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XXIV.- El médico y el sufrimiento

Está claro que el médico se enfrenta continuamente con el sufrimiento humano, pero puede que sea menos evidente que él tenga que hacer una distinción entre dos tipos de sufrimientos: el necesario y el innecesario. Un sufrimiento innecesario es aquel que se puede suprimir (mediante un tratamiento, es decir, por vía terapéutica) o que se puede evitar (mediante la prevención de enfermedades, esto es, por vía profiláctica, higiénica). Citaré un ejemplo: el médico puede acabar con el sufrimiento eliminando la causa del dolor, por ejemplo, mediante una operación. Se trata entonces de una forma quirúrgica, radical, de curar una enfermedad. Pero no debemos olvidar que no siempre se puede eliminar la causa del dolor, que no toda enfermedad es curable. El médico tiene en este caso también una tarea: aun cuando no puede suprimir la causa del dolor, debe al menos calmarlo. Por lo general, esto no se realiza de forma quirúrgica, mediante una operación, sino que se suele hacer con la ayuda de los medicamentos.

Surge entonces el primer problema, la cuestión de si se debe perseguir a cualquier precio este objetivo de calmar el dolor cuando ya no es posible curar la enfermedad. Así, por ejemplo, el médico puede aliviar los dolores de un paciente teniendo que pagar como precio un considerable acortamiento de la vida del enfermo. Nos encontramos ante el problema de la eutanasia; está claro que ésta es ilícita, pero ya hemos explicado desde aquí en otra ocasión por qué tiene que estar prohibida. La eutanasia se lleva a cabo normalmente por vía medicamentosa (no necesitamos hablar de la forma tan brutal de asesinar con gas a las vidas «que no son dignas de vivirse»). Pero existe también otro procedimiento no medicamentoso: el alivio del dolor mediante la cirugía. Me refiero sobre todo a la operación del cerebro que se denomina leucotomía o lobotomía. Con ella, mediante la sección de los haces fibrinosos entre el tálamo óptico y el lóbulo frontal, se alcanza un estado en el que, aunque continúen los dolores, el paciente ya no sufre. La sensación de sufrimiento se sustrae, por así decirlo, de la situación dolor.

Es frecuente que un paciente al que se le ha realizado una leucotomía o lobotomía muestre tras la operación una cierta falta de interés. En muchos casos esto está ya previsto de antemano, es intencionado, sobre todo en ciertos trastornos psíquicos. Pero cuando la causa de la operación está relacionada con el dolor, esto es, si se intenta aliviar los dolores difíciles de calmar, la transformación leve del carácter es algo con lo que se cuenta ya desde un principio. ¿Cuándo debe aceptar el médico esa transformación del carácter, esta insensibilización de la vida afectiva? ¿Debe tolerarla a cualquier precio? No. Sólo debe permitirla cuando el inconveniente de la enfermedad o los dolores es mayor que el que supondría una insensibilización leve de la vida afectiva. Es decir, antes de comenzar la intervención el médico debe considerar cuál es el mayor y cuál el menor de los males, y elegir este último. Está claro que en cualquier caso el mal va unido a un alivio del dolor. Si yo en un caso, por ejemplo, de un cáncer que no se puede operar, es decir, en un caso en que no se puede eliminar la causa del dolor, pero en el que se pueden calmar los dolores por vía medicamentosa, narcotizo al paciente con morfina, estoy eligiendo el menor de los males. En determinadas circunstancias la dificultad causada por la administración de la morfina puede ser mayor que el que se puede esperar tras una leucotomía, pues con grandes dosis de morfina el paciente se mantiene en un continuo estado de somnolencia, del que no se puede hablar tras una lobotomía.

Vemos, pues, que el sufrimiento del hombre se puede eliminar acabando con la causa del dolor, pero que incluso cuando esto ya no es posible, se puede calmar el dolor y aliviar de este modo el sufrimiento. Pero, ¿qué sucede cuando ya no podemos hacer nada para quitarle a una persona su sufrimiento o cuando ella misma no puede contribuir a liberarse de él mediante una acción activa o pasiva (por ejemplo, dejándose operar)? ¿Qué sucede cuando, en otras palabras, este sufrimiento se convierte en un destino y resulta imposible modificarlo? Pues bien, cuando no se puede dominar ya el destino, hay que aceptarlo. Así, siguiendo en el ejemplo anterior, en los casos en que ya no se puede influir en la enfermedad, no se le exige al paciente que tenga valor y que no sienta miedo ante la operación, sino humildad para soportar y aceptar este sufrimiento inevitable. Cuando no se puede evitar un destino tan duro como éste con una acción, con un hecho, hay que evitarlo con la actitud adecuada. Esto significa que existe no sólo un sufrimiento innecesario, que se puede eliminar, cuya causa se puede suprimir, sino también un sufrimiento necesario, que se convierte en un destino y que se caracteriza porque no se puede erradicar ni se puede evitar. El sufrimiento adquiere entonces un sentido, que consiste precisamente en la actitud con que nos enfrentamos a él, en cómo lo aceptamos: en ese «cómo» se encuentra la posibilidad de alcanzar un sentido y conferírselo a nuestra vida; en una palabra, al hombre incurable y que sufre sin tener esperanza le queda una última oportunidad para encontrar dicho sentido.

