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La ética del cuidado, ¿ética de la mujer?

Algunos autores se han preguntado si existe un "pensamiento masculino" y un "pensamiento femenino". Otros han lanzado una pregunta parecida en el campo de las acciones: ¿existe una ética del hombre y otra ética de la mujer?

Son preguntas que han cobrado fuerza en las últimas décadas, pero que habían sido formuladas ya en la Antigüedad. Platón, por ejemplo, no reconocía ninguna diferencia entre el hombre y la mujer en lo que se refiere a la vida del alma, es decir, en lo que se refiere al pensamiento y al actuar moral. Para Platón, tanto los hombres como las mujeres eran capaces de resultados muy similares en estos campos de la acción humana.

Conviene recordar el presupuesto desde el cual Platón llegó a esta idea "revolucionaria" en su tiempo: establecer una fuerte distinción entre el alma y el cuerpo. La sexualidad quedó situada en el ámbito de lo corporal, de lo contingente, de lo inferior. El actuar, en cambio, nacía desde el alma, que tenía un valor muy superior respecto del cuerpo, y no existía diferencia alguna entre el alma del hombre y el alma de la mujer.

En la actualidad también hay pensadores que ven el sexo como algo marginal o inferior, en parte debido a las contingencias corporales, en parte promovido por formas de educación de tipo discriminatorio. Entre estos autores es fácil intuir, en un modo más o menos escondido, una cierta concepción dualista del ser humano, en la que la vida intelectual y la vida moral puede superar las contingencias corporales para llegar a una uniformidad tal que no sea posible encontrar, en ese ámbito, diferencia alguna entre hombres y mujeres.

Pero las cosas no están tan claras. Según otros pensadores, existen diferencias intelectuales y diferencias morales que tienen su raíz en la constitución somática de cada uno, en lo genético, entre lo cual se encuentra también la propia sexualidad.

No es el momento de dirimir aquí un problema tan complejo, sino de considerar una teoría ética que se ha desarrollado en este contexto, y que subraya precisamente la dimensión afectiva de nuestras conductas por encima de visiones y de sistemas que miran, más bien, a normas universales más o menos abstractas. Nos estamos refiriendo a las éticas del cuidado (conocidas por su término en inglés como "ethics of care").

En general, la ética del cuidado quiere recuperar la importancia de las dimensiones emotivas y los sentimientos, de las relaciones y del interés, en la vida moral.

Frente a éticas que buscan lo puramente formal (como el kantismo), lo meramente legal (como algunas interpretaciones de las éticas del derecho), o que deciden en función de los beneficios individuales o sociales (como el utilitarismo), la ética del cuidado quiere centrarse en el sujeto, en sus relaciones y afectos, en su manera de "imbuirse" en una situación o problemática ética, y en su deseo de decidir del modo que más favorezca el bienestar del otro, incluso por encima de reglas abstractas que no llegan a comprender las dimensiones emotivas de cada situación.

Es conocido que algunos autores han relacionado la ética del cuidado con el modo de pensar y actuar típicamente femenino. Podemos recordar aquí los nombres de Carol Gilligan, con su obra "In a different voice" (1982), y de Annette Baier (que publicó "Postures of the mind" en 1985).

Para Gilligan, por ejemplo, los hombres (en general, no de modo exclusivo) tienden a subrayar la importancia de los derechos y la justicia, de los principios abstractos, mientras las mujeres (también en general) darían mayor importancia al sentido de responsabilidad que nace de las relaciones humanas, sentido que se hace especialmente fuerte en las relaciones entre padres e hijos.

No han faltado autores, también en las filas del feminismo, que han criticado esta posición por considerarla reductiva y promotora de injusticias. La mujer, dicen estos autores, no piensa sólo en clave de afectos y de responsabilidad, ni los hombres se reducen a hacer cálculos en función del derecho o de los principios universales. Igualmente, los críticos han notado que la diferencia de comportamientos éticos entre hombres y mujeres puede ser el resultado de la educación e, incluso, de una situación discriminatoria en la cual la mujer se ha visto siempre relegada a funciones de servicio y de atención de las necesidades domésticas.

