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XXII.- El espiritismo

Una ola de superstición se está apoderando de nuevo de la gente; me refiero sobre todo a la superstición que se esconde tras expresiones científicas como espiritismo u ocultismo. Parece ser cierto, según dijo Scheler en cierta ocasión, que el hombre tiene o un Dios o un ídolo. Nosotros podemos añadir que el hombre o tiene fe o cree en una superstición. Se puede entender así el hecho de que la desorientación con respecto a lo espiritual, hoy tan extendida, es decir, esta forma de incredulidad, la escasa creencia en lo espiritual como una realidad, ha llevado a que estas personas desorientadas se interesen por los «espíritus». Como es lógico, no se trata ni de la investigación parapsicológica introducida por el científico americano Rhine, digna de ser tomada en serio, ni de la problemática teológica en torno a los milagros: los actos sobre esto último ya están cerrados, mientras que los actos sobre la seriedad científica de la investigación parapsicológica están todo lo contrario de cerrados.

Pero, como hemos dicho, nuestro tema de hoy no tiene nada que ver con todo esto. Vamos a hablar más que nada del denominado espiritismo, que se caracteriza a sí mismo como tal y cuyos «experimentos» se basan en mayor o menor medida en el engaño y en la ilusión. Vamos a hablar de él porque desde el punto de vista de la higiene psíquica —que es el punto de vista de mis conferencias— no está exento de peligro. Conozco —al igual que cualquier psiquiatra con experiencia— una serie de casos en los que personas propensas a padecer una enfermedad mental la contrajeron realmente al entrar en un círculo espiritista: el espiritismo no fue la causa de su enfermedad mental, pero sí la desencadenó. En otros casos, el hecho de que alguien se dedique de pronto al espiritismo puede considerarse como el primer síntoma de un trastorno psíquico.

Cualquier persona con sentido común se da cuenta de estas cosas; pero, sin embargo, estas personas normales también se dejan engañar con facilidad. Una señora se dirigió a mí en cierta ocasión para que le examinara su capacidad «sobrenatural» de reconocer enfermedades ocultas, desconocidas; la llevé a la clínica neurológica, y después de que anticipara allí toda clase de cosas absurdas mediante explicaciones teóricas, intentó demostrar en la práctica la capacidad que decía tener. Pero todos sus diagnósticos fueron erróneos, incluso en los casos en que existían indicios claros para establecer un diagnóstico correcto. Me quedé muy sorprendido cuando oí decir a un famoso científico de Viena que había visitado a esa señora y que le había impresionado profundamente sus diagnósticos. Personalmente opino que no está completo ningún examen científico que no sea realizado por especialistas que están prevenidos contra un fraude astuto; me refiero a los hábiles magos, de quienes pueden aprender hasta los más expertos criminalistas. En el caso mencionado, la señora con poderes «sobrenaturales» se sometió, por lo menos, a un examen clínico, y además voluntariamente. Tales hombres y mujeres suelen rehusar normalmente este tipo de exámenes. De hecho, en la literatura científica de los últimos años sólo se ha estudiado clínicamente un caso, el de Mirin Dajo. (En lo sucesivo me basaré en los resultados de la investigación de los clínicos suizos Schlápfer y Undritz.)

Mirin Dajo decía ser invulnerable gracias al poder de su espíritu sobre su cuerpo. Para demostrar este poder y su invulnerabilidad todas las noches se introducía un florete en el pecho en el teatro de variedades suizo y se atravesaba así el corazón, al menos esto es lo que afirmaban los espectadores. Nos encontramos ante un caso de sugestión colectiva, pues si el florete atravesaba realmente el pecho, lo hacía siempre por el lado derecho, tal como se pudo comprobar después. Pero, ¿por qué no sangraba Mirin Dajo nunca? Para explicar esta cuestión no tenemos que recurrir a la sugestión colectiva, sino que se debía a que el florete tenía el filo redondeado y, por tanto, no cortaba. En contraposición a una bala que tiene la punta también redondeada, que provocaría sin duda una herida, el florete se introducía lentamente en el cuerpo de Mirin Dajo y gracias a ello se podían apartar los vasos sanguíneos, por lo que no se cortaban. Tampoco se rompían porque los tejidos son elásticos, y si un vaso fuera roto alguna vez, la elasticidad de los tejidos haría que se volviera a cerrar.

