiendo progresivamente su propia identidad sacerdotal. Incluso muchos obreros no comprenden este apostolado directo del sacerdote que parece ocupar el lugar de los laicos. Parecen decir a estos curas-obreros: «Vosotros, a lo vuestro; y nosotros, a lo nuestro...cada quien a sus funciones». ¡Bien dicho!
2. Ecumenismo
Durante este siglo hubo un gran esfuerzo por el ecumenismo, es decir, el movimiento que tiende a lograr la unidad de fe y de comunión entre las comunidades cristianas divididas[257], escándalo para el mundo actual. Grandes propulsores de este movimiento fueron Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II.
Al Concilio Vaticano II asistieron observadores de las mcomunidades luterana, reformada, metodista, congregacionalista, cuáquera y de numerosas iglesias ortodoxas y orientales. Pablo VI se reunió con el Patriarca Atenágoras en 1963. Roma y Constantinopla se levantaron mutuamente las excomuniones mutuas, publicadas en 1054. En cada uno de sus viajes, Juan Pablo II acostumbra a orar en común con representantes de hermanos crisianos separados.
Más adelante volveré sobre este tema, crucial en el siglo XX, especialmente después de concilio Vaticano II.
3. El tercermundismo
Aunque más adelante trataremos también este punto con más detención, cuando hablemos de la teología de la liberación, quiero ahora apuntar unas cuantas notas esenciales.
Esta corriente del tercermundismo surgió en este siglo XX. Es decir, ante tanta miseria, pobreza, explotación de las clases humildes de Latinoamérica, surgió este movimiento que quería dar soluciones rápidas a esa situación; soluciones políticas, sociales y económicas.
Se quería la liberación de esas estructuras que clamaban al cielo y que dolían realmente. Pero no se pusieron los medios evangélicos. Se propició la lucha de clases, la guerrilla, la protesta violenta, bajo la inspiración de Marx.
En esta lucha también participaron varios sacerdotes, al inicio, sin duda alguna, con buenas intenciones, pero después ellos mismos se vieron involucrados en esa guerrilla. Esta situación trajo consigo la llamada de atención de la Santa Sede, explicando en qué consiste la verdadera liberación del hombre: Cristo vino a liberarnos del pecado que anida en el corazón de cada hombre. Liberado el corazón del pecado, las estructuras sociales, económicas y políticas serán justas.
Esta corriente hizo que algunos sacerdotes comenzaran a hacer su apostolado en los suburbios, en las villas-miserias, en las favelas. Pero, realmente, ¿es esta la misión del sacerdote?
Hay que decir lo siguiente: la acción social, política y económica es propia de los laicos, no de los sacerdotes. Lo que tiene que hacer el sacerdote es formar a un buen número de laicos que realicen a fondo este apostolado con los más desprotegidos y necesitados, con acciones eficaces, con ayuda de líderes económicos para que sean éstos los que realicen obras duraderas en bien de los pobres. El sacerdote debe dedicarse a lo que Dios le ha encomendado, y que nadie más puede hacerlo: a la administración de los sacramentos, a la dirección espiritual y a la predicación de retiros y ejercicios, formando así a los laicos. El Vaticano II dejó bien clara cuál es la misión del sacerdote: enseñar, santificar y gobernar.
4. Cristianos en la política
En la Europa del oeste, los cristianos ocupan un gran lugar en la política y constituyen una tercera fuerza frente a los comunistas y los socialistas. Es el período fecundo de la democracia cristiana.
El temor al comunismo movió a los obispos y al papa a aconsejar que se votase la democracia cristiana, único partido que respetaba la ley de Dios y los derechos del hombres. De hecho el comunismo triunfó en China en 1949, bajo Mao Tse Tung[258]; Vietnam en 1954 y en 1975; en Cuba en 1959, bajo Fidel Castro.
Tras el telón de acero que separa a las dos Europas, la persecución se abate sobre los cristianos[259]. Los países del Oeste se reúnen en otro bloque en torno a los Estados Unidos en la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte, 1949). Los partidos comunistas de estos países son considerados como cómplices de lo que ocurre tras el telón de acero; de ahí la desconfianza contra ellos.
En 1949, un decreto del Santo Oficio del Vaticano prohíbe toda colaboración de los católicos con los comunistas; pero lo partidos comunistas reúnen también a los más desfavorecidos, a los que les hacen soñar con una sociedad más justa. De aquí se siguen dramas de conciencia para los cristianos que están metidos en el corazón de los problemas sociales de su tiempo.
5. Algunos problemas específicos en la Teología
La encíclica Humani generis de Pío XII defendió la capacidad de la razón para conocer la verdad y el valor de las fórmulas dogmáticas, a la vez que pedía respeto hacia fórmulas consagradas por la tradición teológica.
En esta encíclica, Pío XII puso particular atención en la relación entre ciencia y fe, y tomó las debidas distancias no de la doctrina científica de la evolución, sino del evolucionismo que decía que todo viene por evolución, incluso el alma.
De esta manera, este encíclica salió al paso de ciertos teólogos y asentó varias afirmaciones: hay que ser cautos al defender hipótesis científicas que no respetan o parecen no respetar algunos puntos del dogma católico; en consecuencia, aunque no rechaza la evolución totalmente, reivindica que el alma humana es creada directamente por Dios y no aparece por evolución; igualmente indicó que es difícil compaginar el poligenismo con el dogma del pecado original; la Iglesia católica sólo acepta el monogenismo, es decir, el hombre procede de una sola pareja, Adán y Eva, pues así se respeta mejor el dogma del pecado original que fue cometido por los primeros padres y en el cual nacemos todos.
Varios teólogos dieron un avance en la concepción de la cristología y de la eclesiología, centrándolas más en Cristo y con fundamentos bíblicos. Estas intuiciones las retomó después el Vaticano II. Teólogos como Henry de Lubac y Congar y Chenu serán estrellas que aportarán la luz del Espíritu Santo en esos años preparatorios al concilio Vaticano II.
El gran evento eclesial del siglo XX: El Concilio Vaticano II (1958-1965)
Qué duda cabe que el gran evento estelar del siglo XX fue el concilio Vaticano II. Y fue la respuesta magistral de la Iglesia, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a cuantos problemas surgían en el mundo.
La intuición fue del papa Juan XXIII un 25 de enero de 1959. Quiso abrir las ventanas para que entrara aire fresco a la Iglesia. Y lo abrió el 11 de octubre de 1962, con una finalidad eminentemente pastoral, señalando dos objetivos muy amplios:
- «Aggiornamento»: una puesta al día, adaptación de la iglesia y del apostolado a un mundo en plena transformación. Si la Iglesia quería conquistarse el mundo para Cristo, tenía que salir a dialogar con él y amarlo para salvarlo, y no debía replegarse ni amenazarlo.
- La vuelta a la unidad de los cristianos. No se trataba, pues, de luchar contra sus adversarios, sino de atraer a todos con los vínculos de la caridad y del ósculo de la paz. Este concilio no debería ser apologético o de defensa, sino un concilio pastoral.
¿Qué precedentes tuvo?
Si bien es verdad que Pío XII en la primavera de 1948 tuvo la idea de convocar un concilio, sin embargo, la guerra fría no permitía que los obispos viajaran a Roma.
La iglesia, ciertamente, no atravesaba una crisis interior como la que provocó la convocación del Concilio de Trento; no se trataba de una reforma que había que acometer «en la cabeza y en los miembros». Pero estaba fuera de duda que el mundo había cambiado mucho más en un siglo, desde el año 1870, que durante los trescientos años que separaban al Concilio de Trento del Vaticano I.
Fue Juan XXIII quien lo convocó. Desde sus años de nuncio apostólico en Turquía y en Estambul y Grecia, una de sus mayores preocupaciones fue la cuestión de la unidad de los cristianos, es decir, el ecumenismo.
¿Cómo fue la preparación del Concilio Vaticano II?
Tuvo una fase ante-preparatoria (1959-1960) y la fase propiamente preparatoria (1960-1962).
Se enfrentaban dos tendencias: presentar la iglesia como una profecía o presentarla como una sociedad perfecta, jurídicamente autónoma. Avalaron la primera, los obispos franceses, alemanes y de los Países Bajos. Apoyaron la segunda, el cardenal Ottaviani y algunos de la curia romana, que miraban con cierto recelo y desconfianza esta convocación a un nuevo concilio.
El papa Juan XXIII en su discurso de inauguración, lleno de esperanza y amor, dijo que este concilio no sería la repetición o la mejor exposición de verdades doctrinales, sino que sería un concilio pastoral.
Se constituyeron doce comisiones preparatorias que prepararon 70 esquemas como base de trabajo para el concilio. El reglamento preveía tres clases de sesiones:
- Las comisiones: obispos y teólogos expertos. Prepararían y presentarían los textos propuestos a la congregaciones generales.
- Congregaciones generales: el conjunto de obispos, en donde cada obispo podría tomar la palabra, diez minutos y en latín.
- Congregaciones públicas, presididas por el papa, aprobarían definitivamente el texto.
De los 2.800 padres invitados (obispos y superiores de órdenes masculinas) estuvieron presentes algo más de 2.400. Estaban representados todos los continentes y razas. Pero muchos obispos de los países comunistas no pudieron acudir, porque no les dejaron salir. Estuvieron también 93 observadores de las otras confesiones cristianas: ortodoxos, anglicanos, protestantes. Hubo también 36 auditores laicos, entre ellos 7 mujeres.
¿Qué posturas predominaban durante el concilio?
La mayoría de los obispos y cardenales estaban a favor de dar al mundo una visión de la iglesia más abierta al diálogo; la minoría, estaba más a la defensiva. Los primeros se inclinaban al aspecto teológico-pastoral; la minoría se aferraba al plano jurídico. Los primeros querían un nuevo Pentecostés, para poder salir al mundo con la fuerza de los primeros apóstoles, y exponer y proponer con gozo, pero sin condenas y sin imposiciones, el mensaje de Cristo. Los segundos tenían miedo de que se aprovechara de estos nuevos aires para cambiar a la iglesia y hacerla democrática y secularizada.
La suerte estaba echada. Unos y otros, sin faltar a la caridad, trataron los diversos temas con libertad de espíritu. Hubo discrepancias, desacuerdos. Pero el Espíritu Santo iba poco a poco llevando las aguas a su molino.
¿Cómo se desarrollaron las sesiones?
En la primera sesión del 11 de octubre de 1962, Juan XXIII puso en guardia a la asamblea contra la tentación del pesimismo y del integrismo. Se dibujaron claramente esas dos tendencias dentro del concilio, de las que hablamos anteriormente:
Una mayoríapreocupada, según las perspectivas del papa Juan XXIII, de la adaptación de la iglesia al mundo, del diálogo ecuménico y de un retorno a las fuentes bíblicas.
Una minoría, sobre todo de miembros de la curia romana y algunos obispos de los países de «cristiandad» (Italia, España...), más bien preocupados de la estabilidad de la iglesia y de la salvaguardia del depósito de la fe.
A lo largo de todo el concilio hubo que negociar entre las dos tendencias. Esto permitió a veces una mejor formulación, pero condujo también a desvirtuar la fuerza de algunos textos. La primera sesión no concluyó con ningún texto definitivo. Se comprendió que sería imposible tratar los 70 esquemas y se decidió reducirlos a 20. De todas formas, el concilio se presentaba como una asamblea de hombres libres, bajo la inspiración del Espíritu Santo, y no como una cámara de registro de textos prefabricados.
Murió Juan XXIII el 3 de junio de 1963. Es elegido papa el cardenal Montini, arzobispo de Milán. Hombre aparentemente tímido, de inteligencia brillante, gran trabajador, místico, contrastaba con Juan XXIII, y daba la impresión de fragilidad. Pero decidió inmediatamente proseguir el concilio. Su intención era «orar, hablar, deliberar y actuar con los obispos, sin ninguna voluntad de dominio ni ninguna búsqueda de poder absoluto sino con el único deseo y voluntad de obedecer el mandato divino que nos constituye entre vosotros en pastor supremo».
Pablo VI era vigilante siempre, pero reservado, respetuoso de la legítima libertad de los padres conciliares, incluso cuando sus posiciones eran divergentes, empleándose con discreción para favorecer el entendimiento entre las dos almas que iban manifestándose incluso en algunos puntos de primaria importancia, pero también con mano firme cuando creía que su conciencia de responsable supremo de la doctrina y de altísimos valores de la vida de la iglesia se lo imponía. Pablo VI quería que todos los obispos de la iglesia católica abandonaran el concilio no vencidos, sino convencidos.
La mayoría de los obispos al terminar la primera sesión, tomaron conciencia de los problemas nuevos de la época que estaban viviendo, se dieron cuenta de que el concilio estaba en sus manos y de ellos dependía su éxito o fracaso. Descubrieron un concilio vivo, que salía de una etapa de catolicismo en la cual los fermentos generosos habían corrido el riesgo de quedar sofocados. La primera sesión había sido totalmente positiva, gracias al Espíritu Santo.
