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Hacia una cultura de la vida
Los hombres y mujeres de buena voluntad pueden hacer mucho para defender a los más débiles: pobres, enfermos, ancianos, «heridos por la vida», niños, embriones y fetos.
Especialmente por este último grupo de personas, que son eliminados continuamente a través del aborto. Aborto que se produce en hospitales o en lugares carentes de toda higiene, o a través de píldoras «anticonceptivas» que tienen también efectos abortivos, o con el recurso a la espiral, tan difundida en muchos ambientes sociales.
La situación resulta sumamente grave, no sólo por los millones de seres humanos (hijos) que mueren con el aborto, sino por la multitud de adultos (sobre todo mujeres, pero también varones) y de médicos que son presionados a abortar o que aceptan el aborto como un hecho sin implicaciones éticas. Basta con leer el primer capítulo de la encíclica Evangelium vitae (1995) para vislumbrar la gravedad del momento que atraviesa la humanidad en estos años decisivos de su historia.
¿Qué podemos hacer para evitar tanta muerte? Existen caminos legales para detener la destrucción de embriones y fetos. Muchos países del mundo mantienen aún hoy leyes en favor de los niños, antes o después de su nacimiento. Algunas constituciones defienden la vida desde su concepción. Acuerdos internacionales (como la Declaración de los Derechos del Niño aprobada por la Asamblea general de las Naciones Unidas en 1959) hablan de la necesidad de proteger, también jurídicamente, a los niños tanto antes como después de nacer. En algunos países existen jueces, dotados de un valor ejemplar y con un profundo respeto hacia todo ser humano, que se enfrentan contra quienes promueven píldoras que pueden tener efectos abortivos.
Existen, además, caminos culturales para defender la vida. Se hace necesario estudiar más a fondo lo que significa ser hombres, el valor escondido en cada vida humana. Este estudio necesita el apoyo y la competencia de la biología y de la medicina, de lo que la ciencia nos permite ver en el maravilloso desarrollo de cada vida a partir del proceso de la fecundación. Necesita, igualmente, la luz de la filosofía: cada ser humano tiene un valor distinto, precioso, único, en el universo en el que vivimos. Ver a los embriones como números o como si fuesen de valor inferior a los huevos de una especie de tortugas en peligro de extinción significa no haber comprendido que cada vida humana vale infinitamente más que la altura de los cipreses y que el vuelo de las águilas imperiales.
Pero este trabajo cultural no basta. Lo que más ayuda a comprender y valorar cada vida humana es ese corazón de las personas que protagonizan, con mayor o menor conciencia, el milagro de la concepción: el padre y la madre. Ellos, sean jóvenes o maduros, ricos o pobres, conscientes o superficiales, se sorprenden un día con la noticia: hemos empezado a ser padres. Es una noticia a la que muchos no están preparados, que muchos temen, que muchos ven como una amenaza o una privación de la libertad.
¿Por qué un hijo es visto como un problema? ¿Por qué no es acogido si llega en un mal momento, o si es niña en vez de niño (como ocurre en lugares donde se abortan, de modo casi sistemático, a los embriones y fetos femeninos)? ¿Por qué algunos han promovido programas de diagnóstico prenatal para eliminar a miles de seres humanos que presentan problemas genéticos o defectos físicos?
Cambiar esta mentalidad tan difundida no es fácil. Hace falta volver a descubrir el verdadero sentido de la sexualidad y su relación con la paternidad y la maternidad. Eran enormemente sabias las familias de otros tiempos que aconsejaban a sus jóvenes no tener relaciones fuera del matrimonio. No pedían heroísmo, sino responsabilidad. No sólo para evitar algo que podría ser considerado como pecado o tabú, sino para reservar el acto sexual a aquel ámbito en el cual fuese más digno y justo estar abiertos a recibir nuevas vidas que pueden originarse desde un hombre y una mujer que se aman.
Otro aspecto sobre el que conviene insistir es el de la valoración de quien es diferente, el amor a quien no llega a los parámetros considerados «de normalidad». A ese niño o niña que tiene una enfermedad genética. Al que no podrá ser eficiente en el trabajo. Al que no comprenderá bien las matemáticas o el inglés por su bajo nivel intelectual o por su situación de pobreza social. Al que no correrá nunca detrás de un balón. Al que no disfrutará de los colores o no podrá oír la última canción de moda. Cada «minusválido» vale como hombre y como mujer. Vale porque es invitado a la vida. Por eso nadie tiene derecho a quitarle el billete sólo porque no reúne unos parámetros de calidad exigidos por quienes disfrutan de un billete de primera clase.
Por último, y es lo más importante, hace falta redescubrir el sentido religioso de la vida. Cada hijo puede nacer gracias a un designio bellísimo que ha enriquecido al hombre y a la mujer con una sexualidad orientada a la apertura a la vida. A la vez, los padres saben que cada hijo encierra un misterio que escapa a su control; un misterio por el que ese niño se relaciona directamente con una dimensión superior. Saben que está encomendado a su cuidado y que, a la vez, camina hacia el encuentro con el Dios que ha creado el universo y da sentido y valor a cada existencia, aunque sea la de un pobre, un pecador o un enfermo incurable.
Estamos iniciando un siglo en el que las noticias nos hablan de miedos y atentados, de abortos y eutanasias. La historia verdadera, sin embargo, se escribe en silencio, cuando unos padres dicen sí a la vida, cuando un embrión es respetado como hijo, cuando Dios bendice el amor de unos jóvenes que prometen ser fieles, hasta la muerte, en su entrega mutua.
El mundo inicia un camino de esperanza con ese niño que llora ahora, cerca de mi casa. Un niño que me permite pensar que la vida sigue, como un milagro, como el primer día del camino humano en una tierra forjada bella por las manos de un Dios bueno y amante de la vida...
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