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Epílogo: El libro como medio terapéutico
[11] Cuando se habla del libro como un medio terapéutico se hace con el mayor rigor clínico. La denominada biblioterapia ocupa, desde hace ya varias décadas, un lugar importante en el ámbito de las neurosis. Al paciente se le recomienda la lectura de unos libros determinados, pero no sólo de libros especializados. Esta utilización del libro persigue, como es lógico, un objetivo y se ajusta a los distintos casos.
Teniendo en cuenta que la psicoterapia se basa sobre todo en una colaboración entre el médico y el enfermo, no hay que pensar que el libro puede sustituir al médico y la biblioterapia a la psicoterapia. Pero no hay que menospreciar por ello al libro. Yo poseo documentos de los que se desprende claramente que personas que habían sufrido durante años neurosis agudas y que habían sido tratadas sin éxito por el especialista, se aplicaron a sí mismas, a partir de la lectura de un libro determinado, una técnica psicoterapéutica concreta, y se pudieron ver libres así de su mal.
La posibilidad de utilizar el libro con fines terapéuticos va más allá de lo patológico. Así, por ejemplo, en las crisis existenciales —de las que nadie queda libre— el libro suele tener efectos prodigiosos. Un libro adecuado leído en el momento oportuno ha salvado a muchas personas del suicidio, y esto lo sabemos los psiquiatras por experiencia. En este sentido, el libro presta una auténtica ayuda en la vida... y en la muerte. No me refiero a los libros que se han puesto de moda, en los que aparecen como título estereotipado las palabras «death and dying», «la muerte y el morir», y en los que se habla de la muerte como si no se tratara nada más que de un proceso que se puede dividir en tantas o tantas fases e incluso manipular; a lo que yo me refiero es a la muerte como una de las situaciones limite del hombre, como uno de los aspectos de la «tríada trágica» de la existencia —según yo la denomino— formada por la muerte, el dolor y la culpa. He visto cartas escritas en el lecho de muerte o en la cárcel, en las que se expresa con emoción cómo un libro o incluso una sola frase puede aportar en tales situaciones aislamiento exterior y franqueza interior. Los efectos terapéuticos se pueden multiplicar si se junta un grupo para estudiar y discutir libros en común. Yo dispongo de actas en las que consta cómo se formó espontáneamente un grupo de estudio entre los reclusos de la prisión del Estado de Florida y los efectos terapéuticos que tuvo la lectura en grupo: «Nuestro grupo se compone de nueve presos y nos reunimos dos veces a la semana. Y tengo que decir que lo que sucede entonces es casi un milagro. Personas que antes se sentían desamparadas y desesperadas encuentran un sentido nuevo en su vida. Aquí, en la prisión con mejores medidas de seguridad en toda Florida, a sólo unos cientos de metros de la silla eléctrica, imagínense ustedes, precisamente aquí se realizan nuestros sueños.» Sin embargo, los libros especializados no son siempre útiles. Existen situaciones de las que se puede decir que cuando todas las palabras serían pocas, sobra cualquier palabra. A no ser que buscáramos consuelo en las palabras de un poeta, como a mí me sucedió en cierta ocasión. El director de la famosa prisión de San Quintín, que se encuentra en las proximidades de San Francisco, me había invitado a pronunciar una conferencia ante los reclusos, condenados todos ellos por delitos graves. Cuando hube finalizado mi exposición se puso de pie uno de los oyentes y dijo que a los hombres de Death Row, en cuyas celdas se encuentran los condenados a muerte, no se les había permitido acudir a la conferencia; luego me preguntó que si podría decirle al menos unas palabras por el micrófono a uno de ellos, a Mr. Mitchell, que dentro de poco iba a ser ejecutado en la cámara de gas. Yo no sabía qué hacer, pero no podía negarme a acceder a este ruego. Así pues, tuve que improvisar: «Créame, Mr. Mitchell, de algún modo puedo comprender su situación. Al fin y al cabo yo también he vivido durante algún tiempo bajo la amenaza de la cámara de gas. Pero créame, Mr. Mitchell, tampoco entonces dejé de estar convencido en todo momento de que la vida tiene sentido en cualquier condición o circunstancia. Pues o bien tiene un sentido —y entonces lo tiene que conservar aunque sea muy corta —o no tiene sentido— y entonces no tendría tampoco sentido que durara tanto. Una vida que aparentemente ha sido desperdiciada puede adquirir también un sentido si a través de la conciencia de la propia individualidad vamos más allá de nosotros mismos.» ¿Saben ustedes lo que luego le conté a Mr. Mitchell? La historia de la muerte de Iván Illich según la relata Tolstoi: la historia de un hombre que de pronto se enfrenta al hecho de que no va a vivir mucho y se da cuenta de que ha desaprovechado su vida; pero precisamente esta idea le hace superarse interiormente a sí mismo y es capaz de llenar de sentido la vida que aparentemente había estado tan vacía.