La segunda sesión, otoño de 1963, tocó diversos temas: colegialidad episcopal, el ecumenismo y la libertad religiosa, y promulgó la constitución sobre la sagrada Liturgia y el decreto sobre las comunicaciones sociales. En enero de 1964 Pablo VI viajó a Tierra Santa y se encontró con el patriarca ortodoxo Atenágoras. Era un gesto ecuménico. En mayo de ese mismo año se creó el Secretariado para los no Cristianos. Se redujo a 17 el número de esquemas.
Para la segunda sesión, Pablo VI creó un colegio de moderadores de las sesiones, delicada tarea que encomendó a cuatro prestigiosos cardenales: el armenio Gregorio Pedro Agagianian, prefecto de Propaganda Fide; el italiano Giacomo Lercaro, arzobispo de Bolonia; el alemán Julius Döepfner, y el primado de Bélgica, Leo-Josef Suenens. De estos cuatro, Lercaro y Suenens fueron los más destacados y los que desarrollaron un papel decisivo en el concilio. Lercaro impulsó el campo litúrgico. Suenens estimuló el diálogo de la iglesia con el mundo contemporáneo en todos los campos: económico, social, político y cultural.
Durante la tercera sesión, otoño de 1964, los padres del concilio se enfrentaron con el tema de la libertad religiosa, la escatología y la Virgen María, el oficio pastoral de los obispos, judíos y religiones no cristianas, revelación, apostolado de los seglares, sacerdotes, iglesias orientales, iglesia y mundo moderno, misiones, religiosos, seminarios, educación cristiana, sacramentos. Se votaron y promulgaron varios textos: constitución sobre la iglesia (Lumen Gentium), el decreto sobre el ecumenismo y las iglesias orientales. En esta sesión, el papa Pablo VI proclamó a María, Madre de la Iglesia. También Pablo VI en diciembre de ese año fue a Bombay y tomó contacto con el Tercer Mundo.
Una nueva eclesiología comenzaba: la iglesia es un misterio divino. Es al mismo tiempo pueblo de Dios y jerarquía; institucional y al mismo tiempo en ella se respetaban los diversos carismas que suscitara el Espíritu; el primado en la iglesia compete al papa, pero sin menguar la colegialidad de los obispos; es sacramental, pero también profética; somos muchos los que formamos la iglesia, pero formamos una sola iglesia, con distintos servicios y funciones: jerarquía, laicos y religiosos.
En esta sesión sobresalió el cardenal Augustinus Bea que promovió el ecumenismo, el diálogo interreligioso con los judíos y la libertad religiosa. Supo conjugar obediencia y audacia.
La cuarta y última sesión, septiembre-diciembre de 1965, concluyó con el voto y la promulgación de todos los textos discutidos anteriormente, sobre todo el de la libertad religiosa. También se aprobaron los decretos sobre el oficio pastoral de los obispos, la adecuada renovación de la vida religiosa, la formación sacerdotal; se aprobaron las declaraciones sobre educación cristiana y sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Y el 18 de noviembre se aprobó la constitución sobre la divina revelación y el decreto sobre el apostolado de los seglares.
El 4 de octubre, Pablo VI se dirigió a Nueva York para hablar en la tribuna de la ONU en donde su exhortación: «¡Nunca más la guerra!», causó una fuerte impresión. El 4 de diciembre, en una celebración, el concilio despidió a los observadores no católicos. El 7 de diciembre se aprobaron los decretos sobre la libertad religiosa, sacerdotes, misiones y la constitución pastoral sobre la Iglesia y el mundo moderno. También, este día 7 de diciembre, en san Pedro de Roma, Pablo VI y Atenágoras se levantaron las mutuas excomuniones pronunciadas en 1054 entre Roma y Constantinopla. Este gesto constituye una etapa importante en el camino de la unidad. El 8 de diciembre de 1965 fue la clausura solemne del concilio. Todo acababa en medio de una gran esperanza.
En síntesis, ¿cuáles fueron los documentos del Concilio Vaticano II?
- 4 Constituciones[260]: La liturgia, la revelación, la iglesia, la iglesia en el mundo contemporáneo.
- 9 Decretos[261]: ecumenismo, iglesias orientales católicas, medios de comunicación social, ministerio de los obispos, formación de los sacerdotes, ministerio y vida de los sacerdotes, adaptación y renovación de la vida religiosa, apostolado de los laicos, actividad misionera de la iglesia.
- 3 Declaraciones:[262] relaciones de la iglesia con las religiones no cristianas, libertad religiosa y educación religiosa.
¿Qué características podríamos enumerar sobre el concilio y qué aportó a la iglesia?
Aunque fue profundamente doctrinal, sin embargo, fue también un concilio pastoral, donde no propuso definiciones ni se lanzaron condenaciones o anatemas, como sucedió en algunos concilios del pasado. ¡Eran otros tiempos, otras épocas, otros circunstancias! El bien de la fe requería en aquellos tiempos respuestas contundentes y definiciones concretas. Ahora pedía Dios otra manera de presentar el mensaje de Cristo. La esencia del mensaje era la misma; cambiaba la forma de exponerla y presentarla.
A diferencia de los grandes concilios que había conocido la historia de la iglesia, el Vaticano II no fue la expresión de «cristiandad», como lo había sido el Lateranense IV (1215), ni la realización de la unidad, como intentaron hacer el segundo de Lyón (1274) y el de Florencia (1439-1445), ni una asamblea de lucha frente a herejes y de reafirmación de la fe cristiana, como el de Trento (1545-1563), ni de resistencia y contraposición a la sociedad moderna, como había sido el Vaticano I (1869-1870). El Vaticano II fue el concilio de la autoconciencia, de la clarificación, de la comprensión y del diálogo.
Este Concilio Vaticano II revalorizó la vuelta a las fuentes bíblicas y a la tradición. La revelación divina no está contenida únicamente en los libros canónicos, sino que se ha ido transmitiendo en la iglesia de generación en generación, bajo la guía del magisterio¸ sea en la liturgia, sea en la enseñanza de los padres y de los concilios, etc. La vuelta a la Palabra de Dios hizo valorar de nuevo aspectos olvidados: el sacerdocio común de los fieles, la iglesia como pueblo de Dios y no sólo como organismo jurídico, la colegialidad episcopal[263].
Otra característica fue la apertura a los otros cristianos y a las otras religiones: se partió de la persona humana y de sus derechos inalienables, entre ellos el de acceder libremente a la verdad reconocida por la conciencia.
Una Iglesia en diálogo con el mundo actual, al que ya no debe temer, ni mucho menos imponer, sino proponer la Buena Nueva del Evangelio, con amor y respeto.
También este concilio Vaticano II dio un impulso a los laicos, les hizo tomar conciencia de su vocación de bautizados y cuál es su misión dentro del mundo: ser sal y luz, ser fermento y levadura en la masa del mundo.
Y en esos años comenzó el Espíritu Santo a inspirar los nuevos movimientos eclesiales. «Son movimientos, dirá el cardenal Ratzinger, que nadie planea ni convoca y que surgen de la intrínseca vitalidad de la fe. En ellos se manifiesta —muy tenuamente, es cierto- algo así como una primavera pentecostal en la Iglesia»[264].
Seguirá diciendo el cardenal: «Surgen tensiones a la hora de insertarlos en las actuales formas de las instituciones, pero no son tensiones propiamente con la Iglesia jerárquica como tal. Está forjándose una nueva generación de la Iglesia, que contemplo esperanzado. Encuentro maravilloso que el Espíritu sea, una vez más, más poderoso que nuestros proyectos y juzgue de manera muy distinta a como nos imaginábamos. En este sentido, la renovación es callada, pero avanza con eficacia. Se abandonan las formas antiguas, encalladas en su propia contradicción y en regusto de la negación, y está llegando lo nuevo... Crece en silencio. Nuestro quehacer —el quehacer de los ministros de la Iglesia y de los teólogos- es mantenerle abiertas las puertas, disponerle el lugar»[265].
¿Tuvo algunas consecuencias imprevistas dicho concilio?
Que quede bien claro desde el inicio: estas consecuencias no se debieron a causa del concilio, sino por una desviada y, en ocasiones, maligna interpretación del mismo concilio.
1. Tensiones
Se esperaba un radiante amanecer, pero no fue así[266].
Hubo tensiones en 1968, nacidas en la universidad, pero prolongadas en las fábricas. Se discuten las instituciones eclesiales. Los cristianos toman la palabra en las iglesias: «la calle está en la iglesia», «el Espíritu Santo está en las barricadas», «Dios no es conservador». Estos eran los lemas que se ventilaban.
La fe tiene una función contestataria en la sociedad. Se acusa a la iglesia de avalar al poder establecido. Este fenómeno de contestación intraeclesial tuvo carácter planetario, pues, si se exceptúa parte del África negra, gran parte del mundo árabe y algunas zonas de Asia, la explosión de la contestación de 1968 ocurrió más o menos simultáneamente en todos los países del mundo, tanto en los Estados Unidos como en la China, en México como en España, en la Europa occidental como en los países del este europeo.
Todo fue puesto en tela de juicio, en discusión y en crítica. Todo tenía carácter de opinión y de negación. Se contestaron las personas (los patronos) y las instituciones (el estado burgués, la universidad, la familia, la iglesia). En los cursos, periódicos y revistas se alimentaba el clima de la contestación. Esta contestación del 68 fue de izquierdas y las palabras clave fueron la autocrítica, la alternativa, el movimiento, el poder, etc.
La base ideológica de la contestación fue el marxismo, pero no en la versión soviética y ni siquiera en la versión que daban los diversos partidos comunistas. Esta contestación desembocó, por una parte, en ateísmo, indiferencia religiosa; y, por otra, en el materialismo y el hedonismo, negadores de todo principio moral que no fuera el del placer individual. Se quiso hacer del cristianismo una fuerza de revolución social y política de promoción terrena del hombre. Se rechazaron puntos fundamentales de la tradición de la iglesia y algunos dogmas esenciales, como la divinidad de Cristo, su encarnación, el valor redentor de su sacrificio en la cruz, de su resurrección y de su presencia real en la eucaristía.
¿Se nos hundirá la iglesia?
2. La crisis sacerdotal y religiosa
La crisis sacerdotal se desató como furioso vendaval en el interior de la iglesia en la década de los 60 y 70. Tanto Juan XXIII como Pablo VI esperaban una nueva y espléndida floración sacerdotal, que con su entusiasmo, su celo, su entrega generosa a los hermanos, su unidad y fidelidad eclesiales y su configuración con Cristo, respondiesen evangélicamente al gran reto de un mundo materialista, secularizado, injusto, inhumano y alejado de Dios y de su Palabra encarnada y salvadora.
Y, ¿qué pasó?
Nos dice el cardenal Ratzinger: «Los papas y los padres conciliares esperaban una nueva unidad católica y ha sobrevenido una división tal que, en palabras de Pablo VI, se ha pasado de la autocrítica a la autodestrucción. Se esperaba un nuevo entusiasmo y se ha terminado con demasiada frecuencia en el hastío y en el desaliento. Esperábamos un salto hacia delante y nos hemos encontrado ante un proceso progresivo de decadencia, que se ha desarrollado en buena medida bajo el signo de un presunto «espíritu del Concilio», provocando de este modo su descrédito».
Vinieron protestas, manifestaciones y contestaciones por parte de algunos sacerdotes.
¿Causas? Las llamaradas de los grandes escándalos tienen siempre detrás un largo cultivo ideológico, que fue prendiendo con la ayuda del neomodernismo, del progresismo y del secularismo. A la vez, el subjetivismo teológico, moral, pastoral y disciplinar, que invocando un presunto «espíritu conciliar», quiso abrir las ventanas del sacerdocio al mundo para acomodarlo a los signos humanistas de los tiempos y terminó siendo absorbido por el mundo, su modo de pensar y de vivir.
Parecía que había estallado la «revolución del clero» en el interior de la iglesia. A ella aludió, con inmensa desazón y dolor, el papa Pablo VI, cuando en el otoño de 1968, lamentando las protestas colectivas, las manifestaciones anárquicas y las contestaciones globales, confesó amargamente que ante tan increíble como inesperado fenómeno «ascienden a nuestros labios estas palabras de Jesús: Se tendrá por enemigo a las gentes de la propia casa».
Por este tiempo, se multiplican las deserciones de sacerdotes[267], muchas veces con la voluntad de reintegrar al sacerdocio en la condición humana mediante el matrimonio, el trabajo y el compromiso político. En realidad, había una evidente pérdida de la identidad sacerdotal. El papa quiso reservarse el tema del celibato sacerdotal y sacó, después del concilio, una encíclica valorando el celibato sacerdotal como perla preciosa de la iglesia latina, a la que no podemos renunciar.
La crisis sacerdotal se manifestó también en un alarmante descenso de las vocaciones eclesiásticas y religiosas, que afectaron tanto a las diócesis como a las órdenes y congregaciones.
Junto a la crisis sacerdotal y religiosa, vino también lo que se ha llamado el secularismo. Se pensaba que el concilio había hecho a la iglesia más atractiva, pero en los años que siguieron se pudo comprobar un franco retroceso de las prácticas religiosas y de las referencias cristianas en el comportamiento, al menos en el mundo occidental[268]. Vino, pues, la avalancha del secularismo. Ya Dios —se dice- no tiene cabida en nuestro mundo económico, social y político. Este secularismo quiere tener su propia autonomía, sin depender de Dios.
