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Sí o no a la bofetada pedagógica
Dice un amigo mío, padre de familia numerosa y profesor de primaria, que el tema del cachete "no es cuestión de síes o noes rotundos. Que es de demagogos —y de gentes que no quieren colaborar de verdad con los padres— dogmatizar la respuesta. Hay castigos psicológicos que, a veces, son habituales en las familias, mucho más hirientes que una bofetada».
No creo que ningún padre esté a favor del cachete como método educativo. Pero criminalizar a los padres por dar una simple bofetada a su hijo me parece algo excesivo.
Desde que el pasado 20 de diciembre se aprobó la reforma del Código Civil, por la que se eliminaba del artículo 154 la disposición para «corregir razonable y moderadamente a los hijos», muchos padres se sienten, nos sentimos, confusos.
¿Quiere esto decir que me podrán denunciar por dar un simple cachete con el que pretendo reprimir la típica pataleta infantil? ¿Se criminalizará el método de dar una palmada en la mano al niño que está apunto de electrocutarse metiendo los dedos en el enchufe?
Y, con el déspota adolescente, ¿qué medidas de corrección se les deben imponer para evitar que los hijos agredan a sus padres, los alumnos a sus profesores y los jóvenes a los ancianos? ¿No le vendría «mejor una bofetada a tiempo que dos a destiempo» como respuesta a su actitud tiránica y maleducada, o por el contrario, hay que dejarles que pongan infinitamente a prueba los límites de unos padres que se afanan en un dialogo estéril?
Muchos padres y educadores han bautizado este cambio legislativo como la Ley del Cachete. Y no es para menos. A partir de ahora, propinarle un cachete a tu hijo para recriminarle un comportamiento erróneo ya es delito. Es más, quien pase a su alrededor le mirará mal, le recriminaran su actitud, incluso, alguno de ellos, correrá a denunciarle a la policía por incitar a la violencia o, lo que todavía es peor, por no «respetar su integridad física y psicológica». Vamos, que cualquiera de ustedes puede ser considerado un maltratador infantil.
Dicen los expertos que la causa, de que los niños quieran imponer su poder en la familia y en la escuela es la educación permisiva, la falta de autoridad de los padres y la carencia de límites. Es evidente que hemos pasado de una educación autoritaria a una actitud permisiva convirtiendo nuestros hogares, las escuelas y la sociedad en general, en «republicas independientes», como dice un anuncio televisivo, en la que la autoridad y la disciplina brillan por su ausencia.
Sabemos que muchas familias actualmente atravesamos una crisis de autoridad en la que casi un 40% de los padres dice sentirse desbordado por los problemas con sus hijos y el 10% afirma que pocas veces o nunca siente que maneja bien los conflictos de convivencia con ellos, ya que uno de cada cuatro padres reconoce que las opiniones de los hijos acaban imponiéndose en la familia»,como afirma el informe «Hijos y padres: comunicación y conflictos», realizado por la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD)
Unos conflictos que se resuelven -la mayoría de las veces- mediante el diálogo, pero, en otras, son la bofetada o el castigo los que ponen fin a la discordia.
Ahora bien, si como decía George Smith Patton, «todo ser humano presenta una resistencia innata a la obediencia. La disciplina anula esa resistencia y, mediante la constante repetición, hace de la obediencia algo habitual e inconsciente», entonces, ¿dónde encontramos el termino medio entre la disciplina con la que se ejerce una «corrección moderada» y el permisivismo?
«En educación lo que deja huella en el niño no es lo que se hace alguna vez, sino lo que se hace continuamente» (Pablo Pascual Sorribas, el mejor profesor que han tenido mis hijos)
Es evidente que a los niños hay que educarlos con mucho cariño, comprensión, prudencia, serenidad y buen humor, para ayudarles a crecer como personas. Pero, tanto los padres como los profesores, somos conscientes de que su educación requiere, sin duda, de la disciplina para exigirles lo mejor que cada uno pueda dar de sí mismo.
Y esta disciplina exige dedicación y sacrificio por parte de los padres. Es más, sin disciplina, especialmente cuando son pequeños, no podemos «despertar, alentar y motivar acciones y conductas positivas», puesto que no son capaces de discernir entre lo que es bueno o malo.
Para ello, todos los que participamos en la educación de nuestros jóvenes deberíamos empeñarnos en crear unos hábitos que condicionarán su futuro comportamiento en la escuela y en la sociedad.