Mr. Mitchell fue el último hombre que murió en la cámara de gas en San Quintín. Poco antes de morir concedió una entrevista al «San Francisco Chronicle», de la que se desprendía claramente que había comprendido la historia de la muerte de Iván Illich en todos sus puntos.
Todos conocemos del afán de leer que sienten los jóvenes. Se dan cuenta instintivamente de la fuente de energía que los libros constituyen. ¿Cómo si no, podría explicarse lo que sucedió —hace décadas— en el campo de concentración de Theresienstadt? Se había preparado el transporte de mil jóvenes, y a la mañana siguiente salían hacia el campo de concentración de Auschwitz. Pero esa misma mañana se comprobó que había sido asaltada la biblioteca. Cada uno de los condenados a muerte había metido en su mochila algunas obras de su poeta preferido y algún libro científico. Eran las provisiones para el viaje hacia lo (por suerte aún) desconocido. Que venga ahora alguien y me diga; «Primero la comida, luego la moral.»
No estamos ciegos. El libro no tiene siempre consecuencias beneficiosas. Nos hemos vuelto escépticos en lo relativo a la popularización de los resultados de las investigaciones científicas. Einstein dijo en cierta ocasión que el científico sólo puede elegir entre escribir de forma comprensible y superficial o profunda e incomprensible. Pero el hecho de que el lector no entienda algo supone siempre un peligro menor que el que representa una mala interpretación. Sin embargo, ésta puede no ofrecer tampoco peligro, como se ve, por ejemplo, en lo que sucedió cuando el psiquiatra neoyorquino Binger pronunció una conferencia sobre medicina psicosomática y le preguntaron al final que en qué tienda se podía comprar una botellita de esa medicina.
Yo creo que el peligro de la falta de comprensión está en otra parte. Una ciencia que más que popularizada ha sido vulgarizada puede llevar a que el hombre se interprete mal a sí mismo, a que se deforme la idea que tiene de sí mismo si se le ofrece la mitad, la cuarta o la octava parte de la verdad como si se tratara de toda la verdad. ¿A qué se debe?
Normalmente oímos que la gente se queja de que los científicos se especializan demasiado. Yo creo que lo cierto es justamente lo contrario. Lo malo no es que los científicos se especialicen, sino que los especialistas generalicen. Ya conocemos a los denominados «terribles simplificateurs». Lo simplifican todo. Pero existen también los «terribles généralisateurs». Como yo los denomino. Los «terribles simplificateurs» reducen todo a un único aspecto. Los «terribles généralisateurs» no se quedan sólo en un aspecto, sino que generalizan todo. ¿Cómo si no, iban a conseguir hacer un best-seller? ¿Cómo van a popularizar sin generalizar?
Bajo la influencia del adoctrinamiento de las masas, que se refleja ya en los propios títulos de los best-seller, el lector ya no se ve a sí mismo como un hombre, sino —y cito los títulos de dos best-seller— como un «mono desnudo» y como un aparato o mecanismo «al otro lado de la libertad y la dignidad». A esto se añade el nihilismo actual. El nihilismo de ayer se ocupaba de la nada; el de hoy se caracteriza por las palabras «nada más que...» El hombre no es «nada más que» el producto de las condiciones de producción, de la herencia y el medio ambiente, de las condiciones y circunstancias socio-económicas y psico-dinámicas, etc. Sea como fuere, se le presenta como una víctima de las circunstancias, cuando en realidad es él quien crea tales circunstancias, por lo menos quien las organiza y, si es necesario, las modifica.
Una psicología profunda vulgarizada le proporciona al lector neurótico suficientes y oportunas coartadas. La culpa de todo la tienen sólo los complejos. Él ya no es responsable de nada, ya no existe la voluntad libre. Pero de qué forma más sabia me contestó una paciente esquizofrénica cuando le pregunté si no sentía que tenía una voluntad libre: «Mire, doctor, tengo una voluntad libre cuando quiero, y cuando no quiero, no la tengo.» En lo que respecta a los complejos, me escribía en cierta ocasión una mujer que no era paciente mía: «Tengo tras de mí una infancia terrible; crecí en un 'hogar roto' y pasé necesidades extremas. Pero no quiero olvidar todo lo malo que he vivido y sufrido en mi niñez, pues estoy convencida de que de todo ello han salido muchas cosas positivas. ¿Complejos? El único complejo que tengo es pensar que tendría que tener complejos y no tengo ninguno».
