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La ciudadela sitiada
Existe algo más elevado que conservarse a sí mismo: entregarse uno mismo.
El escritor vienés Stefan Zweig alcanzó gran popularidad en la Europa de la primera posguerra como narrador, ensayista y biógrafo. Sus descripciones de ambientes y, sobre todo, de caracteres femeninos son inolvidables. Vivió la corrupción y decadencia de su mundo y el advenimiento de la barbarie. Exiliado en Brasil, se quitó la vida el día 23 de febrero del año 1942.
Dejó una carta de despedida, en la que pueden leerse estas palabras: «Saludo a todos mis amigos. ¡Ojalá alcancen aún a ver la aurora tras la larga noche! Yo, demasiado impaciente, parto antes que ellos». Murió sin terminar un ensayo sobre Montaigne.
No se trataba de un estudio erudito, sino de un intento de salvación personal, al fin fracasado. En el gran escritor francés buscaba no al filósofo ni al hombre de mundo, tampoco al magistral escritor, sino a la persona que intentó seguir siendo ella mismo en medio de un mundo estúpido, fanático y criminal.
«Pero lo que a mí me interesa e importa de Montaigne hoy es cómo, en una época parecida a la nuestra, supo ser interiormente libre, y cómo, al leerlo, nos sentimos fortalecidos por su pensamiento». Nadie se entregó como él al arte sublime de ser él mismo y vivir su propia vida.
Su lección es la de la autenticidad en tiempos de locura y barbarie. Logró lo más difícil: «Vivirse a sí mismo». Al leerlo, no se encontraba Zweig ante una literatura o una filosofía, sino ante un hombre que le aconseja y consuela, que traba amistad con él: «Un hombre al que comprendo y que me comprende».
Pero Montaigne no carece de precedentes. Los hombres sabios de todos los tiempos, sobre todo en los siglos más oscuros, siempre se han visto obligados a preservar su paz e independencia, a defender su sitiada ciudadela interior.
Lo hicieron los sabios del período helenístico, especialmente los estoicos. Antes, ya lo había intentado Platón. En realidad, la Academia no era sino una comunidad de sabios, sitiada por la ignorancia, en la hora en la que Atenas ya había perdido su sabia plenitud. Tal vez algo parecido suceda en nuestro tiempo. Por eso, los estoicos y Montaigne, entre otros, nos son tan cercanos.
Pero parecida actitud adoptaron algunos cristianos primitivos, que abandonaron la maldad del mundo y se retiraron a vivir la vida verdadera, en la que el alma dialoga en soledad con Dios y le rinde culto.
Pero probablemente, lo más difícil consista en vivir en el mundo, pero sin pertenecerle. Uno puede vivir entre la brutalidad y la ignorancia, sin perder la serenidad ni la independencia interior. Probablemente vivamos tiempos así, en los que el consuelo sólo se encuentre conversando con las grandes almas del pasado y viviendo la vida del espíritu. Pero no debemos pensar que nuestro tiempo es excepcional.
Casi todos los tiempos son indigentes intelectual y moralmente. Sólo en alguna hora excepcional la humanidad vivió algo así como la plenitud.
Montaigne nos enseña mucho, pero también nos puede extraviar en algo esencial. Escribió: «La cosa más importante del mundo es saber ser uno mismo».
Es, sin duda, algo grande. Pero, ¿basta con ello? ¿Es bueno ser uno mismo si uno mismo no es bueno? Afirma también, que no debemos darnos, sino sólo prestarnos. «Podemos amar esto o lo otro, pero no podemos casarnos sino con nosotros mismos».
Siempre se reservaba lo mejor para sí mismo. Pero no basta con defender y conservar la ciudadela interior; es preciso también cultivarla y perfeccionarla. Y, sobre todo, no existe ciudadela compuesta por un sólo individuo.
Sólo puede dar forma a su vida quien la entrega a los demás. No hay construcción del yo sin edificación del otro. Hay que vivirse a sí mismo, pero no en sí mismo. Existe algo más elevado que conservarse a sí mismo: es el entregarse uno mismo. Al fin y al cabo, quien intente salvar su vida, la perderá.
Sefan Zweig murió dejando inacabado un libro hermoso y perdurable. No dejó de atisbar en su lejano interlocutor la esperanza de una nueva aurora para Europa.
Pero, por desgracia, no puedo encontrar esa esperanza personal para él, y su ciudadela sitiada sucumbió y fue asaltada por la desesperación. Acaso Montaigne fuera una excelente compañía, pero no la mejor de las compañías en horas de desolación.
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