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Compartir también lo «necesario»

Son ojos que penetran hasta lo más profundo del alma. Ojos de niños enflaquecidos, ansiosos de algo que no saben expresar. Ojos de ancianos abandonados en medio de la pobreza más absoluta. Ojos de madres que quisieran hacer algo por el hijo que se apaga entre sus brazos. Ojos de médicos que se sienten impotentes ante catástrofes que afectan a miles de inocentes de todas las edades.

Sabemos que bastaría el dinero de dos o tres grandes bombarderos, de algunos misiles ultramodernos, de naves espaciales que recorren lugares lejanos, para que el hambre hubiera sido evitada en este o en aquel rincón del planeta.

Los que podían hacer algo decisivo han mirado a otro lado, han tomado decisiones según deseos de dominio o de poder sin interesarse seriamente por ayudar a los pobres, los enfermos, los más necesitados.

Miles y miles de hombres y mujeres quisiéramos tender la mano, ofrecer dinero o tiempo. No podemos limitarnos a denunciar injusticias globales o a lamentar miserias infinitas. Hay que ponerse a caminar, hacia los cercanos, hacia los lejanos, para que a nadie falte un poco de pan, una manta, una medicina, agua limpia, un gesto de amor y de respeto.

Ponerse a caminar no sólo dejando cosas superfluas. Se puede hacer mucho si enviamos latas de conserva, ropa o medicinas que no usamos. Pero en ocasiones nos sentiremos llamados a realizar sacrificios más profundos, a dejar cosas que eran para nosotros importantes, incluso tal vez necesarias, para ayudar en situaciones de urgencia a miles de personas hambrientas.

En una encíclica escrita en 1987, Juan Pablo II se atrevió a usar unas frases llenas de audacia, en las que invitaba a hacer todo lo posible por el pobre, el enfermo, el hambriento.

Decía el Papa: «pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos, no sólo con lo «superfluo», sino con lo «necesario». Ante los casos de necesidad, no se debe dar preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ello. Como ya se ha dicho, se nos presenta aquí una «jerarquía de valores» -en el marco del derecho de propiedad- entre el «tener» y el «ser», sobre todo cuando el «tener» de algunos puede ser a expensas del «ser» de tantos otros» (carta encíclica Sollicitudo rei socialis, n. 31).

¿Cómo entender lo «necesario»? A veces hemos creado necesidades que no lo son, de las que podríamos prescindir para atender a otros. Pensemos, por ejemplo, en un deseado (y necesario) viaje de vacaciones. La meta escogida es un lugar lejano: viaje en avión, hotel, etc. ¿Por qué no hacer un cambio, decidirnos a ir a un lugar más cercano y menos costoso? Con el dinero ahorrado a través de un sacrificio, podríamos dar un donativo no pequeño para combatir la malaria, el SIDA, el hambre en algún lugar del planeta.

Los ejemplos se podrían multiplicar, en lo grande y en lo pequeño. Con muchos sacrificios aparentemente insignificantes, a veces nacidos de renuncias casi heroicas, se consiguen grandes donativos, suficientes para levantar hospitales, permitir vacunaciones masivas, dar agua potable y comida a miles de personas en tantos rincones del planeta.

Benedicto XVI, en su Mensaje para la Cuaresma 2008, habló de la limosna y de la llamada que tenemos todos los cristianos de compartir nuestros bienes. Entre otras cosas, decía: «La llamada a compartir los bienes resuena con mayor elocuencia en los países en los que la mayoría de la población es cristiana, puesto que su responsabilidad frente a la multitud que sufre en la indigencia y en el abandono es aún más grave. Socorrer a los necesitados es un deber de justicia aun antes que un acto de caridad».

En el fondo, al compartir vivimos plenamente nuestra vocación al amor. En el Mensaje apenas citado, Benedicto XVI explicaba: «Cada vez que por amor de Dios compartimos nuestros bienes con el prójimo necesitado experimentamos que la plenitud de vida viene del amor y lo recuperamos todo como bendición en forma de paz, de satisfacción interior y de alegría».

Estamos llamados a compartir no sólo lo que nos «sobra», sino también, desde un corazón grande, lo «necesario». Porque nos lo piden unos ojos que buscan un pedazo de pan, medicinas y un abrazo lleno de cariño fraterno.

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