El hablar de «nada más que», o —tal como se denomina este concepto del hombre— el reduccionismo, es sólo uno de los aspectos del nihilismo contemporáneo. El otro es el cinismo. Se ha puesto de moda burlarse de la gente buena, criticar al hombre, considerarlo un ser maligno. Es evidente que la literatura no tiene como finalidad el encubrir la realidad, presentarla como algo que no ofrece peligro. Sin embargo, una de sus tareas sí es dejar ver una posibilidad más allá de la realidad, la posibilidad de cambiarla, de transformarla. El mundo va de mal en peor. ¿A quién se lo dicen ustedes? No está en buen estado. Pero ustedes tienen que comprender que como médico no puedo estar satisfecho con ello. El mundo está enfermo, pero su mal es curable. Una literatura que rechace ser una «medicina» y colaborar en la lucha contra la enfermedad del espíritu de nuestro tiempo, no es una terapia, sino una señal, un síntoma de la neurosis colectiva que se une a todo lo demás. Si el escritor no es capaz de inmunizar al lector contra la desesperación, entonces tiene que abstenerse al menos de «infectarle» de ella.
La neurosis colectiva de nuestros días se caracteriza por un sentimiento de falta de sentido que se extiende por todo el mundo. El hombre de hoy está frustrado, ya no desde el punto de vista sexual, como sucediera en la época de Sigmund Freud, sino desde el punto de vista existencial. Hoy en día no sufre un sentimiento de inferioridad, como en los tiempos de Alfred Adler, sino un sentimiento de falta de sentido, que va acompañado de una sensación de vacío existencial. Actualmente comienza a observarse esto en Oriente y en el Tercer Mundo. Así, el neurólogo checo Vymetal ha comprobado que «esta enfermedad actual, la pérdida de un sentido existencial sobre todo en la juventud, traspasa 'sin pasaporte' las fronteras de los sistemas sociales capitalista y socialista». Si ustedes me preguntan que cómo me explico yo el origen de este sentimiento de falta de sentido, sólo les puedo decir que, en contraposición a los animales, al hombre no le dicta el instinto lo que tiene que hacer y, frente a las personas de épocas anteriores, la tradición ya no le dice lo que debe hacer; y así, parece que ya no sabe bien lo que realmente quiere. Esto lleva al hecho de que o bien quiere sólo lo que hacen los demás —y tenemos entonces el conformismo— o bien hace sólo lo que los demás quieren, lo que desean de él —y tenemos entonces el totalitarismo—.
Con la ayuda de los tests se ha comprobado estadísticamente que el sentimiento de falta de sentido está más extendido entre los jóvenes. El ingeniero Habinger ha demostrado mediante una muestra estadística recogida al azar entre quinientos estudiantes vieneses que dicho sentimiento ha aumentado en los últimos años desde un 30 hasta un 80 %. En lo que a América se refiere, mis colegas de la United States International University han probado que fenómenos tan extendidos y en aumento como la agresividad, la criminalidad, la toxicomanía y el suicidio se deben en el fondo a una sola cosa: al sentimiento de falta de sentido. Entre los estudiantes americanos aparecen como principales causas de muerte los accidentes de tráfico y el suicidio. Los intentos de suicidio son quince veces más frecuentes, y eso teniendo en cuenta solamente las cifras oficiales. Por suerte. Pues los médicos tenemos que pensar desde el punto de vista no sólo terapéutico sino también profiláctico, y en el campo de la prevención de los suicidios la publicidad no constituye siempre una ventaja. Quizá sea suficiente con que les diga que en Detroit disminuyó en cierta ocasión repentinamente la cifra de suicidios e intentos de suicidio, para volver a aumentar con la misma rapidez después de seis semanas. Durante este espacio de tiempo había habido una huelga general en los periódicos y los suicidios se habían quedado sin publicidad.
Pero no está dicho todo. Si mido la tensión arterial a un paciente y tiene, por ejemplo, 160 y se lo digo a él, ya no tendrá 160, sino que le aumentará a 180. Pues el paciente tiene miedo de sufrir una apoplejía. Si, por el contrario, respondo a su atemorizada pregunta que tiene la tensión prácticamente normal, que no tiene nada que temer, entonces el paciente se tranquiliza y la tensión arterial baja hasta 140.
Volvamos al sentimiento de falta de sentido. ¿Cómo se puede utilizar «el libro como medio terapéutico» contra la neurosis colectiva de hoy en día? En tres frentes sobre todo, contra tres aspectos actuales y agudos de la enfermedad de nuestro tiempo: la neurosis de domingo, la crisis de la jubilación y la neurosis de desempleo.