Pero en el caso de Mirin Dajo no era importante sólo la sugestión colectiva, sino también la autosugestión. Esto afirmaron al menos los clínicos que examinaron a nuestro personaje. Al fin y al cabo, es imaginable que fuera la autosugestión, esto es, la insensibilidad, la que conseguía que no se viera nada de sangre en el lugar de la punción. Esto me recuerda a una enfermera que durante un curso de hipnosis para médicos se ofreció voluntariamente como modelo para que yo pudiera demostrar con ella todo lo relacionado con el tema de la hipnosis. Mediante la sugestión le dejé insensible un punto determinado del antebrazo. Para mostrar a los participantes en el curso que este punto había quedado insensible, pellizqué su piel y la atravesé con una aguja hipodérmica, sin que el probando hiciera el más mínimo movimiento; ni siquiera sangró cuando retiré la aguja, sino que el lugar de la punción se cubrió de sangre cuando la enfermera despertó de la hipnosis.

En el caso de Mirin Dajo no se trataba, a mi modo de ver, de autosugestión, pues no es tan sorprendente el hecho de que después de autolesionarse repetidas veces no tuviera fuertes dolores: en primer lugar, los órganos internos que señalaron los que le examinaron no son, en general, sensibles al dolor. Sólo mencionaré la paradoja de que, por ejemplo, el cerebro, esto es, precisamente el órgano «con cuya ayuda» sentimos el dolor, es insensible al dolor, lo que queda demostrado por el hecho de que una intervención en el cerebro se suele realizar con anestesia local, es decir, estando el paciente totalmente consciente. La punción de la piel duele, y en esto juega un papel importante la autosugestión, pues si no, no sería nada extraordinario. Si tengo que realizar a un paciente miedoso una punción lumbar, es decir, un corte en la espina dorsal, suelo prometerle que con la novocaína le voy a dejar insensible el trozo de piel correspondiente, y mientras él piensa que le estoy inyectando esta sustancia y está convencido de que ya no puede sentir nada, ya he terminado la punción. Se han dado casos en que los pacientes no se lo podían creer, por lo menos antes de que yo les mostrara la probeta con el líquido cefalorraquídeo: no habían sentido nada.

Normalmente no se necesita la anestesia local, pues por lo general el enfermo soporta también el dolor de un pinchazo dominándose a sí mismo en bien de su salud, de su curación.

Lo que tienen que aguantar sin pestañear miles y miles de pacientes a los que cada día pinchan y puncionan cientos y cientos de médicos, ¿no puede soportarlo también cada noche un artista de variedades para ejecutar su truco sin mover tampoco una pestaña? Cuando está ahí arriba, en el escenario del teatro y, tras realizar todo tipo de misteriosas preparaciones, se pincha con gran aplomo en una mejilla con una aguja lo más larga posible, causa una gran impresión, tiene como efecto una sugestión colectiva y el espectador olvida que el fakir que está en el escenario no hace otra cosa que lo que puede hacer él mismo en la consulta del médico, si bien no recibe, como el fakir, unos honorarios por ello.

En el caso de Mirin Dajo el motivo no era el sueldo, sino su idealismo, su pacifismo. Con sus experimentos y demostraciones sólo pretendía resaltar estos valores. De mortuis nil nisi bene, de los muertos sólo se recuerda lo bueno. Y Mirin Dajo está muerto; murió después de tragarse un instrumento afilado, del tipo de un puñal, para demostrar que podía «desmaterializarlo». Los médicos le habían prevenido, pero todo fue en vano. Luego le tuvieron que operar, también en vano. Al final le hicieron la autopsia, y consiguieron redactar así un dictamen completo, incluyendo el resultado de dicha autopsia. Es trágico mencionar este caso, y no recomiendo a nadie que lo imite. La Biblia nos dice que algún día las espadas se convertirán en arados, pero no se colabora en nada a la paz mundial, tal como deseaba Mirin Dajo, clavándose un florete en el pecho.

El poder del espíritu se puede demostrar mejor, de forma más convincente y menos peligrosa, por otra vía. Lo espiritual no necesita nada de lo antes dicho, y las sesiones de espiritismo con o sin conjuros no aumentan su poder. Existe lo espiritual, pero tiene otras cosas que hacer que tirar objetos a través de habitaciones oscuras; y el espíritu, en el que interviene también el hombre, no tiene nada que ver con mesas que se mueven. Yo creo que a través de estas prácticas y de cara al hombre llano y sencillo y a su sentido común libre de prejuicios, se desacredita la realidad espiritual del hombre, lo espiritual en el mundo, en lugar de fomentarlo, para lo que tenemos en la actualidad toda una serie de motivos.

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