Más allá de esta discusión, podríamos notar que el comportamiento ético de todo ser humano (hombre o mujer) implica la relación de muchos elementos. Por un lado, tenemos una inteligencia que recoge informaciones, que analiza una situación más o menos compleja, que entrevé diversas líneas de acción. Entre las posibilidades operativas, algunas se presentan como más fáciles, otras más difíciles; unas pueden ser legales y otras no; unas pueden producir un resultado en breve tiempo y otras a más largo plazo.

La visión religiosa influye también a la hora de decidir, lo mismo que la visión sobre lo que significa ser individuo de la especie humana. Un materialista cierra el horizonte de la acción a lo intramundano, mientras que un espiritualista se abre a lo transcendente y a la vida después de la muerte. En cada perspectiva el modo de juzgar la misma situación puede ser muy distinta.

Luego llega el momento de la decisión, en la que la voluntad se pone en juego. La complejidad del ser humano nos hace reconocer que no actuamos según lo que la inteligencia haya considerado como lo mejor, pues hay situaciones en las que tenemos claro que algo debe hacerse y no lo hacemos, y otras en las que consideramos injusta una estrategia operativa, y luego la llevamos a cabo. Elementos como el miedo, algún interés más o menos honesto, presiones familiares, sociales o de trabajo, llevan a poner en práctica comportamientos que habían sido inicialmente considerados como inmorales.

Un encargado de contratar personal, por ejemplo, cree (a nivel intelectual) que el sexo no debe establecer discriminaciones a la hora de asumir a un nuevo empleado. Sin embargo, puede encontrarse con una directiva de la empresa según la cual no hay que contratar a mujeres en edad fértil para determinados puestos de trabajo. Su actuación puede seguir su conciencia (a riesgo de ser despedido) o someterse al miedo y actuar, así, de forma discriminatoria.

En este complejo cuadro de las opciones morales, la ética del cuidado ofrece elementos interesantes, pero no suficientes, para determinar un comportamiento ético.

Son importantes, reconoce esta ética, las dimensiones emotiva y la responsabilidad, pero los sentimientos y el grado de implicación afectiva que pueden nacer en nosotros frente a otra persona no son suficientes para determinar una línea de acción éticamente correcta. Si el afecto familiar puede llevar a proporcionar dinero al hijo drogadicto que pide ayuda a sus padres, ese mismo afecto debería descubrir la importancia de otros principios éticos (también el de justicia) por el cual el modo de tratar al hijo puede ser radicalmente distinto.

Desde luego, los principios de justicia, respeto de la ley, fidelidad a la conciencia, no deberían contraponerse al afecto que une y que relaciona entre sí a los seres humanos, no sólo en el ámbito de la familia, sino también en las múltiples situaciones sociales que pueden crearse en la vida (encuentros casuales, relaciones de trabajo o de estudio, amistades, etc.). El verdadero afecto implica la integración de los deberes éticos en el ámbito de las relaciones, y esto vale tanto para el hombre como para la mujer.

En este sentido, la ética del cuidado no puede ser una ética sólo "para las mujeres" (algunas feministas defienden con firmeza esta idea), sino que corresponde a las exigencias más profundas de todo ser humano, llamado a existir desde los demás y para los demás. Un actuar ético que no tenga en cuenta al otro en su valor y dignidad como ser humano no corresponde al verdadero bien, que podemos descubrir todos, hombres o mujeres, desde el corazón que ama a los demás por lo que son y por lo que significan para nosotros.

Si ésta puede ser una contribución importante de la ética del cuidado, conviene subrayar que no es un signo discriminatorio el reconocer que las mujeres tienen una mayor capacidad de vivir de esta manera. Todo lo contrario: es una cualidad y una invitación a todos, también a los varones, a elevar el estándar moral, a pensar y a actuar "con una voz diferente" (parafraseando el título de la obra de Gilligan), con una voz capaz de acoger al otro en cuanto ser valioso en sí mismo.

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