El concilio Vaticano II dio respuesta a esto, en la constitución sobre la Iglesia en el mundo actual: «Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía...Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador, desaparece...Por el olvido de Dios, la propia criatura queda oscurecida» (Constitución «Gaudium et spes», n. 36).
3. Regulación de la natalidad
Este secularismo también se quiso extender al campo de la moral sexual y se alió al hedonismo. No se quiso aceptar la ética sexual y el respeto de la vida humana, para poder gozar del placer inmediato, sensible, pero sin responsabilidad. Se quería desligar del acto amoroso sus dos dimensiones esenciales: la dimensión unitivia y la dimensión procreativa. En el plan de Dios ambas deben respetarse.
En el Concilio Vaticano II, los obispos no trataron el tema de la regulación y limitación de nacimientos. También aquí se había reservado el papa Pablo VI esta cuestión. Había confiado su estudio a una comisión que se inclinaba más bien por una suavización de la postura tradicional de la iglesia en materia de anticonceptivos.
El papa, con la luz de Dios y el dictamen de su propia conciencia, fue fiel a la doctrina tradicional de la iglesia y no escuchó los consejos de la comisión, sino que en la encíclica Humanae Vitae, julio de 1968, rechazó todos los métodos no naturales de regulación de los nacimientos, porque no respetaban los dos fines de la relación íntima que puso el Creador en el matrimonio: amor mutuo y procreación[269]. La encíclica fue mal acogida, no sólo por los no católicos, sino por muchos católicos de los países desarrollados. La acogida fue mejor, paradójicamente, en el Tercer Mundo.
El campesino de antaño, que criaba con abnegación una familia numerosa, y que día tras día, gracias a un trabajo sostenido y sudoroso, lograba que su tierra rindiese lo más posible, no obraba así atraído por el señuelo del placer. Tampoco lo hacía coaccionado desde afuera, sino con cierta espontaneidad. Tal comportamiento lo había heredado de sus padres y abuelos, pero él lo hacía suyo, voluntariamente.
Hoy, muchos no buscan sino el placer. Es lo propio de las épocas decadentes. La búsqueda omnímoda e insaciable del placer se convierte en una necesidad inconsciente, análoga al uso de estupefacientes para el drogadicto. El sufrimiento aparece con todas las características de un agresor.
Por eso, el papa Pablo VI en la encíclica Humanae vitae invita a los esposos a saber incorporar en su matrimonio también la categoría del autodominio y de la renuncia como una dimensión del amor, invitando a la abstención sexual, cuando, por razones serias y maduras, se quieren distanciar los nacimientos de los hijos... y a no echar mano de los métodos artificiales que permiten el placer pero cierran la puerta a la nueva vida. Lamentablemente, como hoy día vemos, los métodos anticonceptivos han dado paso a métodos estrictamente abortivos, que todavía son más contrarios a la ley de Dios.
4. Los cristianos por el socialismo y la teología de la liberación
Al final de los años 60 y principios de los 70, se lanzó la posibilidad de un encuentro entre católicos y marxistas. Se creía que eran compatibles. Es más, se decía que algunos principios marxistas podían se aprovechados por los católicos: ¿por qué no aprovechar la metodología sugerida por Marx en el estudio de los hechos sociales, rechazando al mismo tiempo las implicaciones ideológicas que pudieran chocar con la visión cristiana del hombre y con la fe?
Para dar respuesta adecuada a esta pregunta es necesario conocer en líneas generales los tres grandes grupos o corrientes del socialismo.
En primer lugar, el llamado socialismo marxista-leninista. Es el que tenía mayor carga ideológica y estaba reflejado en las diversas experiencias del socialismo marxista-leninista de aquellos años, como fueron el «nuevo curso» soviético, la «revolución cultural» china, la búsqueda de un «socialismo humano» en diversos países, como la «primavera de Praga», la autogestión yugoslava, el «socialismo carismático» de Fidel Castro, los movimientos revolucionarios en Hispanoamérica y, sobre todo, el socialismo-marxista parlamentario de Allende en Chile[270].
El segundo grupo o corriente fue el del socialismo democrático, formado por movimientos históricos con finalidades económicas, culturales y políticas que, aunque inspirados en el marxismo y originados por él, tuvieron evoluciones ideológicas profundas y cambios muy sensibles. Por ejemplo, la socialdemocracia europea, el socialismo escandinavo, español o italiano y el laborismo inglés, aunque este último es un caso un poco diverso.
La tercera corriente estaba integrada por los llamados socialismos idealizados, que de socialistas conservaban sólo el nombre y eran una inspiración generosa para un mundo más justo. En este grupo entrarían muchos de los «socialismos» americanos y asiáticos.
Pablo VI, el papa del diálogo, dejó bien claro en su primera encíclica Ecclesiam suam la condena de los sistemas ideológicos que niegan a Dios y oprimen a la iglesia, sistemas identificados a menudo con regímenes políticos, económicos y sociales, y entre ellos el comunismo ateo de forma especial.
Con esto el papa no hacía más que recoger la tradición de la iglesia. También el Vaticano II, en la constitución Lumen gentium, no obstante la invitación al diálogo con todos, incluso con los no creyentes, afirmó a propósito del marxismo ateo y perseguidor de la religión: «La Iglesia, fiel a sus deberes hacia Dios y hacia los hombres, no puede más que reprobar, como ha hecho en el pasado con toda firmeza y con dolor, tan perniciosas doctrinas que contrastan con la razón y con la experiencia común de los hombres y que degradan al hombre de su innata grandeza» (n. 21).
Por ello, los papas y los obispos promovieron un diálogo inspirado en la claridad y en la prudencia.
Claridad, para que no quedaran dudas sobre la oposición radical entre el catolicismo y el comunismo, de forma que nadie pensase que el diálogo podía llevar a una eliminación de las divergencias de fondo y a la creación de un marxismo católico o de un cristianismo marxista. La iglesia tiene el deber de seguir denunciando y condenando los errores teóricos del marxismo materialista y ateo y su intolerancia religiosa, porque, en todos los países en los que todavía detenta el poder, mantiene una actitud agresiva hacia la iglesia y niega la dignidad y la libertad de los individuos.
Pero, además, era necesaria la prudencia para evitar instrumentalizaciones del diálogo para fines políticos, sobre todo porque la experiencia demostró la falta de sinceridad y de buena voluntad de los comunistas al dialogar con la Iglesia.
No obstante esto, en algunos sectores de la iglesia se intentó hacer paces con la metodología marxista, creyendo que ambos, marxismo y cristianismo, eran compatibles. Así nació la llamada teología de la liberación.
Hagamos un buen repaso de lo que es la teología de la liberación.
El planteamiento es así: hay estructuras sociales injustas, que provocan miseria, hambre y explotación de la gente sencilla y pobre, por culpa de ricos sin conciencia. Hay que hacer algo eficaz para romper con esta situación terrible, que clama al cielo. Este medio eficaz no puede ser la oración, la caridad y el sacrificio, sino más bien, la lucha de clases, a la que anima el marxismo, mediante la revolución armada, para así lograr la solución a esta situación injusta.
Y a esta lucha, también se invitaba a los mismos sacerdotes, para que se metieran en las guerrillas y animaran todo el movimiento revolucionario. Y lo peor de todo es que esta desviada teología de la liberación pone a Jesús como ejemplo de revolución contra los ricos de su tiempo. Es más, esta teología proclama que Jesús ha venido y ha muerto en la cruz, no tanto para redimirnos de nuestros pecados, sino para vencer a los explotadores, pues Él está sólo a favor de los pobres y oprimidos.
Aunque esta teología de la liberación aporta datos interesantes al analizar la situación de injusticia, sin embargo, el medio que propone no es evangélico ni cristiano. Jesús no vino a proponer la violencia ni la revolución a través de las armas, tampoco vino a instigar el odio contra los explotadores. Él vino para convertir el corazón humano, para que, una vez convertido, pueda el hombre, todo hombre, crear estructuras políticas, económicas y sociales justas y respetuosas con la dignidad de la persona humana.
¿Cuándo nació la teología de la liberación y quiénes fueron sus pioneros?
El sacerdote católico Camilo Torres entró a formar parte de la guerrilla colombiana y llegó incluso a ser su jefe. Murió en 1966 con los guerrilleros en la lucha por la liberación. Más tarde vino el padre Gustavo Gutiérrez, peruano y padre de la teología de la liberación. Los teólogos de la liberación pensaban que los cristianos son cristianos en la medida que luchan por la justicia, a favor de los más pobres. Algunos autores incitaban, incluso, a la lucha armada en casos extremos. Toda esta corriente teológica explotó en 1968.
Muchos integristas y conservadores culpan al concilio de estas desviaciones, por no haber sido más tajante con el marxismo y el ateísmo. También culpan al CELAM (conferencia episcopal latinoamericana), que se reunió en Medellín para analizar la situación terrible de injusticia, por la que está atravesando el pueblo. Pero, nada de esto es cierto. Es más, los documentos del CELAM, desde Medellín hasta Puebla, siempre han planteado el lugar apropiado de la necesaria responsabilidad del cristiano respecto a los pobres y a los oprimidos en el contexto de una correcta teología eclesial, pero nunca desde posiciones radicalmente marxistas.
Saquemos ahora unas conclusiones sobre este punto de la teología de la liberación, siguiendo los dos documentos, a este respecto, de la Congregación de la Doctrina de la fe.
Primera: La iglesia siempre ha defendido a los pobres y ha hecho siempre su opción preferencial por los pobres, pero no exclusiva, pues Jesús ha venido a salvar a todos: pobres y ricos, niños y adultos, enfermos y sanos, negros y blancos. La Iglesia siempre ha animado a todos los hombres a que lleven su fe hasta sus últimas consecuencias, comprometiéndose en la lucha por la justicia, la libertad y la dignidad humana, por amor a sus hermanos desheredados, oprimidos o perseguidos.
Más que nunca la iglesia se propone condenar los abusos, las injusticias y los ataques a la libertad, donde se registren y de donde provengan, y luchar, con sus propios medios evangélicos, por la defensa y promoción de los derechos del hombre, especialmente en la persona de los pobres.
Remito al lector a repasar un poco la historia de la humanidad para que me responda a estas preguntas: ¿qué institución ha ayudado más a los pobres y desheredados, a lo largo de los siglos? ¿Acaso no ha sido la iglesia? ¿Cuántas congregaciones religiosas han estado siempre al servicio de los más pobres? ¿De dónde han surgido las mejores iniciativas de promoción humana para gente carenciada? Es deber de justicia reconocer la labor incansable de la iglesia católica. ¡Cuántas veces debería haber recibido el premio Nobel, no sólo de la paz, sino también el de desarrollo integral!
Segunda: La mejor manera de ayudar a los pobres no es enemistarlos con los ricos y los explotadores e invitarlos a luchar contra ellos con las armas, sino ayudarlos y promoverlos en su vida espiritual, humana y social. Y sobre todo se les ayuda cristianizando el corazón de aquellos de quienes pueden cambiar las estructuras injustas. Por eso urge la conversión del corazón tanto de pobres como de ricos, para que todos puedan trabajar con tranquilidad, serenidad y mutuo entendimiento. Así los ricos, convertidos en su corazón, se guiarán por criterios de justicia y caridad; y los pobres, en vez de caer en la violencia y el odio, desarrollarán todas sus potencialidades humanas y espirituales. El resultado será la civilización de la justicia y del amor.
Tercera: La palabra «liberación» parece una palabra mágica y hay que entenderla bien. Hoy se habla por todas partes de liberación: liberación de tabúes, liberación de los pueblos, liberación de la mujer, liberación de los pueblos oprimidos... El cristianismo no tiene miedo a esta palabra «liberación». Sabemos que «el evangelio de Jesucristo es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación«—dice el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre algunos aspectos de la «teología de la liberación», en el prólogo.
Pretender buscar la liberación solamente en la inmanencia, es decir, aquí abajo, en la historia, en esta orilla, sin miras de trascendencia, es conducir al hombre a una situación de alineación y esclavitud. «Desde el punto de vista cristiano la «liberación» es ante todo y principalmente liberación de la esclavitud radical de la que el «mundo» no se percata, incluso niega: la esclavitud radical del pecado»[271].
Cuarta: Y, ¿qué es la teología de la liberación, siguiendo el primer documento[272] del cardenal Ratzinger, y que el papa Juan Pablo II aprobó? ¿Dónde está el error doctrinal de esta teología de la liberación[273]?
«La teología de la liberación pretende dar una nueva interpretación global del cristianismo; explica el cristianismo como una praxis de liberación y pretende presentarse como una guía en esta praxis. Ahora bien: puesto que, según esta teología, toda realidad es política, resulta que la liberación es también un concepto político, y la guía para la liberación debe ser una guía para la acción política...Una teología que no sea práctica, que no sea esencialmente política, es considerada «idealista» y condenada como irreal o como medio de conservación de los opresores en el poder. A un teólogo que haya aprendido su teología en la tradición clásica, y que haya aceptado su vocación espiritual, le resulta difícil imaginar que se pueda vaciar seriamente la realidad global del cristianismo en un esquema de praxis sociopolítica de liberación. Esto, sin embargo, es posible porque muchos teólogos de la liberación siguen usando gran parte del lenguaje ascético y dogmático de la Iglesia, pero en clave nueva: de tal manera que, quien la lee o la escucha partiendo de otro fundamento distinto, puede tener la impresión de encontrar el patrimonio tradicional, con el mero añadido de algunas afirmaciones un poco «extrañas», pero que, unidas a tanta religiosidad, no podrían se peligrosas...».
