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Sobre el infierno y la salvación eterna
Recientemente se ha abierto una pequeña polémica porque, al parecer, Benedicto XVI ha dicho, en un encuentro mantenido con párrocos con motivo del inicio de la Cuaresma de éste 2008, que el infierno es un, denominado, «lugar físico» cuando, según se polemiza, Juan Pablo II había dicho que no era tal cosa.
Sin embargo, independientemente de este punto hay algo que ha de ser, que es, más importante.
Sin embargo, lo que en verdad resulta a destacar, y debería ser objeto de meditación profunda, es si vamos a poder disfrutar de lo que Jesús vino a conseguirnos: la salvación eterna a cada uno de nosotros.
Antes que nada, hemos de tener en cuenta que, a pesar del esfuerzo que hagamos no somos nosotros los que nos salvamos, claro. Creer eso es ir demasiado lejos en la concepción que tenemos de nuestro propio ser.
A este respecto, S. Josemaría dice, en «Amar a la Iglesia», que «Estos tiempos son tiempos de prueba y hemos de pedir al Señor, con un clamor que no cese (cfr. Is LVIII, 1), que los acorte, que mire con misericordia a su Iglesia y conceda nuevamente la luz sobrenatural a las almas de los pastores y a las de todos los fieles. La Iglesia no tiene por qué empeñarse en agradar a los hombres, ya que los hombres —ni solos, ni en comunidad— darán nunca la salvación eterna: el que salva es Dios» (12)
Éste es un buen principio, pues reconocer tal cosa es dar un paso importante para nuestras vidas al situarnos donde, verdaderamente, estamos y merecemos estar.
De aquí que el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, refiriéndose ahora a Jesucristo, diga que «por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo»
Por lo tanto, Dios nos salva y por medio de Jesucristo vino la salvación al mundo.
Por eso, Juan Pablo II, en su Redemptoris missio (sobre la permanente Validez del Mandato Misionero, de 12 de julio de 1990) dice que «Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina.» (RM, 11)
Refiriéndose al mismo punto de la RM citada arriba, Benedicto XVI, en el Mensaje para la Cuaresma del 2006 puso de manifiesto algo que resulta fundamental para nosotros y que es que «En un mundo fuertemente secularizado, se ha dado una "gradual secularización de la salvación", debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral"
Hay, por lo tanto, un, digamos, mandato universal de salvación que hay que apreciar en su justa medida. Medida la cual no puede ser reducida a ninguna creencia en concreta por más que nosotros, los que nos consideramos hijos de Dios y comprendemos lo que eso significa en nuestra vida y en la vida de los demás, tengamos que ser especialmente consecuentes con aquello.
Sin embargo, sí que tenemos que tener en cuenta el tema de la horizontalidad que cita el Santo Padre.
Sabemos que nuestra vida, en la relación que establecemos con los demás hermanos (pues, al fin y al cabo, todos somos hijos del mismo Padre Creador) son muchos los infiernos por los que pasamos, muchos los problemas que tenemos que afrontar, muchas ocasiones en las que, al estimar en demasía lo «horizontal», sufrimos.
Bien sabemos que lo dicho por Sta. Teresa de Jesús en su «Camino de perfección» (Capítulo 3.3) es bien cierto: «¿Pensáis, hijas mías, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo y tratar negocios del mundo y hacerse, como he dicho, a la conversación del mundo, y ser en lo interior extraños del mundo y enemigos del mundo estar como quien está en destierro y, en fin, no ser hombres sino ángeles?»
Por eso, no nos ha de constar, en exclusiva, para ser conscientes de lo que supone la salvación eterna, nuestra relación con el otro sino, sobre todo, nuestra unión con Dios, la que lo es, en esencia, vertical. De tal verticalidad (que no nos tire el mundo hacia abajo sino el Espíritu hacia arriba) se deriva lo que podríamos denominar «conciencia de divinidad» que nos ha de conformar ya que somos creación a imagen y semejanza de Dios.
Sin embargo, bien claro está que tenemos una relación con nuestro Creador, como no puede ser de otra forma; un, a modo, de hilo conductor que nos vincula, verticalmente, es decir, desde nosotros hacia Él pero, también, y esto es muy importante, de Él hacia nosotros. El hecho mismo de sentirnos hijos de Dios, de paso por este mundo para salvarnos (¡gran negocio, éste!) nos debería obligar a preguntarnos cómo podemos apreciar, ver, sentir, esa unicidad que tan difícil puede llegar a ser el apreciarla porque somos únicos si permanecemos en Él y únicos si, entonces, Él permanece en nosotros.
Y aquí es donde viene a salvarnos, aquí mismo, una apreciación de Papa alemán.
Para que no podamos pensar que se trata, esa salvación, de algo que se nos da sin más, sin demandar nada a cambio (ni siquiera el amor) S.S. Benedicto XVI, en un discurso que ofreció a los Obispos de Brasil, en la Catedral de Sé, en São Paulo, el 11 de mayo de 2007, dejó dicho lo siguiente: «El Hijo de Dios con lo que padeció aprendió la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen»
Cabe, por lo tanto, obediencia a la Ley de Dios y reconocimiento de su influencia en nuestras vidas.
Por eso, retomando la idea expresada antes según la cual la salvación no es, en esencia, cosa nuestra (lo que no quiere decir que lo abandonemos todo en éste mundo sin hacer nada) Benedicto XVI mantiene una idea que ha de hacernos reflexionar sobre nuestra actitud en la vida: ''No todos nos presentaremos iguales al banquete del Paraíso'' (esto dicho en el encuentro con párrocos citado arriba)
Y esto que, en principio, puede dar a entender que Dios quiere de forma distinta a unos y a otros abunda, al contrario, en la verdadera voluntad del Padre: nos deja libertad para escoger entre lo bueno y lo malo, para obedecer su Ley o para no tenerla en cuenta. Por eso, y en aplicación directa de lo dicho, es de pensar que muchas personas, que han hecho caso omiso (conociéndola) a la norma divina, tendrán que purificarse "para afrontar el Juicio Final".
Y es ahí, exactamente ahí, donde podremos salvarnos para toda la eternidad. Pero antes habremos hecho lo posible, de ser conscientes de lo que esto supone, para que se pueda decir de nosotros, como dice S. Josemaría (en Camino, punto 2) «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo».
Y tal forma de ser es, seguro, cosa nuestra.
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