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Divorcio… ¿en busca de una nueva pareja?

La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación de la prole, fue elevado por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados» (Código de Derecho Canónico, canon 1055, 1).

En este texto nos encontramos dos niveles: el natural y el sobrenatural. El primero es propio de todas las personas: mayas, hindúes, vascos, islamitas, etíopes… El sobrenatural adopta lo natural y es base del sacramento para los católicos.

Ese consorcio para toda la vida, sufre vicisitudes tan variadas como variadas son las formas de establecer las relaciones conyugales, y ese anhelo «para toda la vida» muchas veces se incumple por muy diversos motivos. Aparece entonces el fenómeno del divorcio: disolución de un matrimonio pronunciado por un tribunal.

Sin embargo, el divorcio intrínsecamente resulta una falacia, porque ningún tribunal puede destruir una alianza tan profundamente natural, cuando está exenta de impedimentos. En todo caso, el divorcio puede referirse a lo extrínseco: vivir alejados, eximirse de la íntima comunicación… Por eso, en el ámbito natural, el matrimonio legítimamente constituido, existe siempre y se termina cuando muere alguno de los cónyuges. En el ámbito legal, el matrimonio puede sufrir modificaciones accidentales, justificadas como un medio de protección de alguna o de ambas partes.

Pero el divorcio no hace que las personas sean aptas para contraer otro matrimonio. Sin embargo, cuando los contrayentes se quedan solos, con más facilidad extrañan la compañía y la instalan tan pronto como pueden. Entonces, aunque a esa nueva unión le llamen matrimonio, no lo es. Es una imitación falsificada.

En algunas ocasiones es aconsejable el divorcio debido a que uno o los dos cónyuges puedan sufrir graves daños físicos o morales viviendo juntos. Hay veces que la convivencia resulta sumamente peligrosa y la solución es poner tierra de por medio. Desgraciadamente, ante estos hechos, los parientes, los amigos y hasta los conocidos, adoptan una compasión mal entendida y aconsejan «rehacer la vida» buscando otra pareja. Y, los que no comparten esa compasión y desaconsejan otra unión, son juzgadas como personas incomprensivas y duras. En estos casos, la mayoría se debilita y calla o deja hacer, o en el peor de los casos, abandona sus principios y cede.

El divorcio acarrea consecuencias morales, psíquicas y sociales. No se atenta contra la moral cuando el o la divorciada se saben casados aunque sin convivencia y son fieles a su estado. En este caso, no se pueden negar las consecuencias psicológicas de la soledad, del remordimiento de haber propiciado ese hecho, de la humillación, si fuera el caso, de que la pareja hubiera elegido otra compañía, del dolor de haber tenido una equivocación tan costosa. En el terreno social surgen problemas económicos debidos al mantenimiento de otra casa y, a veces, otros hijos, o del abandono de algunos.

En el aspecto moral hay muchos problemas agravados por la pérdida de la fidelidad a los principios. Por ejemplo, cuando un hijo divorciado establece una nueva unión y los padres no quieren asistir a la ceremonia porque saben que aquello no tiene consistencia y no van a avalar una simulación. Por esa decisión, sufren las críticas de todos, pues los acusan de rígidos e incomprensivos. Otras veces sí asisten, pero entonces la legítima esposa indirectamente queda humillada y a la nueva se le da el lugar de la legítima que tal vez se mantiene fiel a su condición. El peor escenario es cuando él establece una nueva alianza y ella también.

Los problemas sociales son múltiples: mal ejemplo, justificación de lo incorrecto con la pérdida paulatina del sentido del bien o del mal, resentimientos por la imposibilidad de cumplir las obligaciones, desorientación e inseguridad por el descuido de los hijos, y un largo etcétera.

Conviene reflexionar en lo que expresa un hijo de divorciados a un legislador: «le estoy agradecido porque con el divorcio-exprés, mis padres se han podido divorciar más fácilmente. Ahora paso la semana con mamá y los fines de semana los voy alternando entre ella y papá. Cada uno critica al otro, lo cual ¿es muy agradable?

«A veces discuten por teléfono para ver con quién me toca estar el fin de semana siguiente. Mamá necesita ir al psiquiatra, se la nota un poco descompensada, lo cual es un placer porque hago con ella lo que quiero.

«Yo me siento entre los dos como un objeto de discusión, pero no querido. Me cuesta estudiar y lo hago pocas veces porque siempre me ronda un no sé qué de que en la familia somos todos unos desgraciados» (Carles Clavell).

Sería deseable que socialmente nos decidiéramos a valorar la fidelidad, la congruencia y, en casos especiales, la fortaleza para convivir con el dolor, pero todo ello sazonado con la tranquilidad de la conciencia que reconoce el bien y lo defiende con su vida.

En todos los casos, es importante distinguir el hecho de la infidelidad, de la condición de persona de los infieles a quienes siempre se les ha de brindar el respeto y la ayuda que necesitan, dadas las anomalías que sufren como efecto de las cicatrices dolorosas que nunca les abandonarán. Pero el trato afectuoso que se les brinde no elimina ni neutraliza la irregularidad de las consecuencias del divorcio.

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