Y así podría seguir con el documento, pero invito al lector a leerlo por sí mismo.
En pocas palabras, ¿dónde está el peligro de esta teología de liberación, con marcado acento marxista?
Reducir la liberación a su solo sentido político, social y económico, desligado de su vertiente trascendente. Ya no es búsqueda de la liberación del pecado, para que así se den, como consecuencia, las demás liberaciones políticas, sociales y económicas. Aquí se busca sólo la liberación terrenal e inmanente.
El estribillo que repiten los teólogos de la liberación es siempre el mismo: «Hay que liberar al hombre de las cadenas de la opresión político-económica; y para liberarlo no bastan las reformas, que incluso son contraproducentes; lo que se necesita es la revolución, y el único medio de hacer la revolución es proclamar la lucha de clases».
El cardenal Ratzinger añade: «Lo que resulta inaceptable teológicamente, y peligroso socialmente, es esta mescolanza entre Biblia, cristología, política, sociología y economía. No se puede abusar de la Escritura y de la teología para conferir valor absoluto y sagrado a una teoría en el orden sociopolítico...Si se sacraliza la revolución —mezclando a Dios y a Cristo con las ideologías- se produce un fanatismo entusiasta que puede llevar a las peores injusticias y opresiones, provocando efectos diametralmente opuestos a los que se buscaban» [274].
¿De qué se echó mano en la teología de la liberación?
La psicología, la sociología y la interpretación marxista de la historia fueron consideradas como científicamente garantizadas, y, por tanto, como instancias indiscutibles del pensamiento cristiano. Aquí está el error: querer bautizar la Sagrada Escritura con el agua del marxismo. De esta manera, se daba a la misión de Jesús una nueva interpretación y significado; se le presenta como un nuevo guerrillero, revolucionario, que ha venido a derrocar a los ricos y a la clase opresora, para así salvar a los pobres y oprimidos.
En esta interpretación marxista, el término «pueblo de Dios» se convierte en un concepto politizado, opuesto al de «jerarquía», a quien se la considera del lado de los opresores; ese pueblo debe participar en la «lucha de clases», formando así «la Iglesia popular», que se contrapone a la Iglesia jerárquica. La jerarquía ya no tendrá la misión de magisterio; será, más bien, «la comunidad» quien asume este papel. La vivencia y las experiencias de la comunidad determinan la comprensión y la interpretación de la Escritura.
Como vemos, esta teología de la liberación quiso dar un vuelco a la verdadera teología. Todos los conceptos y realidades quisieron ponerlos en el molde marxista. Incluso las mismas virtudes teologales fueron tergiversadas y vaciadas de contenido sobrenatural. La fe es fidelidad a la historia, que para Marx es portadora de salvación. La esperanza es confianza en el futuro y como trabajo en orden al futuro. La caridad es la opción por los pobres, es decir, coincide con la opción por la lucha de clases.
Los mismos sacramentos quedan trastocados: la eucaristía es interpretada como una fiesta de liberación en el sentido de una esperanza político-mesiánica y de su praxis.
No importa la ortodoxia; sólo interesa la ortopraxis, es decir, la acción para solucionar los problemas materiales, sociales y económicos. El único pecado será no entregarse a la lucha de clases para conseguir la liberación de los oprimidos y derrocar a los opresores.
De la teología de los rojos a la teología de los verdes
Esta teología de la liberación, desenmascarada por la iglesia, aparentemente se ha calmado, también gracias a la caída del muro de Berlín en 1989. Como que ha pasado ya de moda.
Hoy se enarbolan otras banderas: no tanto ya la bandera de la teología de liberación o llamada en algunos ámbitos, la teología de los rojos, por su influencia marxista-comunista; hoy se prefiere la bandera de una cierta teología verde, que diviniza la naturaleza y fácilmente cae en el panteísmo. Algunos autores de esta corriente admiten a Dios, pero no el Dios personal que se nos reveló en Cristo y cuya salvación la iglesia nos transmite, sino un dios impersonal.
Podríamos decir que ciertas corrientes del movimiento verde han venido a ocupar el espacio que ha dejado la teología de la liberación. Una necesidad real de la humanidad, como es la defensa de la naturaleza y del planeta, se convierte en sus manos en un instrumento especialmente apto para sus planes: desde el punto de vista político se presta para obstaculizar el desarrollo y crear enfrentamientos y agitaciones; desde el punto de vista ideológico sirve para sembrar tinieblas en la mente de los creyentes, confundiéndolos con visiones naturalistas y panteístas[275] de la realidad; desde el punto de vista moral, el único pecado existente es el maltrato de la naturaleza y del ecosistema; y desde el punto de vista religioso, se niega la distinción entre Dios Creador y las creaturas, dependientes de Dios.
5. Movimientos pseudorreligiosos
Dado que la ciencia, la filosofía y el marxismo son incapaces de dar respuestas satisfactorias a las cuestiones y a las angustias de los hombres, algunas personas se han volcado de nuevo a lo religioso, pero de una forma sumamente ambigua e irracional: videntes, astrólogos, esoterismo, ocultismo. Y más tarde, han entrado en escena sectas para todos los gustos y sabores. En estas sectas, que llevan incluso el nombre de «Jesús» en los labios, buscan más el sentimiento y la afectividad, que la convicción y el cambio de vida profundo y coherente.
Habría mucho que decir sobre estos movimientos pseudorreligiosos, especialmente de la así llamada Nueva Era (New Age)[276]. Muchos no saben ni siquiera qué es la Nueva Era. Y, sin embargo, la «padecen». Lo viven inconscientemente. Asimilan sus ideas y comportamientos.
¿Qué es la Nueva Era?[277]
Es una corriente de pensamiento en la que conviven diferentes ideas, religiones, filosofías y prácticas esotéricas. No es una secta. Es, simplemente, un modo de pensar que se basa en la idea de que, finalizada la era cristiana, ha comenzado la era del Acuario. Los secuaces de la Nueva Era creen que la humanidad está entrando en una era de paz y de bienestar, rica en cambios a nivel social, político y religioso.
La Nueva Era, por tanto, debería tomar el lugar del cristianismo. ¿Cuándo? Precisamente en nuestros días, alrededor del año dos mil y algo. Es decir, en el paso de la era astrológica de Piscis a la de Acuario. Por esta razón los secuaces de la Nueva Era son conocidos como «acuarios».
Dos eslóganes fundamentales de los acuarios: «Nosotros somos dios» y «Si tú lo crees, es verdadero».
Según esto, y a modo de crítica de la Nueva Era, el Dios personal queda diluido en una fuerza cósmica que todo lo penetra, incluso a nosotros los hombres. El hombre se confunde con Dios, la materia con el espíritu Por otro lado, para la Nueva Era ya no existe la verdad objetiva. Todo es relativo. Existe sólo la verdad en la que «yo» creo. Por eso, una vez más, el hombre se pone en el centro que debía ocupar Dios y se convierte en la norma de su propia conducta. El resultado es el total relativismo moral.
Otros elementos característicos del pensamiento de la Nueva Era son: una exagerada valoración de todo lo que pertenece a la cultura oriental (religiones, reencarnación, yoga, artes marciales, etc...), la atribución de «poderes» y de «energías positivas» a piedras, minerales o cristales, el descubrimiento de los ovnis y de los extraterrestres (con quienes algunos acuarianos creen comunicarse), la astrología, el espiritismo, el esoterismo en sus diversas formas, el interés por la así llamada «medicina alternativa», la obsesión por los ángeles, los animales, el culto de los indios de América, el vegetarianismo y una visión pagana, extremista y fanática de la ecología (ecologismo).
A esto se añade el sincretismo religioso que hay detrás de la Nueva Era. Es decir, el «licuado» de las religiones. Según el pensamiento de la Nueva Era, todas las religiones son iguales. Por consiguiente, todas las verdades serían iguales. Pero si todas las verdades son iguales, quiere decir que no existe ninguna verdad. Mediante este sincretismo religioso se quiere buscar la paz entre los pueblos y favorecer el diálogo entre las diversas religiones.
Pero esto es un truco para debilitar al cristianismo. Colocando a todas las religiones sobre el mismo plano, se quiere desvalorizar el mensaje de Jesús. Para los Acuarianos, Cristo es sólo «uno de tantos»[278]. Es como Buda, Mahoma o cualquier otros líder espiritual. Y por lo mismo, su mensaje se convierte en un mensaje «como tantos».
Por todo lo que he expuesto, concluyo que la Nueva Era apunta a crear confusión y a debilitar el cristianismo. Todo esto daña mucho. Ya no se sabe qué es el bien y qué es el mal. Ya no hay conciencia del pecado; y por lo mismo, la necesidad de la redención traída por Cristo. Y, ¿para qué sirven entonces los sacramentos? Para nada.
Esta Nueva Era crea, además de una enorme confusión, un gran vacío en el hombre. ¿Quién lo llenará? Si no es Cristo, cualquier piedra o cristal nos harán creer que tiene la energía que necesitamos.
Mucho más se podría hablar de la Nueva Era. Pero dejémoslo acá. Volvamos a nuestra fe cristiana y a rezar cada día nuestro credo, con renovado fervor y conciencia.
Hasta aquí las consecuencias imprevistas, y no causadas por el Concilio, sino por una desviada y, en ocasiones, maligna interpretación, vuelvo a repetir.
Pero, ¿hay algo más, después del Concilio Vaticano II?
El Vaticano II produjo más frutos positivos que negativos... ¿Quién lo duda?
Pero hubo otras consecuencias muy positivas, además de las que ya comentamos anteriormente. ¿Cuáles son?
El concilio abrió ampliamente los caminos del ecumenismo, aunque todavía hay mucho por hacer.
El concilio también impulsó la inculturación del evangelio, es decir, la tarea de llevar el mensaje de Cristo a las diversas culturas, con respeto y amor. En su encíclica «Evangelii Nuntiandi» Pablo VI dice lo siguiente: «Hay que hacer a la Iglesia del siglo XX todavía más apta para anunciar el evangelio a la humanidad del siglo XX...Es una alegría evangelizar, aun cuando sea preciso sembrar en medio de lágrimas». En esta nueva evangelización, la iglesia de occidente está preocupada por los problemas de la secularización, de la búsqueda de un sistema de valores, de una reforma moral. La iglesia de América Latina se siente interpelada por la miseria, la explotación económica y la revolución social. A todas partes urge el mensaje liberador y salvador de Cristo.
Gracias al concilio, Dios hizo surgir los movimientos eclesiales y nuevas comunidades. Así ha crecido la importancia del papel del apostolado de los seglares, si bien en la historia del cristianismo éste no es un fenómeno nuevo, porque es suficiente leer los Hechos de los Apóstoles para darse cuenta de que los cristianos laicos, a pesar de las persecuciones, ya en aquellos tiempos proclamaban a Cristo por doquier, contribuyendo a la difusión de la fe en las ciudades y en los lugares que visitaban. E iban de casa en casa, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad.
A lo largo de la historia de la iglesia, los seglares han desempeñado diversos ministerios, como bautizar, llevar la eucaristía a los enfermos y a los prisioneros, participar en la preparación de los penitentes al sacramento de la reconciliación, y también desarrollaban un papel activo en la celebración de los matrimonios.
El problema del laicado fue uno de los temas fundamentales estudiados por el Concilio Vaticano II. El papa Juan Pablo II dedicó una exhortación apostólica llamada «Christifideles laici», del 30 de diciembre de 1988, sobre la misión de los laicos en la iglesia y en el mundo. Este documento pontificio ha sido definido como el «vademécum de la iglesia» en el campo de la vocación y de la misión de los laicos ante el Tercer Milenio.
Y dicho documento dedica también atención a los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades, que son un fenómeno típico del posconcilio.
¿Qué pide la iglesia a todos estos movimientos?
Una vez que la iglesia ha aprobado los estatutos de dichos movimientos, es necesario que estos movimientos, permaneciendo fieles a su propio carisma, estén en comunión con los obispos diocesanos y cooperen con ese carisma en la pastoral diocesana. Estos movimientos presentan ante el mundo la pluriformidad de los carismas, pero dicha pluriformidad debe estar orientada a la unidad en el Espíritu.
La experiencia de la unidad en la pluralidad, vivida y testimoniada por los movimientos puede y debe constituir un punto de referencia para ese camino de comunión eclesial, superando cualquier sombra de particularismo. Todos los movimientos, siguiendo cada uno el propio carisma inspirado por el Espíritu Santo a sus respectivos fundadores, deben responder a la llamada de este mismo Espíritu para la renovación de la iglesia.