El domingo, durante el fin de semana, cuando cesa la actividad de los días laborables, aumenta en las personas el sentimiento de falta de sentido. La consecuencia de esto es una depresión típica, la denominada «neurosis de domingo», que al parecer está cada vez más extendida. El Instituto del sondeo de la opinión pública de Allensbach ha comprobado que en 1952 constituían un 26 % las personas a las que el domingo se les hacía el tiempo demasiado largo mientras que éstas en la actualidad representan un 36 %.
Lo mismo se puede decir de la crisis de la jubilación, del derrumbamiento psicosomático que sufren las personas que aparte del trabajo no han tenido nada que llenara su vida y, liberados de la presión que suponían las obligaciones profesionales y enfrentadas al vacío que encuentran dentro de sí mismas, se desploman. Se puede prevenir este agotamiento psicofísico que se da en la vejez conservando en buen estado tanto el cuerpo como la psique, y en esto el libro actúa no sólo como medio terapéutico, sino también como profiláctico. Nunca he visto amontonados tantos libros sobre un escritorio como en el del profesor Berze, un antiguo director del «Steinhof», que murió a los 91 años de edad estando psíquicamente sano y activo.
En lo que concierne, por último, a la neurosis de desempleo, se trata de un síndrome que yo mismo describí en el año 1933 en la revista «Sozialárztlichen Rundschau», basándome en las experiencias que reuní con ocasión de la campaña «La juventud necesitada», lanzada por la cámara de trabajadores. Está comprobado que la necesidad no era sólo económica, sino también espiritual. Sin trabajo, al hombre le parece la vida vacía, se siente inútil. Lo peor no es la falta de trabajo en sí, sino el sentimiento de falta de sentido. El hombre no vive sólo del subsidio de desempleo. En contraposición a la década de los años 30, la crisis económica actual se debe a una crisis energética: con gran asombro por nuestra parte hemos tenido que darnos cuenta de que las fuentes de energía no son inagotables. Espero que no consideren un atrevimiento que yo afirme que la crisis energética y el crecimiento económico más lento que la acompaña constituyen, en lo que concierne a nuestro deseo frustrado de encontrar un sentido, una gran oportunidad: tenemos la oportunidad de reflexionar. En los momentos de abundancia, la mayoría de las personas tenían con qué vivir; pero muchos no sabían por qué vivir. Lo importante ahora no son los medios de subsistencia, sino el encontrar un fin, un sentido a la vida. En contraposición a las fuentes de energía, el sentido es inagotable. Y no hay nada que ayude a encontrar este sentido tanto como el libro. El hecho de que el hombre conoce instintivamente las posibilidades que los libros le ofrecen para no hundirse interiormente en los momentos de depresión económica queda demostrado por la circunstancia de que en los países con cifras altas de desempleo se compran y se leen más libros.
A esto se añade el hecho de que, en contraposición a los grandes medios de comunicación social y a la pasividad a que inducen a los hombres, el libro nos hace ser selectivos. Un libro no se puede conectar y desconectar como una radio o un televisor. Por un libro hay que decidirse, hay que comprarlo o, al menos, tomarlo prestado, hay que leerlo y de vez en cuando interrumpir la lectura para pensar. Dentro de un mundo laboral amenazado por la deshumanización, el hombre crea islas en las que nada pueda no sólo entretenerse, sino también reflexionar, no sólo divertirse, sino también meditar. El tiempo libre que ocupa leyendo le ayuda a huir de sí mismo, de su propio vacío, y a «entrar en sí mismo». En una palabra, el libro lleva a una liberación no centrífuga, sino centrípeta. Nos descarga de la presión del trabajo, de la vida activa, y nos hace volver a la vida contemplativa, a la existencia contemplativa, aunque sólo sea de vez en cuando.
¿En qué consiste la tarea y la responsabilidad del libro? En que cree al hombre capaz de tener el deseo de sentido que hoy está tan frustrado. Mientras pensemos que el lector es demasiado tonto para este o aquel libro, no sólo será tonto, sino que se volverá tonto. Existen individuos idiotas que han llegado a serlo porque un psiquiatra los consideró como tales. Lo lamento, pero tengo que acabar esta conferencia citando a Goethe, como si fuera un estudiante en una clase de retórica: «Si tomamos al hombre por lo que es, le hacemos peor. Pero si lo tomamos por lo que debe ser, lo convertimos en lo que puede ser».
Notas
[11] Conferencia inaugural de la Semana del Libro 1975 en el Hofburgde Viena.
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