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XI.- La hipocondría y la histeria

Hoy vamos a hablar de dos enfermedades psíquicas cuyo nombre procede del griego antiguo, pero que a pesar de ser palabras extranjeras están en la boca de muchos profanos en la materia. «Eres un hipocondríaco» o «es usted una histérica» no son sólo frecuentes diagnósticos elaborados por los profanos, sino que se han convertido en palabras injuriosas. Éste es para nosotros un motivo suficiente para ponerlas bajo la lupa de nuestras consideraciones y observaciones, que, si bien van dirigidas a todo el público en general, también quieren conservar un cierto carácter científico.

Podemos partir de nuevo de un caso concreto. En cierta ocasión, llegó a nosotros una paciente que padecía desde hace mucho tiempo trastornos cardíacos, pero lo que tenía en realidad era un miedo atroz a que tras estas molestias se escondiera una auténtica enfermedad del corazón, que tarde o temprano podría causarle la muerte. Había llegado a tal extremo su temor, que la mujer había pasado varios meses sin salir de casa, y si lo hacía, era sólo acompañada, pues tenía miedo a que le sucediera algo por la calle o que le diera un colapso. Al analizar la anamnesis de estos temores típicamente hipocondríacos pudimos comprobar que la enferma había padecido con anterioridad una auténtica, si bien leve, afección cardiaca como consecuencia de una gripe. El médico le había aconsejado que le hicieran un electrocardiograma, y al tener en las manos los resultados de este examen, movió la cabeza y dijo: «Vaya, un trastorno miocárdico.» Es lo único que le faltaba a nuestra paciente. En el diagnóstico «trastorno miocárdico» vio más o menos una sentencia de muerte. Qué razón tenía Karl Kraus cuando escribió en cierta ocasión: «Una de las enfermedades más generalizadas es el diagnóstico.» Se refería con ello a que algunos enfermos sufren, más que por la enfermedad en sí, por el hecho de que esa enfermedad ha sido diagnosticada, y esta etiqueta «duele», por así decirlo. Semper aliquid haeret, siempre queda algo adherido, algo pegado; y el hombre, sobre todo el enfermo, tiende a considerar un diagnóstico como un pronóstico desfavorable.

Pero volvamos a nuestra enferma. Al día siguiente de conocer el diagnóstico se encontró con una amiga. ¿De qué hablaron? Lógicamente, de su trastorno miocárdico. Y la amiga le dijo: «Ah, mi hija padece también un trastorno miocárdico y ha sufrido muchos colapsos.» Esto hizo que nuestra paciente comenzara a temer que le sucediera a ella lo mismo. Y ya sabemos por conferencias anteriores que el temor provoca precisamente aquello de lo que nos asustamos. Como el deseo es el padre del pensamiento, la ansiedad es la madre del acontecimiento, en este caso, la enfermedad. El miedo que nuestra paciente le tenía al colapso determinó todo tipo de sensaciones falsas. Por este motivo, acudió repetidas veces al médico, hasta que le hicieron otro electrocardiograma. El resultado del examen fue totalmente normal, pero los trastornos continuaban. ¿Qué hizo el médico? Le explicó a su paciente que todo era nervioso, que se lo imaginaba, que estaba convencida de tal idea y que tenía que olvidarla. Pero esto no le sirvió de nada a nuestra paciente, pues ella se sentía enferma y creía que el médico daba poca importancia a sus dolencias. «Lo que yo siento —se decía ella— lo siento de verdad, y seguro que no es normal.» La afirmación de su médico de que no le pasaba nada, al menos nada orgánico, sólo provocó una actitud de protesta que hizo que la atención de nuestra paciente se fijara cada vez más en sus falsas sensaciones

Estas personas olvidan que no existe un «simple» nerviosismo, pues el nerviosismo es ya una enfermedad. Pero aparte de esto, las falsas sensaciones nerviosas surgen, sobre todo, como hemos dicho, por la atención excesiva, primero comprensible, pero luego infundada, que se pone en el órgano enfermo, en este caso, el corazón. Estos pacientes deben darse cuenta de que a una persona sana le basta con dirigir su atención durante unos minutos hacia su mano para sentir en ella una sensación falsa (hormigueo, pulsaciones, etc.). Son sensaciones molestas que seguramente no significan nada. Tampoco deben olvidar estos enfermos que es preferible tener cualquier sensación molesta y que el médico asegure que detrás de ella no se esconde ningún trastorno orgánico, a no sentir nada pero que a pesar de todo exista una enfermedad peligrosa y traidora que transcurre sin que nos demos cuenta. En cualquier caso, quisiera dar a todas las personas que tienden a exagerar sus temores hipocondríacos el consejo de que es mejor que hagan a su médico dos preguntas de más que una de menos. No olvidaré nunca el ejemplo que me dio una paciente hipocondríaca cuando yo le decía que no le pasaba nada (al menos, nada aparte de su ansiedad y su temor a enfermar) y ella objetaba: «Oh, no, doctor, sé con seguridad que estoy muy enferma; sé lo que me pasa, pues lo he leído claramente en los resultados de mi examen radiológico: padezco un corpulmo.» Yo le pregunté si aparecían allí también las siglas s.h., y ella asintió. Entonces le expliqué que corpulmo significa corazón pulmón y que s.h. es lo mismo que decir sin hallazgos, estado normal. Si hubiera preguntado antes habría obtenido más pronto una respuesta tranquilizadora.