Casi llegan ya al centenar los movimientos aprobados por la Santa Sede. Entre los más conocidos se encuentran: Focolares, Camino neocatecumenal, Comunidad del Arca, Obra de Schönstatt, Comunión y Liberación, Renovación Carismática cristiana, Cursillos de Cristiandad, Cooperadores Salesianos, Regnum Christi, Talleres de Oración y Vida, Movimiento Nazareth, Sígueme, Movimiento Teresiano del Apostolado, Comunidad de Sant´Egidio, Milicia de la Inmaculada, Legión de María, Katholische Integrierte Gemainde, Foi et Lumière, Movimiento de Vida cristiana, etc...
Otras consecuencias positivas del Concilio Vaticano II
Enunciemos otras consecuencias positivas:
- La renovación del gobierno central de la iglesia,
- La internacionalización del colegio cardenalicio y de la curia romana.
- El Santo Oficio o Inquisición desaparece y nace la Congregación para la Doctrina de la fe.
- Se incrementa el ejercicio de la colegialidad por medio de las conferencias episcopales y del sínodo de obispos.
- Los laicos ocupan puestos de responsabilidad en la Iglesia y cooperan en su misión evangelizadora.
Hubo un papa llamado Karol Wojtyla, que tomó el nombre de Juan Pablo II
Antes de concluir este siglo XX, quiero hacer homenaje a este papa, a este titán de la iglesia católica, que supo llevar adelante con grande altura y profundidad todas las consignas del Concilio Vaticano II y cuyo legado siempre agradeceremos.
Este papa vino de la fría Polonia. Era arzobispo de Cracovia. Por primera vez, tras cuatro siglos y medio —exactamente 455 años-, era elevado al supremo pontificado un cardenal no italiano.
Karol Wojtyla, cuando fue elegido papa era ya conocido por su profunda fe, que ahonda sus raíces en la de un pueblo que durante un milenio ha luchado duramente para ser fiel a Dios y a la iglesia católica y que en aquellos años de dura represión comunista ofrecía al mundo cristiano un magnífico espectáculo de fe y de práctica cristiana. Pero, además, era conocido por su sólida cultura filosófica y teológica y por un amplio conocimiento de los problemas del mundo.
Juan Pablo II desde el primer momento manifestó un doble amor y un doble servicio: el amor por Jesucristo y por el hombre redimido por Él; el servicio de Jesucristo y del hombre, llamado por él a la plenitud de la verdad y de la vida. Por ello, en sus relaciones con los estados defendió enérgicamente la libertad religiosa y los derechos humanos, en los que se refleja la imagen de Dios, pues ésta es la vía de la iglesia, como dijo en su primera encíclica Redemptor hominis (n. 14).
El pontificado estuvo inspirado desde el principio en un sentido religioso y cristológico, y así lo demostró en su primer discurso al mundo, pronunciado el 22 de octubre de 1978, cuando comenzaba oficialmente su misterio apostólico: «¡Abrid las puertas a Cristo!». De hecho, toda la actividad de Juan Pablo II ha querido ser una ayuda ofrecida a todos —creyentes y no creyentes- a abrir con confianza y sin miedo las puertas del espíritu y del corazón a Jesucristo y a su evangelio, proclamado por la iglesia. Y esta invitación ha querido llevarla el papa personalmente por todo el mundo hasta los extremos del orbe.
Este ha sido el verdadero motivo que ha inspirado los fatigosos y extenuantes viajes apostólicos del papa, no porque él se considere el único anunciador del evangelio, sino para visitar y animar a las iglesias locales y para sostener con su presencia y su palabra la acción de los obispos, sacerdotes, religiosos y fieles comprometidos generosamente en la evangelización.
El papa no pretende sustituir a los obispos en sus tareas pastorales, sino escucharles, afianzarles en la fe y estrechar los vínculos de comunión. Por eso, los viajes del papa tienen siempre dos momentos culminantes: el encuentro con los obispos y el encuentro con la comunidad local en una solemne concelebración eucarística. Por eso, también, el papa ha dado realce siempre a la colegialidad episcopal[279].
El carácter esencialmente religioso de estos viajes resalta también por el hecho de que los encuentros con las autoridades locales han sido reducidos al mínimo, limitados prácticamente a los momentos en que el papa llega al país y sale de él. También es verdad que muchos discursos del papa han tenido un indudable reflejo político y le dieron ocasión para pedir a regímenes dictatoriales de derechas y de izquierdas, un mayor respeto de los derechos humanos.
Juan Pablo II no es un papa político, sino un papa religioso en el sentido estricto del término, porque incluso cuando aborda cuestiones políticas lo hace movido por el espíritu evangélico y humanitario. Siempre ve al hombre en relación con Dios, del cual son un reflejo la dignidad y libertad humana, y en relación a Cristo, redentor del hombre.
La prueba más evidente del carácter específicamente religioso de su pontificado es que él ha pedido a la iglesia que se comprometa en una nueva evangelización, con nuevos métodos, nueva expresión; que no se encierre en sí misma, como si tuviera miedo al mundo, sino que salga al exterior, al abierto y esté presente, sin miedos ni complejos de inferioridad, en los nuevos «areópagos», donde se hace cultura, se debaten ideas, se hacen programas, donde se decide el destino espiritual de la humanidad. Por ello insiste para que la iglesia esté preparada espiritual y culturalmente para esta nueva tarea.
En honor a la verdad, hay que decir que, siguiendo al papa Pablo VI, Juan Pablo II también ha dado un impulso muy grande a la causa del ecumenismo, es decir, la búsqueda de la unidad cristiana, con amor y respeto por nuestros hermanos separados: los protestantes, anglicanos y ortodoxos.
Y lo hace con la conciencia de que Cristo en la última cena ha pedido «que todos sean uno como el Padre y Yo somos uno». Gracias al impulso de Juan Pablo II se pasó del diálogo de la caridad al diálogo teológico, que es el verdadero nudo del ecumenismo, ya que la unión de las iglesia y comunidades eclesiales no podrá hacerse si no es en la comunión de la única fe. El diálogo de la caridad es necesario, tanto en sí mismo como en preparación para el diálogo teológico, pero él solo no basta para hacer la unidad.
El gran problema del ecumenismo está en aceptar el primado del papa.
Esto no es cuestión de título, pues no es un primado de orgullo sino de «servicio, de ministerio y de amor para beneficio de todos, para la unidad común, para la libertad común, para la plenitud cristiana común» (Pablo VI, en «Ecclesiam suam», n. 41). El primado del papa fue voluntad de Cristo, no capricho de la iglesia católica.
Desde aquí, invito al lector a leer la encíclica publicada por Juan Pablo II sobre el ecumenismo, titulada «Ut unum sint», del 25 de mayo de 1995. La iglesia, dice Juan Pablo II, debe respirar con los dos pulmones, el de oriente y el de occidente. Son más las cosas que nos unen que las que nos dividen y separan. Una iglesia que predica la reconciliación no puede substraerse al empeño de reconciliarse con sus hermanos separados. Es un escándalo y un antitestimonio el que estemos separados.
Urge, pues, la unión de todos los cristianos, en una misma fe, con unos mismos sacramento, y bajo un mismo pastor, el sucesor de Pedro, el papa.
Otro aspecto que quiero destacar es el trabajo del actual papa en la «Ospolitik» vaticana, que había comenzado Pablo VI, con la que se busca dialogar con los gobiernos comunistas en los que hay fieles católicos. Urge a la iglesia el poder nombrar obispos en aquellas iglesias de la Europa del este, que estuvieran bajo regímenes comunistas, a fin de que la iglesia cobre vida.
En el verano de 1989, cuando la caída de los regímenes comunistas parecía todavía lejana, el ateísmo de estado no nutría ya más esperanzas de conseguir extirpar el cristianismo. La bancarrota económica y social de los países de la Europa oriental, como la afirmación de libertad y democracia en Occidente comenzaron a minar las bases del «coloso» comunista.
En el otoño de 1989 llegaron los grandes cambios radicales, comenzando con el hecho más emblemático —la caída del muro de Berlín- al que siguieron las revoluciones pacíficas en Checoslovaquia, Alemania Oriental y Bulgaria y la violenta en Rumania. Entretanto, el 1 de diciembre se produjo el acontecimiento de mayor significado histórico y de mayor carga emotiva: el encuentro en el Vaticano entre el papa Juan Pablo II y el presidente soviético Gorbachov. Fue el símbolo del final de más de setenta años de persecución religiosa por parte de los comunistas y del fracaso de la ideología marxista que la había inspirado.
El bienio 1989-1990 ha registrado el final del imperio comunista y, con él, el retorno a la plena libertad religiosa en casi todos los países de la Europa oriental.
Juan Pablo II ha jugado un papel decisivo en la caída del comunismo soviético y en el proceso de democratización de la Europa del este, en particular de su país natal, Polonia. Lo que movió al papa Juan Pablo II a combatir el comunismo no fue un motivo político, sino un motivo religioso y moral: el deseo de acabar con un sistema político que se profesaba ateo y perseguía a la iglesia y, al mismo tiempo, oprimía al hombre, negándole toda libertad. Fue, pues, el aspecto antirreligioso e inhumano del comunismo, del cual él había tenido experiencia directa en Polonia, lo que le movió a combatirlo de forma tan decidida desde el comienzo de su ministerio de pastor universal.
Otro punto que quiero traer a colación aquí sobre la labor de Juan Pablo II es la memoria de los mártires. Habla de ellos con mucha frecuencia. Por ejemplo, en la carta apostólica «Tertio Millennio adveniente», n. 37, dice así: «Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires. Las persecuciones de creyentes —sacerdotes, religiosos y laicos- han supuesto una gran siembra de mártires en varias partes del mundo. El testimonio de Cristo dado hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes, como revelaba ya Pablo VI en la homilía de canonización de los mártires ugandeses».
¡Mártires de la persecución religiosa provocada por el comunismo, por el nazismo y demás ideologías ateas! El papa, entre las personas que ha canonizado y beatificado, ha dado un puesto de relieve a los mártires de la fe y de la caridad y ha querido que se preparase para el Jubileo del año 2000 un martirologio, que recoja los nombres de todos los cristianos que a lo largo del siglo XX han sido asesinados por la fe y por la caridad en cualquier parte del mundo.
¿Cuál podría ser la síntesis de su magisterio?
Al misterio trinitario y al misterio de la encarnación ha dedicado tres encíclicas que se refieren al Padre (Dives in misericordia), al Hijo encarnado Jesucristo (Redemptor hominis) y al Espíritu Santo (Dominum et vivificantem).
Al misterio de María ha dedicado la encíclica Redemptoris Mater.
A la misión evangelizadora de Cristo por medio de la iglesia, la Redemptoris missio.
A la relación necesaria entre la fe y la razón, la Fides et Ratio.
Al problema de la verdad y de su relación el orden moral, la Veritatis splendor.
Al problema del sentido y del valor de la vida humana, que es uno de lo más dramáticos de nuestro tiempo, la Evangelium vitae.
Al tema ecuménico, la encíclica Ut unum sint.
A la relación entre las Iglesias de Occidente y de Oriente, la encíclica Slavorum apostoli, sobre los apóstoles de los eslavos, Cirilo y Metodio.
Quiso también escribir sobre la doctrina social de la iglesia, siguiendo a sus predecesores, desde León XIII hasta Pablo VI. A este tema dedicó las encíclicas Laborem exercens, sobre el trabajo humano en el 90 aniversario de la encíclica social de León XIII «Rerum novarum»; la Sollicitudo rei socialis, en el vigésimo aniversario de la encíclica de Pablo VI «Populorum progressio», y la Centesimus annus, en el centenario de la «Rerum novarum».
El Jueves Santo del año 2003 regaló a toda la Iglesia la hermosísima encíclica sobre la Eucaristía, donde nos dice que la Iglesia vive de la Eucaristía. Es todo un canto de fe y de adoración al misterio más sublime, el misterio eucarístico.
Con todo este fecundo magisterio, al que hay que añadir las exhortaciones apostólicas postsinodales, las cartas, discursos, homilías, audiencias generales, el papa ha querido preparar a los católicos para que se enfrenten culturalmente bien equipados a los desafíos del mundo moderno, que son también de orden cultural.
Y en este sentido hay que destacar el gran esfuerzo que el papa ha hecho para aprovechar las riquezas del Concilio Vaticano II, pues todas sus enseñanzas están directamente inspiradas en la letra y en el espíritu de los grandes documentos conciliares, que, dada la aceleración de la historia, corren el riesgo de quedar olvidados y, por ello, tienen necesidad de ser continuamente recordados a las nuevas generaciones cristianas.
El mejor fruto de este esfuerzo de reproposición de las enseñanzas conciliares fue la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica el 11 de octubre de 1992, cuando se cumplían los treinta años de la apertura de aquella asamblea ecuménica. Y en el aspecto jurídico, el nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado en 1983, definido por el Papa «el último documento del Vaticano II», pues todo él está inspirado en dicho concilio y recoge la legislación postconciliar.
¿Se podría hacer un balance del pontificado de Juan Pablo II hasta este momento?
Yo destacaría las siguientes características fundamentales de este papa[280]:
Su paternidad universal como Vicario de Cristo y sucesor de Pedro: es ésta la razón que le lleva incansablemente a todas las partes del mundo.
