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Perdidos entre las cosas
Jamás tuvimos tantas cosas a nuestra disposición pero todas ellas tienen una vida efímera. No hemos llegado a comprender y utilizar las prestaciones de cada uno de los bonitos artefactos que compramos, cuando se nos impone la compra de otros nuevos para llegar más rápido, más alto, más fuerte, sin movernos de nuestro sillón, bien sea el de nuestra casa o el rodante del automóvil. Buscamos mejorar nuestro utillaje pero no hacemos nada para mejorarnos a nosotros mismos.
Como en la cueva de Platón tomamos por realidad las sombras que se reflejan en la pared de nuestras pantallas. Es el mundo virtual de los medios que se nos impone a una velocidad que hace imposible cualquier reflexión sobre lo que vemos, sobre lo que oímos. Como nada de ello puede colmar nuestra ansia de plenitud, esperamos entupidamente que otro coche, otro juguete electrónico, otro licor, otra droga, otra experiencia sexual, nos transporte más allá de nosotros mismos.
Lo que más podría aproximarnos a la felicidad es el encuentro con otra persona a la que entregarnos y a la que recibir. Pero hemos convertido a las personas en cosas que utilizamos y necesitamos renovar constantemente. Hay que descubrir la realidad.
La realidad del mundo que nos rodea es mucho más grande, más bella y también más terrible, que las vertiginosas sombras que nos ofrecen los medios de comunicación. Debemos abandonar la mentira virtual para encontrarnos con los otros y también con nosotros mismos. Los otros, personas y no cosas, nos devuelven nuestra propia imagen. Relacionarnos con los demás nos hace ser personas y cada persona es un misterio insondable porque es un fin en sí mismo y no puede rebajarse a ninguna otra categoría inferior. La persona humana no es simplemente un animal evolucionado ni una cosa entre las cosas.
Tenemos que preguntarnos una y otra vez sobre nosotros mismos: ¿Qué somos? ¿Por qué estamos siempre insatisfechos, siempre en búsqueda de algo? ¿Qué sentido tiene la vida y la muerte?
Si huimos de estos interrogantes no podremos intentar, al menos, salir de nuestra triste condición de seres para la muerte.
Le respuesta que ofrece Jesús de Nazaret, que se hizo hombre como nosotros, es que somos criaturas de Dios, que nos hizo a su imagen, que Dios nos ama, que Jesús mismo es la prueba de su amor. La forma de corresponder libremente al amor de Dios es amar a los demás, aunque sean nuestros enemigos, es buscar el bien y la verdad. La vida tiene sentido porque no acaba con la muerte sino en el encuentro con Dios que quiere que participemos de su plenitud. Esta es la esperanza cristiana que se inicia ya en este mundo cuando somos capaces de amarnos y tratamos de ser mejores y de eliminar el mal que nos oprime.
Ya sé que muchos no creen en otra vida y vocean que solo tenemos ésta y que el hombre con su ciencia y su técnica, con su progreso, no necesita de Dios. Discurso vacío y peligroso. Este progreso no ha conseguido hasta ahora llenar el deseo incolmable de los hombres, ni hacerlos mejores, ni hacer un mundo realmente feliz.
Perdidos entre las cosas, enajenados con el progreso, la ciencia y la técnica, necesitamos con urgencia encontrarnos a nosotros mismos, encontrar a los demás como personas y no como cosas y encontrar a Dios.
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