Esta repetición de actos, fundamental para dar seguridad y felicidad a los niños, necesita de unas normas, unos límites para que se transformen en un modo habitual de hacer, de comportarse.
Estos límites, que en la infancia es preciso concretar especialmente a la criatura de o 7 años, ya les han de poder facilitar distinguir el bien o el mal de las propias conductas. Pasados unos años, en la adolescencia, los márgenes han de ser más amplios. Así, les será posible aprender a ser responsables con las consecuencias de una conducta determinada y se convertirán en personas equilibradas y con capacidad de autodominio.
Pero no podemos engañarnos y debemos reconocer la realidad del panorama actual.En pocos años, hemos pasado de una educación autoritaria, que recurría frecuentemente al castigo y a la imposición como medida de corrección, a una actitud permisiva donde los impulsos de nuestros jóvenes campan a sus anchas.
De esta manera, en vez de educar, contemplamos. Y, con ello, convertimos nuestros hogares, las escuelas y la sociedad en general en «republicas independientes», en las que la autoridad y la disciplina brillan por su ausencia.
Como bien decía un experto en un foro educativo:
«Entre las numerosas formas de premios a los hijos, por su adecuado comportamiento, están las caricias, las palabras halagadoras y gratificantes, los regalos, etc. Y entre los castigos figuran la advertencia, la regañina, la prohibición, el enfado verbal y ¿por qué no? el azote o el cachete meramente simbólicos y sin producir daño y menos lesión alguna.
Dar un azote en el culo a un niño o una suave colleja en un hombro deben tener más de simbolismo que de penoso castigo. Y el niño o la niña lo asociarán a su errónea conducta.
Hay muchas maneras de dar un cachete, y la física no es la peor. El terror psicológico, el chantaje emocional, la amenaza constante sin llevarla nunca a la práctica, el inmovilizarlo en un parking infantil son algunas de las formas que no pasan por el cachete, pero pueden hacerle mucho más daño. Quizás la más intolerable forma de cachete sea la de esos padres que jamás ponen límites a sus hijos y los condenan a ser esclavos de sus instintos. Eso sí, jamás le dan un tortazo, pero le han convertido en el peor enemigo de sí mismos y posiblemente de los demás»
La opinion de un experto
«Sería un abuso presentar el tema con un «SÍ o NO A LA BOFETADA PEDAGÓGICA». No es cuestión de síes o noes rotundos. Es de demagogos -y de gentes que no quieren colaborar de verdad con los padres- dogmatizar la respuesta.
Hay castigos psicológicos, que a veces son habituales en las familias, mucho más hirientes que una bofetada. Está claro que no ha de depender la forma de corregir, de cómo nos resulta más fácil o efectiva en ese momento. Consideraremos ante todo si le estamos ayudando a querer corregirse en esa mala acción, si mejora un comportamiento del todo indeseable.
Será preciso valorar la gravedad de la acción y la necesidad de marcar límites que tenga cada criatura. Un cachete inoportuno evidentemente no ayuda al ascendente que es preciso tener sobre los hijos. Pero, también perdemos su confianza mostrándonos inseguros en las correcciones.
Por eso, es preciso exigir y corregir según las características personales —carácter, edad, circunstancias particulares- de cada hijo. Para motivarlos, algunos necesitarán más suavidad, llegar más a través del corazón, otros más severidad, unas indicaciones más estrictas y sistemáticas.
La edad para corregir exige diferentes actuaciones. Es una señal de alerta si con un hijo de más de doce años, hemos de acudir al cachete o bofetada para que obedezca. Urgirá recuperar terreno perdido en autoridad, ascendente, comunicación, etc...
Una corrección drástica a una criatura, si está justificada y explicada, no produce rencor. Pero evidentemente no ha de ser un machaque verbal, ni nada así. Recuerdo las palabras de San Pablo en su carta a los Efesios: «Y vosotros, padres, no exasperéis a vuestros hijos,...». ¡Corregir sí, hartar no! Ofrezcámosles libertad para tener algún defectillo y buen humor para saber convivir con las limitaciones personales, pues los padres a veces nos proyectamos en los hijos y nos irritamos ante sus conductas, que vemos como nuestras». Emili Avilés (Profesor especialista en pedagogía terapéutica y educación familiar. Director de Esferaeducativa.com)
Despiece 1
¿POR QUÉ NO HAY QUE PEGAR? No resulta eficaz utilizar el miedo para controlar conductas no deseadas. Con un cachete, en ocasiones, se consigue suprimir inmediatamente una conducta indeseable o errónea, pero, ¿será efectivo o por el contrario, le convertirá en un niño inseguro y desconfiado hacia sus padres?