Su magisterio de verdad, que destaca ante todo por el anuncio constante del evangelio y su desarrollo fiel a la tradición de la iglesia.
Su sentido pastoral, que se manifiesta como guía del pueblo cristiano, sobre todo en sus relaciones con sus hermanos en el episcopado.
Su conocimiento y comprensión por los dramas del mundo de hoy y su empeño por ayudar a la humanidad que sufre, oponiéndose enérgicamente a todas las guerras y conflictos, y defendiendo todos los derechos humanos.
Su espíritu de colaboración fraterna, que inspira sus relaciones con sus colaboradores, siguiendo la línea trazada por Pablo VI después del Vaticano II.
Este papa se propuso esta misión:
Conducir la iglesia hacia el Tercer Milenio cristiano, indicando al hombre el camino verdadero para su rescate total, en tiempos de grandes pruebas pero también de grandes esperanzas.
Dialogar con la cultura como vía esencial para la humanización de la persona, teniendo conciencia plena de su misión como custodio e intérprete de una verdad que nos viene de Dios por medio de Cristo.
Abrazar la cruz, sin ahorrar esfuerzos, energías y sacrificios en una búsqueda constante de aquella «hora perdida» de la iglesia en Getsemaní.
Conducir al mundo a Dios, invitándolo a la santidad, como nos recordó en su carta «Novo millennio ineunte».
Dialogar con sus hermanos en el episcopado y darles su lugar, respetando la colegialidad episcopal.
Relanzar el ecumenismo, siguiendo con fidelidad a sus predecesores Juan XXIII y Pablo VI.
Abrirse al diálogo interreligioso con todas las religiones del mundo, como manifestó en Asís y en otros muchos encuentros.
Promover la reconciliación manteniendo viva la llama de la unidad con Cristo.
Ser joven entre los jóvenes, con una presencia viva, dialogante y comprometida a través de las jornadas mundiales dedicadas a ellos.
Manifestar su ardiente devoción mariana, sintetizada en su lema «Totus tuus».
Lanzar al apostolado a los seglares y su plena inserción e integración en la vida eclesial, mediante el apoyo a los movimientos eclesiales y nuevas comunidades.
Defender la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. Ha anunciado el evangelio de la vida en medio de este mundo que apoya, fomenta y aplaude la cultura de la muerte.
Defender la familia y concientizarla de su misión dentro del mundo y de la iglesia.
Promover la construcción de una sociedad más justa y solidaria, partiendo de su experiencia como trabajador de una fábrica, y así ayudar a erradicar el hambre, la pobreza y la discriminación.
Promover la paz mediante la fuerza de la oración, la justicia, la honestidad y la solidaridad.
Ensalzar la vocación sacerdotal como un gran misterio y un don de Dios; renovar y promover la vida consagrada y religiosa dentro de la iglesia.
Detrás de este hombre, Juan Pablo II, se esconden unas verdades macizas y unos valores irrompibles. ¿Cuáles son estos valores?
Juan Pablo II cree en la existencia de verdades absolutas, de principios filosóficos y de reglas morales siempre válidas, sobre las cuales solamente se puede construir la vida humana. Así derrota el relativismo, el nihilismo y el hedonismo libertario, imperantes en nuestro mundo.
Juan Pablo II cree en el vínculo de dependencia que la libertad tiene de la verdad, por lo que la libertad humana no es nunca absoluta, sino que su ejercicio debe estar dirigido por la verdad; y en esto estriba la importancia de su encíclica «Fides et ratio», de 1998, que ha revalorizado la razón humana frente al agnosticismo, al positivismo y al nihilismo.
Juan Pablo II cree en el valor incomparable de la persona humana que no puede ser sacrificada ni a las exigencias de la política ni a las leyes férreas de la economía y, mucho menos, a los intereses económicos de cada estado o de grupos o individuos. Así se explica también el respeto que da a la vida humana desde el momento de la concepción hasta su término natural, y su condena absoluta del aborto, de la eutanasia y de todas aquellas manipulaciones genéticas que comportan la utilización de embriones humanas con finalidad fecundadoras o de investigación científica.
Juan Pablo II cree en el valor inestimable del matrimonio y de la familia, de cuya santidad y solidez depende el porvenir —feliz o desgraciado- de los hijos.
Juan Pablo II cree en el valor de la castidad juvenil y conyugal como vía hacia el amor auténtico y fiel, ya que sólo él puede hacer feliz al hombre y a la mujer, llamados por Dios para realizarse en el amor recíproco, que es verdadero amor cuando se convierte en don recíproco de sí mismo en la fidelidad.
A pesar de las numerosas oposiciones y críticas que ha recibido a lo largo de su pontificado, Juan Pablo II ha sido el defensor más decidido y convencido de estos valores humanos y cristianos. Y para afirmarlos no ha dejado de hacer llegar su palabra a las grandes conferencias internacionales, aunque en ocasiones no se le ha escuchado.
No obstante ha conseguido poner en la conciencia humana algunos grandes problemas y ha conseguido también, por medio de sus delegados, introducir en los documentos internacionales algunos principios morales de gran valor.
Mucho, pues, le debemos a este papa polaco. La historia le hará justicia. Mientras tanto, sigamos repasando una y otra vez, agradecidos, sus documentos, que son luz, alimento y fuerza en la evangelización y en la propia santificación personal.
Conclusión
¿Cómo cerrar este capítulo, después de haber comentado lo que fue el Concilio Vaticano II y toda la labor del papa Juan Pablo II?
El cardenal Ratzinger, a diez años de la clausura del Concilio, en 1975 dijo: «Hay que dejar bien claro, ante todo, que el Vaticano II se apoya en la misma autoridad que el Vaticano I y que el concilio Tridentino: es decir, el Papa y el colegio de los obispos en comunión con él. En cuanto a los contenidos, es preciso recordar que el Vaticano II se sitúa en rigurosa continuidad con los dos concilios anteriores y recoge literalmente su doctrina en puntos decisivos».
De aquí deducía el cardenal dos consecuencias: «Primera: es imposible para un católico tomar posiciones a favor del Vaticano II y en contra de Trento o del Vaticano I. Quien acepta el Vaticano II, en la expresión clara de su letra y en la clara intencionalidad de su espíritu, afirma al mismo tiempo la ininterrumpida tradición de la Iglesia, en particular los dos concilios precedentes. Valga esto para el así llamado «progresismo», al menos en sus formas extremas. Segunda: del mismo modo, es imposible decidirse a favor de Trento y del Vaticano I y en contra del Vaticano II. Quien niega el Vaticano II, niega la autoridad que sostiene a los otros dos concilios y los arranca así de su fundamento. Valga esto para el así llamado «tradicionalismo», también éste en sus formas extremas. Ante el Vaticano II, toda opción partidista destruye un todo, la historia misma de la Iglesia, que sólo puede existir como unidad indivisible»[281].
Y del papa Juan Pablo II, ¿qué decir?
Ha sido un papa admirado, por muchos, y criticado por algunos. Le critican por la rigidez de sus posturas sobre el aborto, la eutanasia, la moral sexual, la no admisión a los sacramentos de los divorciados que se han vuelto a casar, por su defensa del celibato sacerdotal y por su rechazo a admitir las mujeres al sacerdocio.
Pero el papa lo único que hace es permanecer fiel al modo de actuar de Cristo y a la tradición de la iglesia. Las personas que lo critican no se dan cuenta de que lo que ponen en cuestión mediante sus críticas es la fidelidad de ese hombre a la moral enseñada en el Evangelio y vivida por la iglesia en sus dos mil años de historia. Juan Pablo II no hace más que enseñar la moral evangélica, que no cambia con el paso de la historia, sino que siempre es la misma. Esta fidelidad —que hoy es terriblemente costosa porque da lugar a incomprensiones y a críticas durísimas, y por ello lleva el signo de la cruz- es la grandeza del papa, «testigo fiel» de Jesucristo, como Jesucristo ha sido «testigo fiel» del Padre (cf. Ap 1, 5).
Juan Pablo tiene una gran lucidez y valentía al denunciar los peligros que amenazan a la humanidad; peligros que hoy muchos no ven y por ello acusan y critican al papa. Pero, en lugar de encerrarse en un pesimismo plañidero ante la situación del mundo actual, el papa no deja de pedir que se respeten la verdad, la justicia y los valores morales que humanizan la vida social. Para el papa la plena verdad y el sumo bien del hombre está en la persona y en la doctrina de Cristo, y por eso lo propone como modelo único a los hombres de hoy.
La historia hará justicia al papa Juan Pablo II.
Apéndice: Sobre el Papa Pío XII
¿Qué decir sobre los silencios de Pío XII?
A diferencia de Benedicto XV, que había sido muy criticado por sus llamadas a la paz durante la primera guerra mundial, Pío XII recibió en vida unánimes alabanzas por su actitud durante el conflicto de 1939-1945, es decir, durante la segunda guerra mundial.
Pero en 1963, en una obra que alcanzó un gran éxito de escándalo, «El vicario», un joven autor alemán, Rolf Hochhuth, acusó a Pío XII de no haber condenado explícitamente el exterminio de los judíos por los nazis.
Se siguió una áspera controversia: ¿le faltó valentía? ¿Era favorable al nazismo? ¿Ignoraba lo que ocurría? El asunto tuvo la ventaja de provocar la publicación de numerosos documentos de los archivos, para hacer un poco de luz. Diplomático y secretario de estado, antes de ser papa, Pío XII conocía bien los asuntos alemanes; había firmado el concordato con Hitler en 1933, y en 1937 había participado en la redacción de la encíclica «Mit brennender Sorge. Sin ninguna simpatía por el nazismo, prefería las intervenciones diplomáticas discretas más que las declaraciones solemnes.
Durante la guerra, en numerosos discursos y radiomensajes de navidad volvió incansablemente sobre los excesos de la guerra y sobre los beneficios de una negociación y de una paz basada en un justo equilibrio. Bajo la responsabilidad de monseñor Montini (futuro Pablo VI) creó una oficina de información que transmitía noticias de los prisioneros y de los desaparecidos. Miles de judíos y otras personas perseguidas por los nazis encontraron abrigo en las instituciones pontificias y en los conventos. Y dio la orden de ayudar a los judíos de manera valiente y discreta. De hecho, al final de la guerra, delegaciones de altos dignatarios judíos, fueron a Roma para agradecerle cuanto había hecho por ese pueblo tan perseguido. Pero todo ello lo hizo con discreción, para evitar males mayores a quienes buscaba proteger.
En Zenit, 30 junio 2001, salió esta información que me parece oportuno poner aquí: «¿El linchamiento contra Pío XII? Una porquería». Quien así habla no es un integrista católico, ni un intelectual con simpatías clericales. Se trata de Paolo Mieli, uno de los más ilustres protagonistas del periodismo italiano, excorresponsal de «La Stampa» y exdirector del «Corriere della Sera» y hoy director de «RCS», la casa editorial más grande de Italia. Tiene pasión de historiador. De hecho, su último libro, que ya es un fenómeno editorial , lleva por título «Historia y política: Resurgimiento, fascismo y comunismo».
Mieli es judío, implacable ante la terrible tragedia del Holocausto, al que su familia tuvo que pagar un doloroso precio de sangre.
«Vengo de una familia de origen judío y he tenido parientes que murieron en los campos de concentración durante la segunda guerra mundial. Por tanto, hablo de todo esto con mucha dificultad» dijo Mieli al intervenir en Roma, el 6 de junio, en la presentación del libro «Pío XII. El Papa de los judíos» («Pio XII. Il Papa degli ebrei», Piemme, 2001), escrito por Andrea Tornielli, experto en asuntos vaticanos del diario milanés «Il Giornale».
«El libro de Andrea Tornielli -afirmó Mieli- hace de contrapeso para alcanzar un equilibrio justo sobre ese pontífice tan discutido. Al leer el libro se puede ver que durante un largo período de tiempo fueron precisamente los judíos quienes dieron las gracias a ese pontífice por lo que había hecho durante la segunda guerra mundial».
Desde los años sesenta, sin embargo, se ha puesto en discusión su figura con la obra teatral «El Vicario», en un primer momento, y, recientemente, con la publicación del libro del periodista británico John Cornwell, «El Papa de Hitler».
Y sin embargo, «ese papa y la iglesia que tanto dependía de él, hicieron muchísimo por los judíos -añade el director de la editorial «RCS—. Se calcula que algo menos de un millón, entre 700 y 800 mil judíos, fueron salvados por la iglesia y por ese pontífice. Es un dato -de fuente judía, pues el cálculo lo hizo Pinchas Lapide- que quizá debería preceder toda discusión sobre Pío XII. Seis millones de judíos asesinados por los nazis y casi un millón de judíos salvados gracias a la estructura de la iglesia y de este pontífice. Cuando se recuerda a las personas que hicieron algo para salvar físicamente a los judíos, muy pocos pueden enorgullecerse de haber hecho algo parecido a lo que hizo la Iglesia de Pío XII».