Pero, si es poco cordial que nos limitemos a despachar a estas personas que sufren —si bien sólo tienen miedo a enfermar— considerándolas hipocondríacas, peor es cuando las caracterizamos como histéricas. Pues el diagnóstico, mejor dicho, la calificación caracterológica de una persona como histérica se considera siempre como algo injurioso; desde hace tiempo, es más un estigma moral que una calificación psicológica. ¿Qué entiende la psiquiatría moderna por histeria? En primer lugar, hay que hacer una distinción entre los mecanismos y las reacciones histéricas, por un lado, y el carácter histérico, por otro. El psiquiatra de hoy en día no considera ya la histeria como una verdadera enfermedad, como en la teoría clásica de Charcot, es decir, la denominada «gran histeria» con sus ataques y parálisis; se ha dado un cambio de síntomas. En lo que se refiere al carácter histérico, hay que citar como rasgos principales los siguientes: 1. la falsedad de tales personas; 2. su egoísmo patológico; 3. su carácter interesado. Estas personas son falsas, se las considera excéntricas, en ellas todo es exagerado, y esto se debe, al fin y al cabo, a una oposición que intentan igualar y compensar. Estas personas padecen, en el fondo, una pobreza de vivencias, y esto es lo que provoca en ellas una sed de vivencias. Puede ser que la particular sugestibilidad de estas personas o su disposición a la conversión —es decir, su capacidad de expresar físicamente, a través de enfermedades orgánicas ciertos contenidos psíquicos— representen las compensaciones de la pobreza interior que les caracteriza. A esto hay que añadir como segunda característica típica la frialdad interior, el cálculo frío, el hecho de que en el histérico todo se utiliza como un medio para conseguir un fin al servicio de su egoísmo; y así, actúa siempre de forma teatral, lo calcula todo para que tenga un efecto determinado y todo en él es ficticio y afectado.

Para curar a una de estas personas habría que convertirla en otra totalmente distinta, habría que reeducarla. Si esto es posible y en qué medida lo es, es una cuestión cuya respuesta sería demasiado complicada para los profanos en la materia. Sólo cabe decir una cosa: el histérico está representando una obra de teatro, y en ese teatro él es el director. Si nosotros hacemos de espectadores favorecemos su histeria, tomamos parte en el juego y agravamos así su enfermedad. Si le queremos ayudar todo lo que podamos, tenemos que preocuparnos de que no tenga público, tenemos que privarle del efecto de los espectadores. La forma en que esto se haga depende de los distintos casos aislados. Además, esta cuestión sólo la pueden resolver los médicos, ya que ellos son los únicos que saben cuándo están realmente delante de un caso de histeria. He visto docenas de casos en los que personas que no eran médicos habían diagnosticado una histeria y en realidad se trataba de una enfermedad orgánica. (De hecho, la legislación austriaca sólo permite ejercer la psicoterapia a los médicos.) Pero si se trata realmente de un caso de histeria, de un síntoma histérico, de un teatro histérico, me gustaría ilustrarles con un suceso real el principio terapéutico mencionado anteriormente: hay que quitarle a la histeria su efecto.

Había una vez una larga fila de gente delante de una oficina. Una mujer se apartó de la masa, se adelantó hasta el empleado encargado del orden y le dijo: «Señor, tiene que dejarme pasar. Estoy enferma del corazón y si estoy mucho tiempo de pie me da un colapso. ¿Y qué provecho saca usted? Sólo molestias. Tiene que pedir auxilio y todo eso. Ya lo verá, me le voy a desmayar.» El empleado —diagnosticando intuitivamente la salud orgánica y el carácter histérico de su interlocutora— respondió tranquilamente: «Bueno, no se me va a desmayar: es usted la que se desmayará.» En una palabra, quien lleve la dirección del teatro histérico, que responda también de esa dirección: el paciente paga las consecuencias.

La habilidad terapéutica comienza precisamente en el punto en que es capaz de detener un mecanismo histérico sin dañar al paciente, pues, tal como hemos dicho anteriormente, la histeria también es una enfermedad.

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