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Católicos en la política: la importancia de la congruencia

La incongruencia entre fe cristiana y vida social es uno de los signos de la fragilidad humana. Todos somos limitados y cometemos continuamente faltas que traicionan nuestra identidad como creyentes en Cristo. San Pablo con gran realismo confiesa que frecuentemente no hace el bien que quiere y por el contrario hace el mal que aborrece. Esta expresión muestra que la condición humana no ha cambiado mucho en veinte siglos. Ayer y hoy los cristianos fallamos y, por lo tanto, estamos necesitados de una ayuda gratuita más grande que nuestras fuerzas que nos permita corregir y continuar.

La incongruencia no sólo afecta nuestra relación de amistad con Dios. Existe también una dimensión de la incongruencia que si bien es secundaria resulta sumamente relevante desde un punto de vista cristiano-misional y político: lo que hace creíble a la fe y a las propuestas sociales inspiradas en ella es precisamente el testimonio que los actores brindan de que es posible vivir de acuerdo a Cristo y a los valores que se desprenden de su encuentro.

La mercadotecnia, por eficaz que sea, no puede lograr lo que realiza la coherencia entre fe y vida. La coherencia fe-vida muestra precisamente que la vida puede configurarse de modo diverso a la lógica del poder. Además, la coherencia genera confianza y la confianza es una realidad cualitativa sin la cual la vida social naufraga. Vale la pena insistir: un apasionado y emotivo discurso, un magnífico «plan estratégico», un rostro resuelto en un cartel de propaganda no pueden sustituir el mensaje que transmite la vida entera transformada por Cristo.

Los católicos involucrados en actividades políticas no podemos olvidar este aspecto fundamental. La credibilidad de la dimensión social del Evangelio se juega en cierto grado en nuestra coherencia personal, en nuestro testimonio privado y público.

Por esto puede ser muy grave que quienes hemos encontrado a Cristo poco a poco lo coloquemos en un papel secundario — meramente «motivacional» — al momento de actuar en la vida pública. Más grave aún es el caso de quienes al momento de decidir subordinan las exigencias éticas de la fe al pragmatismo de la racionalidad puramente instrumental.

Un ejemplo puede ilustrar un poco esta situación: hace no mucho en un Estado gobernado por el Partido Acción Nacional el católico dirigente municipal del Partido y su equipo promovieron la realización de un espectáculo con desnudistas profesionales para recaudar fondos. Esto que de suyo implicaba una contradicción con el humanismo político de inspiración cristiana que habita en su declaración de principios se complicó aún más cuando el gobernador, católico confeso, prestó una instalación pública para 5000 personas con el fin de realizar dicho evento. El lleno fue total. El argumento partidista no podía haber sido más débil: «no podíamos retractarnos porque tendríamos que haber pagado una multa». El argumento del gobernador fue: «todos los ciudadanos tienen derecho de organizar eventos y en su caso de utilizar instalaciones públicas... Además: no hay que ser tan mochos, sería más dañino el oponerse».

En efecto, los espectáculos con desnudistas pueden no gustar a algunas sensibilidades que por motivos éticos o religiosos afirman el valor de la dignidad de la persona, del matrimonio y de la familia. Es razonable pensar que un gobierno humanista ha de tolerar muchas cosas que suceden en la sociedad y que afectan al bien común (incluidos muchos tipos de espectáculos con desnudos). No se pueden combatir todos los males sociales de una vez. El más elemental realismo político debe de acompañar siempre a un gobernante o a un dirigente partidista católico en estos temas. Sin embargo, lo que rebasa las fronteras de la tolerancia y se vuelve complicidad es precisamente la colaboración activa con algo que en conciencia se sabe un mal: no está bien promover activamente un evento que lastima la dignidad de las personas, del amor, del matrimonio, de la familia, con tal de obtener (o de no perder) dinero. No está bien autorizar el uso de instalaciones públicas para algo que afecta el bien común.

En política es importante tener claro cuales son los mínimos éticos que es preciso respetar. Si el político es además católico los mínimos éticos son sumamente explícitos a menos que cínicamente se subordinen los contenidos básicos de la antropología cristiana a los intereses del poder. Los mínimos éticos no se pueden violar ni siquiera mínimamente. Ellos coinciden con los absolutos morales, es decir, con esas pocas normas que no admiten excepción en ninguna circunstancia. Una aplicación elemental de esta doctrina es: «si eres católico y haces política, tendrás que tolerar muchas cosas malas que no puedas corregir, sin embargo, nunca has de colaborar activamente a su realización a menos que te encuentres en una situación de estricto mal menor, es decir, si es totalmente imposible obrar el bien».

La incongruencia entre la fe y la vida en los políticos católicos lastima a la vida y lastima a la fe. El daño es importante por motivos estrictamente religiosos y también por motivos estrictamente políticos ya que el anhelo de congruencia en nuestras sociedades hoy más que nunca es muy grande.

Tomás Moro sabía de las infidelidades de Enrique VIII con su amante Ana. Sabía que un problema de vida privada podía tener consecuencias graves en el orden público. Tomás oraba por el Rey, por su conversión, y le ayudaba como Canciller para que su ejercicio del poder fuera lo mejor posible. Sin embargo, más pronto que tarde, la vida privada desordenada de Enrique trascendió al ámbito público. Cuando una fragilidad personal se transforma en acto de gobierno, en legislación o en política pública el católico no puede sino mostrar con claridad su propia convicción y actuar con coherencia. Un católico no puede secundar una acción intrínsecamente mala y menos si esta afecta gravemente el bien común. La coherencia de vida de Tomás tuvo consecuencias. El Rey terminó condenándolo a muerte por no firmar un acta que implicaba la traición a su fe. Sin embargo, a través de su muerte logró mostrarnos que la vida puede ser de otro modo, puede responder a valores elevados, puede responder en el fondo a Cristo que antes ya había dado su vida por todos.

El «triunfo político» de Enrique al darle muerte a Tomás fue también su derrota. Enrique VIII fracasó en su humanidad al darle muerte a su fiel colaborador. Por otro lado, Tomás triunfó en un sentido real aunque no-político: afirmó con su vida que el poder no se basta a sí mismo sino que sólo adquiere sentido cuando se pone al servicio de la verdad y de la bondad.

La congruencia entre fe y vida no es fácil. A veces es dramática. Sin embargo, la gracia existe en nuestra historia precisamente para hacerla posible. Ser fiel a la verdad descubierta en Cristo puede implicar incomprensión y dificultad. Sin embargo, la vida política no podrá ser diferente (realmente diferente) si no existen hombres y mujeres dispuestos a renovarla a través de la fidelidad a Aquel que ya venció al mal y a la muerte.

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