«Se recrimina a Pío XII por no haber alzado un grito ante las deportaciones del ghetto de Roma -continuó diciendo Mieli en la presentación del libro-, pero otros historiadores han observado que nadie vio a los antifascistas corriendo hacia la estación para tratar de detener el tren de los deportados. Y, sin embargo, muchos estudios, realizados en la posguerra, demuestran que era posible hacer algo, y que es totalmente infundada la teoría, según la cual, la resistencia no podía hacer nada por los judíos».
«Se amordaza, sin embargo, en la campaña contra Pío XII, la ayuda que ofreció la Iglesia a los judíos, una ayuda que fue incluso logística —continúa diciendo Mieli-. Quizá se olvida que toda la comunidad antifascista gozó de aquella ayuda, como puede leerse en el libro de Enzo Forcella "La resistencia en convento" ("La resistenza in convento")».
«Quiero decirlo con la máxima claridad -confesó Mieli-: poner las responsabilidades sobre las espaldas de Pío XII es una auténtica sinvergüencería. Pío XII no puede ser la persona a quien se le echa la culpa de algo que corresponde de manera compleja a toda la comunidad. Obviamente hablo de la comunidad que produjo el fenómeno horrendo del exterminio de los judíos, pero también de aquellos que asistieron sin reaccionar de manera adecuada. Los historiadores israelíes, por ejemplo, se preguntan por qué los judíos de Palestina fueron, por así decir, "sordos" ante lo que estaba sucediendo en Europa. ¿Por qué se dieron casos de colaboracionismo en los campos de concentración, que objetivamente facilitaron el exterminio?».
Ante la pregunta implícita sobre las razones por las que Pío XII se ha convertido en el blanco de tantos ataques, Mieli respondió: «Uno de los motivos por los que este importante papa fue crucificado se debe al hecho de que tomó parte contra el universo comunista de manera dura, fuerte y decidida. De una manera tal que hubo que esperar treinta años, con Juan Pablo II, para que ese estilo pudiera ser retomado adecuadamente, de una manera que fue fatal para el comunismo».
Al concluir, el ex director del «Corriere della Sera» dijo: «No quiero proponer y no tengo los requisitos para proponer la beatificación de este pontífice. Sin embargo, considero que es muy poco valiente ponerle sobre las espaldas responsabilidades que no tiene. Se le ha tratado casi como si hubiera estado junto a Hitler, junto a los nazis, como si fuera el único ser en el mundo que tuvo responsabilidades en el Holocausto. Creo y lo repito que esto es algo monstruoso, aberrante, algo que tendría que acabar».
En apoyo de las tesis de Mieli, intervino también en la presentación del libro el politólogo y ex embajador italiano Sergio Romano, que no es precisamente de cultura católica, quien explicó una curiosa paradoja: en un primer momento Pío XII fue «alabado y reconocido, sobre todo por las comunidades judías, por el valor y la generosidad con que defendió y salvó a un numero elevado de judíos de las persecuciones nazis»; después, «de manera imprevista, este juicio se trastocó completamente».
Para algunos autores, después de su muerte, «Pío XII pasó de ser el bienhechor de los judíos al cómplice de Hitler, a un cínico e indiferente espectador del genocidio judío».
«Existe una íntima relación -concluyó el embajador Romano- entre el juicio sobre Pío XII y la versión histórica que se ha ido afirmando progresivamente en los últimos cuarenta años: una versión en la que el nazismo se convierte en el único mal del siglo. En la divulgación de esta versión colaboró la propaganda soviética, la opinión de la izquierda en las sociedades occidentales y la parte que el genocidio judío tuvo en la legitimación nacional del Estado de Israel durante las fases más controvertidas de su historia. Hoy, tras el final de la guerra fría, la caída del comunismo, y la apertura de los archivos soviéticos, es posible escribir la historia de una manera más objetiva y neutral, enmarcando a los protagonistas en el clima en el que tuvieron que actuar y decidir».
Notas
[225] Las grandes deudas contraídas con los aliados, la industria, el paro, la agitación obrera y campesina, etc.
[226] Para este apartado me he inspirado en el libro "Hechos de los apóstoles de América" del P. José María Iraburu, Fundación Gratis Date. Pamplona, 1999, pp. 505-526
[227] Establecía la educación laica obligatoria, prohibía los votos y el establecimiento de las órdenes religiosas, así como todo acto de culto fuera de los templos o de las casas particulares. Y no sólo perpetuaba la confiscación de los bienes de la Iglesia, sino que prohibía la existencia de colegios de inspiración religiosa, conventos, seminarios, obispados y casas curales.
[228] Así lo cuenta el cristero Cecilio Valtierra: "Se cerró el templo, el sagrario quedó desierto, quedó vacío, ya no está Dios ahí, se fue a ser huésped de quien gustaba darle posada ya temiendo ser perjudicado por el gobierno; ya no se oyó el tañir de las campanas que llaman al pecador a que vaya a hacer oración. Sólo nos quedaba un consuelo: que estaba la puerta del templo abierta y los fieles por la tarde iban a rezar el rosario y a llorar sus culpas. El pueblo estaba de luto, se acabó la alegría, ya no había bienestar ni tranquilidad, el corazón se sentía oprimido y, para completar todo esto, prohibió el gobierno la reunión en la calle como suele suceder que se para una persona con otra, pues esto era un delito grave" (Jean Meyer, La Cristiada, I, 96).
[229] Aprobaron la rebelión armada los obispos Manríquez y Zárate, González y Valencia, Lara y Torres, Mora y del Río; y estuvieron muy cerca de los cristeros el obispo de Colima, Velasco, y el arzobispo de Guadalajara, Orozco y Jiménez, quienes, con grave riesgo, permanecieron ocultos en sus diócesis, asistiendo a su pueblo. La reprobaron en mayor o menor medida otros tantos, entre los cuales Ruiz y Flores y Pascual Díaz, que siempre vio la cristiada como un sacrificio estéril, condenada al fracaso. Y los más permanecieron indecisos. Pues bien, siendo discutibles las condiciones tercera y cuarta, ha de evitarse todo juicio histórico cruel, que reparta entre aquellos obispos los calificativos de fieles o infieles, valientes o cobardes. En todo caso, es evidente que la falta de un apoyo más claro de sus obispos fue siempre para los cristeros el mayor sufrimiento.
[230] Jean Meyer, La Cristiada, I, 248
[231] Un ejemplo maravilloso: En cierta ocasión en que los cristeros habían sufrido varias bajas y estaban tristes, el general Degollado les hizo rezar el rosario, tras lo cual los arengó: "Porque Cristo Rey se llevó a los nuestros ya ustedes se acobardaron, ¿ya se les olvidó que al enlistarse en las filas de Su ejército le ofrecieron sus servicios y sus vidas?...Dios, sin necesidad de usar de combates, dispone de nuestras vidas cuando a Él le place...Dejen sus armas al pie del altar, que yo nunca seré jefe de cobardes". Las tropas lloraban y gritaban: "¡No, mi general! Seguiremos siendo los valientes de Cristo Rey, y si no, pónganos a prueba" (Meyer I, 232).
[232] Así lo demuestra el siguiente dato: "Al final del rosario, los cristeros de Jalisco añadían esta oración compuesta por Anacleto González Flores: "Jesús misericordioso! Mis pecados son más que las gotas de sangre que derramaste por mí. No merezco pertenecer al ejército que defiende los derechos de tu Iglesia y que lucha por ti. Quisiera nunca haber pecado para que mi vida fuera una ofrenda agradable a tus ojos. Lávame de mis iniquidades y límpiame de mis pecados. Por tu santa Cruz, por mi Madre Santísima de Guadalupe, perdóname, no he sabido hacer penitencia de mis pecados; por eso quiero recibir la muerte como un castigo merecido por ellos. No quiero pelear, ni vivir ni morir, sino por ti y por tu Iglesia. ¡Madre Santa de Guadalupe!, acompaña en su agonía a este pobre pecador. Concédeme que mi último grito en la tierra y mi primer cántico en el cielo sea ¡Viva Cristo Rey!" (Meyer III, 280).
[233] Mención especial merece el padre Miguel Agustín Pro Juárez, beatificado por el Papa Juan Pablo II el 25 de septiembre de 1988. Estaba en la ciudad de México, por orden de sus superiores, dedicándose ocultamente al apostolado. Con ocasión de un atentado contra el presidente Obregón, fueron apresados y ejecutados los autores del golpe, y con ellos fueron también eliminados el padre Pro y su hermano Humberto, que eran inocentes. Esto fue el 23 de noviembre de 1927. Murió diciendo con los brazos en cruz, expresando su último deseo: "¡Viva Cristo Rey!".
[234] Dijo Salvador Madariaga: "Que durante meses y aun años bastase el mero hecho de ser sacerdote para merecer pena de muerte, ya de los numerosos ´tribunales´, más o menos irregulares que como hongos salían del suelo popular, ya de revolucionarios que se erigían a sí mismos en verdugos espontáneos, ya de otras formas de venganza o ejecución popular, es un hecho plenamente confirmado".
[235] Cicerón, De Orat 2, 9, 36.
[236] Es famosa y proverbial la frase de Azaña, demostración del espíritu anticlerical de la revolución: "Todos los conventos de España no valen la vida de un solo republicano". Esta frase la dijo en 1931, cuando Azaña era ministro de la guerra. Y, aunque es verdad que la vida de una persona vale más que todos los edificios juntos, sin embargo, nos preguntamos qué quiso decir Azaña con esa frase.
[237] Los nombres de los cardenales Mindszenty (1892-1975), Stepinac (1898-1960), Wyszynski (1901-1981), Beran (1888-1965), Tomáseck (1899-1992), simbolizan el heroísmo de los grandes defensores de la fe en el mundo contemporáneo.
[238] En el decreto Lamentabili y en la encíclica Pascendi.
[239] Los concordatos buscan preservar las libertades religiosas de los países.
[240] Hitler violó repetidas veces el concordato firmado por Hindenburg. Durante las conversaciones que sostuvo Mussolini en Roma con Hitler, éste pidió hablar con Pío XI, que se negó terminantemente a recibirlo.
[241] En virtud de este Tratado Italia reconoció la religión católica apostólica romana como la sola del estado y la soberanía de la Santa Sede en el campo internacional, así como la plena propiedad y exclusiva y absoluta potestad y jurisdicción soberana en el Estado Ciudad del Vaticano. Por su parte, la Santa Sede reconoció el reino de Italia. En el tratado se reconoció también el derecho de legación activo y pasivo de la Santa Sede y las propiedades de una serie de edificios extraterritoriales situados en la ciudad de Roma (basílicas mayores, Propaganda Fide, Santo Oficio, Vicariato, palacios de la Dataría y Cancillerría, etc.) y fuera de ella (Castelgandolfo).
[242] El Concordato aseguró a la Iglesia el libre ejercicio del poder espiritual, del culto y de la jurisdicción en materia eclesiástica. Fueron establecidos también una serie de privilegios y exenciones para los eclesiásticos.
[243] Llamado también convención financiera, gracias a la cual Italia entregó a la Santa Sede 750 millones de liras en dinero contante y mil millones en títulos de estado como indemnización simbólica por todos los bienes incautados por el estado a raíz de la ocupación de los estados pontificios.
[244] Hiler cerró más de quince mil escuelas confesionales, limitó y controló la enseñanza religiosa.
[245] El papa dirigió un estímulo moral a los católicos en la hora de la prueba y les previno contra la desviación de conceptos religiosos fundamentales hacia el sentido profano y recordaba cuál es la genuina fe en Dios, en Jesucristo y en la iglesia, frente al panteísmo y la divinización de la raza, del pueblo o del estado. Denunció también la opresión y las trabas puestas al ejercicio de la vida cristiana y las violaciones cometidas contra la moral católica, sobre todo en el ámbito de la educación de los jóvenes. Condenó el culto de la personalidad, reafirmó el derecho natural y exhortó a la juventud alemana a mantenerse fiel a Dios. También condenó la supresión o esterilización de los minusválidos y de razas o grupos considerados apriorísticamente inferiores, como los gitanos, los negros y otros, aunque en aquel momento no se pensaba todavía en los hebreos. Condenó el racismo, la aplicación del darwinismo o selección de raza, la concepción de "pueblo elegido" y la persecución de las minorías nacionales étnicas y religiosas. Al año siguiente, la condenación pontificia fue extendida también al fascismo italiano como complica del nazismo.
[246] Significa conflicto de cultura. Expresión alemana con que se alude al conflicto sostenido entre el Estado prusiano y la iglesia católica. El Estado pedía educación laica, separación iglesia-estado. Bismarck llegó a más: expulsión de los jesuitas, control estatal de la enseñanza religiosa y del nombramiento de cargos eclesiásticos, obligatoriedad del matrimonio civil y confiscación de las propiedades de la iglesia. Pero cuando el canciller de Hierro, es decir, Bismarck, vio la inutilidad de tales medidas, que en nada menguaron la influencia del partido católico y, sobre todo, cuando comenzó a abrigar serios temores ante la marea ascendente del socialismo, resolvió cambiar la política y buscar apoyo de los partidos del centro. Gradualmente fueron abolidas las medidas anticatólicas y en 1887 se llegó a un acuerdo con el papa León XIII. Cesó la intromisión del estado en los asuntos de la iglesia y desapareció el temor a la interferencia de ésta en los asuntos imperiales.