He dicho «una» oportunidad, como si fuera una oportunidad cualquiera, cuando en realidad es la oportunidad más importante. Si Goethe dijo la sabia frase: «No hay ninguna situación que no se pueda ennoblecer con trabajo o con paciencia», habría que añadir: el sufrimiento verdadero, el sufrimiento como destino no es sólo un trabajo, sino el trabajo más importante que el hombre puede realizar. Aunque consista sólo en que una persona «hace» la renuncia que le exige el destino.

Me voy a permitir explicar esta idea con ayuda de un ejemplo al que siempre recurro porque lo considero muy instructivo. Una enfermera que trabajaba en mi departamento de neurología debía ser operada de un tumor en el estómago. Durante la intervención se comprobó que el tumor no se podía extirpar. La enfermera, desesperada, pidió que yo la visitara, y durante la conversación me di cuenta de que no estaba desesperada por su enfermedad sino porque no podía trabajar. Amaba su trabajo por encima de todo; ahora no lo podía realizar, y ésta era la causa de su desesperación. Su situación era realmente desesperada. (Murió una semana más tarde.) A pesar de todo intenté explicarle lo siguiente: «El hecho de que usted trabaje más o menos horas al día no es nada especial, lo puede hacer cualquiera; pero ser tan trabajadora como usted y estar al mismo tiempo incapacitada para trabajar, es decir, tener que renunciar al trabajo y a pesar de ello no caer en la desesperación, ése sería un mérito que nadie le podría imitar tan fácilmente. Además, ¿no cree usted que está cometiendo una injusticia con todos los miles de personas a quienes ha dedicado su vida como enfermera? ¿No cree que es injusta si actúa como si la vida de un enfermo o de un inválido, la vida de una persona incapaz de trabajar, no tuviera sentido? Si usted se desespera por su situación está obrando como si el sentido de la vida humana consistiera única y exclusivamente en poder trabajar más o menos horas. Con ello les está negando a todos los enfermos e inválidos su derecho a vivir, su razón de ser. Usted tiene ahora una oportunidad única: mientras que hasta ahora sólo les podía prestar una ayuda profesional a las personas que se le habían confiado, ahora puede usted ser algo más, un modelo de humanidad.» Como es natural, se puede discutir que yo mantuviera esta conversación como médico, pues en resumidas cuentas lo que yo intentaba, en una situación en la que como médico, ya no podía hacer nada, era ayudar como persona, hablar de hombre a hombre y, diciéndolo con toda franqueza, consolar a la otra persona. ¿Por qué no ha de ser médica esta manera de obrar? No olvidemos que sobre la puerta principal del gran hospital general de Viena hay un rótulo en el que aparecen las palabras con que el emperador José II inauguró este hospital: «Saluti et solatio aegrorum»; et solatio: no sólo la curación, sino también el consuelo de los enfermos. Vemos, pues, que no sólo el psicoterapeuta (él de forma especial) sino tampoco el médico como tal se puede conformar con seguir el objetivo de capacitar a sus pacientes para trabajar y disfrutar. No; tiene que hacerles también capaces de sufrir, tiene que ponerlos en condiciones de aceptar y soportar este sufrimiento necesario, que se convierte en un destino, porque no se puede evitar ni aliviar.

Hay que admitir que con los medios que nos ofrecen las ciencias naturales, el médico no puede cumplir esta tarea. Con la ayuda de lo que las ciencias naturales nos proporcionan como recursos científicos podemos amputar una pierna; pero con «pura» ciencia natural nunca podré evitar que el paciente que sufre la amputación, tras la operación o quizás antes de ella, se quite la vida porque está desesperado, porque duda que tenga sentido el seguir viviendo con una sola pierna. Un cirujano, por ejemplo, que quiera evitar ocuparse de tales cosas —podemos decir tranquilamente, de la «cura médica de las almas»— y de dar a sus pacientes unas palabras de consuelo cuando él, como cirujano no puede hacer ya nada, no se debe sorprender cuando un paciente, al que ha quedado en operar a las 8 de la mañana del día siguiente, no se encuentre en la mesa de operaciones, sino en la de autopsias, porque se ha suicidado durante la noche. Está claro que este suicidio no tiene motivo ni fundamento, pues ¿cómo sería una vida cuyo sentido consistiera única y exclusivamente en poder andar con dos piernas? Pero puede suceder que haya que explicarle esto al paciente desesperado con unas breves palabras, ya que él, en su desesperación no vea las cosas tan claras. Resulta válido, pues, lo que dijo un famoso neurólogo en cierta ocasión: «Como es lógico, se puede ser también médico sin hacer esta labor; pero en tal caso hay que ser conscientes de que entonces sólo hay una cosa que distingue al médico del veterinario: la clientela.»

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