Dicen los expertos que los castigos físicos:
- Dañan su autoestima
- No les enseña porqué suceden las cosas ni cómo hacerlas de otra manera :el niño acaba obedeciendo por miedo al castigo pero no ha comprendido el motivo de la sanción
- Genera más violencia -no sólo en quién la recibe, sino
- también en quien la da (un cachete suele ir seguido de más)
- Aprenden a someterse o a desobedecer, sin cooperar ni participar
- Crea un muro de incomunicación con los padres
- Le provoca sentimientos de tristeza, abandono y soledad
- Fomenta sus deseos de « irse de casa»
- Genera violencia
Despiece 2
Cuenta una leyenda que un hombre recorriendo China subió en una barca. En ella iban varios remeros y un sujeto que les iba dando latigazos.
El viajero se escandalizó de que el dueño de la barca condujera a latigazos a los remeros, pero todavía se escandalizó más cuando se enteró que los dueños de la barca eran los remeros y que al del látigo le habían contratado entre todos para que vigilara que trabajaran todos a fondo.
"Un bofetón puede ser educativo si se da en las condiciones debidas. Pero ha de ser ocasional y hay que explicar por qué se hace", afirma José Rodríguez, autor del libro "El drama del menor en España".
Despiece 3
ANTES DE DAR UN CACHETE... intente poner en marcha estos métodos «concretos y positivos que ayuden a tener prestigio y autoridad positiva ante los hijos» que nos propone Pablo Pascual en Solo hijos.com:
Tener unos objetivos claros de lo que pretendemos cuando educamos. Es la primera condición sin la cual podemos dar muchos palos de ciego. Estos objetivos han de ser pocos, formulados y compartidos por la pareja, de tal manera que los dos se sientan comprometidos con el fin que persiguen. Requieren tiempo de comentario, incluso, a veces, papel y lápiz para precisarlos y no olvidarlos. Además deben revisarse si sospechamos que los hemos olvidado o ya se han quedado desfasados por la edad del niño o las circunstancias familiares.
Enseñar con claridad cosas concretas. Al niño no le vale decir "sé bueno", "pórtate bien" o "come bien". Estas instrucciones generales no le dicen nada. Lo que sí le vale es darle con cariño instrucciones concretas de cómo se coge el tenedor y el cuchillo, por ejemplo.
Dar tiempo de aprendizaje. Una vez hemos dado las instrucciones concretas y claras, las primeras veces que las pone en práctica, necesita atención y apoyo mediante ayudas verbales y físicas, si es necesario. Son cosas nuevas para él y requiere un tiempo y una práctica guiada.
Valorar siempre sus intentos y sus esfuerzos por mejorar, resaltando lo que hace bien y pasando por alto lo que hace mal. Pensemos que lo que le sale mal no es por fastidiarnos, sino porque está en proceso de aprendizaje. Al niño, como al adulto, le encanta tener éxito y que se lo reconozcan.
Dar ejemplo para tener fuerza moral y prestigio. Sin coherencia entre las palabras y los hechos, jamás conseguiremos nada de los hijos. Antes, al contrario, les confundiremos y les defraudaremos. Un padre no puede pedir a su hijo que haga la cama si él no la hace nunca.
Confiar en nuestro hijo. La confianza es una de las palabras clave. La autoridad positiva supone que el niño tenga confianza en los padres. Es muy difícil que esto ocurra si el padre no da ejemplo de confianza en el hijo.
Actuar y huir de los discursos. Una vez que el niño tiene claro cual ha de ser su actuación, es contraproducente invertir el tiempo en discursos para convencerlo. Los sermones tienen un valor de efectividad igual a 0. Una vez que el niño ya sabe qué ha de hacer, y no lo hace, actúe consecuentemente y aumentará su autoridad.
Reconocer los errores propios. Nadie es perfecto, los padres tampoco. El reconocimiento de un error por parte de los padres da seguridad y tranquilidad al niño/a y le anima a tomar decisiones aunque se pueda equivocar, porque los errores no son fracasos, sino equivocaciones que nos dicen lo que debemos evitar. Los errores enseñan cuando hay espíritu de superación en la familia.
Del director
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