[247] Rolf Hochhuth, autor de "El Vicario" (1963)
[248] Como es sabido, el texto de la encíclica fue introducido en Alemania con gran reserva, impreso en doce tipografías diversas, distribuido con el máximo secreto por todos los sacerdotes responsables de iglesias y parroquias y leído en todos los púlpitos de Alemania el 21 de marzo de 1937. Pero el resultado no fue el ceso de la persecución contra los hebreos sino todo lo contrario, ya que Hitler se enfureció y las medidas contra los hebreos fueron todavía más duras. Las doce tipografías que habían impreso la encíclica fueron confiscadas por la Gestapo y muchos católicos acabaron en la cárcel.
[249] En este año comenzó en el país ocupado por los nazis la deportación de los hebreos. Todos los jefes de las iglesias -calvinistas, luteranos y católicos-, se pusieron de acuerdo para hacer leer un domingo en las iglesias una protesta contra tal deportación. El plan fue descubierto por el jefe de la Gestapo, Karsten, quien hizo saber a todos los jefes de las iglesias y de las comunidades eclesiales que serían deportados no sólo los hebreos, sino también los hebreos convertidos al cristianismo y bautizados. Ante esta amenaza, todos los responsables se echaron atrás, menos los católicos. La consecuencia inmediata fue que la deportación de los hebreos de raza y de religión fue acelerada y los hebreos católicos -entre ellos santa Edith Stein y su hermana- fueron también deportados y murieron en el campo de concentración. Este hecho lo supo Pío XII precisamente en el momento en que estaba pensando publicar en "L´Osservatore Romano" una protesta contra el nazismo; pero quedó tan impresionado que rompió las cuatro páginas del texto que había escrito y las quemó. Así evitó un mal mayor.
[250] Tenemos un testimonio del cardenal Dezza, que fue confesor de Pío XII, y sabe que el papa vivía la tragedia de este dilema: "Si yo callo, se lamentan porque el papa calla, y no hace oír su voz con la fuerza y la firmeza que las circunstancias requieren. Pero, por otra parte, si yo hablo, sucede que Hitler se vengará haciendo persecuciones todavía más graves contra católicos y hebreos".
[251] Recomiendo al lector el libro "Los judíos, Pío XII y la leyenda negra" de Antonio Gaspari, de la editorial Planeta-Testimonio, 1998. Y también el documento de la santa Sede sobre el holocausto o Shoah, titulado "Nosotros recordamos", de la comisión para la Relaciones Religiosas con el hebraísmo, dado en Roma el 16 de marzo de 1998.
[252] La encíclica no condenó a nadie, aunque, tras ella, los superiores religiosos impusieron sanciones disciplinares a varios miembros de sus respectivas órdenes; pero los afectaos por estas medidas acataron con obediencia las decisiones y ninguno abandonó la iglesia. Es más, esos teólogos, revisaron algunas de sus actitudes y escritos y tuvieron un papel importante en el Concilio Vaticano II, y varios de ellos -Danielou, Congar, De Lubac- fueron elevados al cardenalato por Pablo VI y por Juan Pablo II.
[253] Así lo expresó en su testamento, titulado "Pensamiento sobre la muerte": "Ruego al Señor que me otorgue la gracia de haceer de mi próxima muerte un don de amor a la Iglesia. Podría decir que la he amado siempre..., para ella, no para otra cosa, creo haber vivido...Pero quisiera que la Iglesia lo supiera, y que yo tuviera la fuerza de decírselo, como una confidencia del corazón, que sólo en el extremo de la vida se tiene el valor de hacer".
[254] Fue en la ONU donde Pablo VI gritó: "Nunca más unos contra otros, jamás, jamás en lo sucesivo. Es la paz, la que debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad".
[255] Así dice George Weigel en su libro, "Biografía de Juan Pablo II", ed. Plaza-Janés, 1999, p. 572
[256] Fue el cardenal Suhard, arzobispo de París, quien permitió la institución de los llamados "curas obreros".
[257] Son éstas las comunidades divididas y separadas de la Iglesia católica: ortodoxos, protestantes y anglicanos.
[258] Pide a los cristianos que se liberen del extranjero adquiriendo una triple autonomía: de gobierno (nada de vínculos con el Vaticano), de administración y de finanzas (nada de fondos procedentes de Europa) y de predicación (nada de misioneros extranjeros). Muy pronto son expulsados los misioneros extranjeros, y los responsables religiosos fieles a Roma son encarcelados o ejecutados. Se constituye una iglesia patriótica, sin vínculos con Roma. La lucha religiosa alcanza su punto culminante con la revolución cultural de 1966 a 1968, para calmarse un poco después.
[259] Reviste ciertas formas y una intensidad muy diferentes según los países. En la URSS, la lucha antirreligiosa es especialmente violenta en los países bálticos. En Lituania, los sacerdotes sostienen la resistencia a la sovietización, que dura hasta 1952, llevando consigo la eliminación de gran parte del clero. Los uniatas de Ucrania, dirigidos por el cardenal Slipyj en la cárcel, son también ampliamente perseguidos. Pero tampoco se ven libres los ortodoxos, a pesar de la sumisión aparente de los responsables de la iglesia rusa. En todos los países del este, el estado organiza procesos clamorosos contra los responsables católicos, acusados de tráfico de divisas, de compromiso con el enemigo, etc. El cardenal Mindszenty en Hungría (1949), Monseñor Beran en Checoslovaquia, monseñor Stepinac en Yugoslavia, el cardenal Wyszynski en Polonia. La destalinización , a partir de 1956, mejoró la suerte de los cristianos en algunos países como Polonia (liberación del cardenal Wyszynski), pero la agravó en otros, como Hungría, donde el cardenal Mindszenty permaneció encerrado quince años en la legación de los Estados Unidos en Budapest.
[260] Las Constituciones tienen carácter dogmático.
[261] Los Decretos son textos que aparecen como aplicaciones de los principios asentados por las constituciones.
[262] Las Declaraciones son principios y líneas de conducta que expresan el pensamiento de la Iglesia.
[263] Por este término se entiende la unidad estable que, por voluntad de Cristo, existe entre todos los obispos, con el papa y bajo su autoridad. Es análoga a la que existió entre Pedro y los demás apóstoles.
[264] Informe sobre la fe, Cardenal Ratzinger y Vittorio Messori, BAC popular, 1986, p. 50
[265] Informe sobre la fe, Cardenal Ratzinger y Vittorio Messori, BAC popular, 1986, p. 50-51
[266] Así lo expresaba el Papa Pablo VI: "Habíamos creído que el día siguiente del concilio sería un día de sol, pero nos rodean las nubes, la tempestad y las tinieblas".
[267] Por ejemplo: de 40.000 sacerdotes seculares en Francia en 1965, se ha pasado a 36.000 en 1975 y a 28.000 en 1985. Más impresionante todavía es el número de sacerdotes que abandonan sus funciones sacerdotes para casarse o por un compromiso sociopolítico: 5.000 ó 6.000. "Desde 1961 hasta el 1 de septiembre de 1970, 1.049 jesuitas sacerdotes habían dejado la Compañía. Solamente en 1970 llegaron a la curia generalicia 260 peticiones de sacerdotes jesuitas que querían dejar la orden, mientras que en 1966 habían sido 113. Desde noviembre de 1964 hasta diciembre de 1971, el papa había concedido la reducción al estado laical a 912 sacerdotes jesuitas. Los escolásticos -o estudiantes-, que en 1950 eran 10.013, en 1970 habían descendido a 6.528. Y los novicios, que en 1950 eran 2.101, en 1970 habían bajado a 856" (Historia de la Iglesia, III, de Vicente Cárcel, ediciones Palabra, p. 622).
[268] Por poner un ejemplo: en el año 1950 se calculaba que el 30 % de los franceses asistían los domingos a misa; en 1966, era el 23 %; en 1972, el 17 %; en los años 80, quizás el 12 %. También retrocede el matrimonio religioso. El divorcio pasa del 10 % en 1963 al 20 % en 1979 y al 33 % en 1985. La cohabitación juvenil significa también la desaparición de las costumbres cristianas tradicionales. (Estos datos los tomé del libro "Para leer la historia de la Iglesia", de Jean Comby, p. 224).
[269] Mientras que los métodos naturales respetan el orden querido por Dios en la naturaleza humana, los métodos artificiales, no lo respetan. El papa nos lo dice con estas palabras: "Hay que excluir, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer; queda además excluida toda acción que, en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación" (Humanae vitae, n. 14). "Si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los períodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar. La Iglesia es coherente consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los períodos infecundos, mientras condena siempre como ilícito el uso de los medios directamente contrarios a la fecundación, aunque se haga por razones aparentemente honestas y serias. En realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el primer caso (usar del matrimonio en los períodos infecundos para regular los nacimientos), los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural (querida por Dios); en el segundo (usar métodos artificiales par impedir los nacimientos), impiden el desarrollo de los procesos naturales. Es verdad que, tanto en uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la voluntad positiva de evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no se seguirá; pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso (métodos naturales) renuncian conscientemente al uso del matrimonio en los períodos fecundos cuando por justos motivos la procreación no es deseable, y hacen uso después en los períodos agenésicos para manifestarse el afecto y para salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando así, ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto" ("Humanae vitae, n. 16).
[270] En Chile fue muy activo el "grupo de los ochenta", formado en gran parte por sacerdotes extranjeros, que organizaron el Congreso de Cristianos para el Socialismo, al cual asistieron varios ideólogos europeos. Mantuvieron contactos muy estrechos con elementos marxistas y revolucionarios de Cuba y de otros países. Tras la muerte de Allende este grupo trató de inflictarse en Europa y en otros países sudamericanos.
[271] Así lo dice el cardenal Ratzinger en el libro-entrevista, realizada por Vittorio Messori, "Informe sobre la fe", BAC popular, Madrid 1986.
[272] Titulado: "Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre algunos aspectos de la "Teología de la liberación", 6 de agosto de 1985
[273] Es bueno apuntar también lo que se dice en el libro-entrevista "Informe sobre la fe" del cardenal Ratzinger y Messori en la página 207: "la teología de la liberación no es producto indígena, de América Latina o de otras zonas subdesarrolladas, en las que habrían nacido y crecido casi espontáneamente, por obra del pueblo. Se trata en realidad, al menos en su origen, de una creación de intelectuales; y de intelectuales nacidos o formados en el Occidente opulento: europeos son los teólogos que la han iniciado, europeos -o formados en universidades europeas- son los teólogos que la desarrollan en Sudamérica. Tras el español o el portugués de sus exposiciones, se deja ver el alemán, el francés o el angloamericano".
[274] En Informe sobre la fe, Cardenal Ratzinger y Vittorio Messori, BAC popular, Madrid 1986, p. 211.
[275] El panteísmo confiesa que todo es dios. No hay, pues, diferencia entre Creador y creatura. Y si yo soy creador, sólo tengo derechos, a nadie tengo que obedecer, yo me doy a mí mismo la ley moral. No dependo de nadie.
[276] Por estos días el Pontificio Consejo para la Cultura y el Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso acaban de publicar un documento titulado "Jesucristo, portador de agua viva. Una reflexión cristiana sobre la nueva era", abril de 2003. Aconsejo vivamente su lectura
[277] También recomiendo mucho al lector el libro "Los jóvenes y el esoterismo" de Carlo Climati, ed. San Pablo 2002. De este libro saco algunas ideas que me han parecido excelentes.
[278] ¡Qué oportuno es citar aquí la declaración de la Congregación para la doctrina de la fe "Dominus Iesus" del 6 de agosto de 2000, que recomiendo vivamente leer! Ahí se dice que Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, y tiene en él su plenitud y su centro (n. 13). Dice además: "Debe ser, por lo tanto, firmemente creída como verdad de fe católica que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios" (n. 14).
[279] A este respecto, recomiendo leer el Catecismo de la Iglesia Católica, desde el número 880 al 896, donde se explica muy bien "El colegio episcopal y su cabeza, el Papa", y donde se comentan los números 22-27 de la constitución dogmática "Lumen gentium" del Concilio Vaticano II.
[280] Siguiendo la opinión de Vicente Cárcel en su libro Historia de la Iglesia, III, ediciones Palabra, 1999, pp. 662-663
[281] Informe sobre la fe, cardenal Ratzinger y Vittorio Messori, BAC popular, 1986, p. 34-35
Del director
- Islandia: primer país sin nacimientos Síndrome de Down, el 100% son abortados
- 9 cosas que conviene saber sobre el Miércoles de Ceniza
- Juan Claudio Sanahuja, in memoriam
- Trumpazo: la mayoría de los católicos USA votaron por Trump (7 puntos de diferencia)
- Mons. Chaput recuerda y reitera en su diócesis la necesidad de vivir la castidad a los divorciados que se acerquen a la Confesión y la Eucaristía
- Cardenal Sarah, prefecto para el Culto Divino, sugiere celebrar cara a Dios a partir de Adviento
- Medjugorje: Administrador Apostólico Especial. Por ahora no parece.
- Turbas chavistas vejan y humillan a seminaristas menores