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Ofensiva cristofóbica: Intervencionismo de la Generalidad

Si preguntamos a Aristóteles cuál es el propósito y el designio de la vida política, responderá que hallar los medios para conseguir la «anastasia», es decir, la estabilidad. Una tarea, por lo demás, radicalmente ardua si pensamos que toda forma de gobierno lleva dentro de sí su propio vicio congénito. Basta pensar en que España estará gobernada en un futuro próximo por quienes no han sido elegidos por los propios españoles, a saber: un grupo mixto donde la traslatio Imperii asume la forma de nacionalismos vasco y catalán.

Así es España porque así es la democracia, una forma política llena de fisuras que, a veces, sólo puede llevar a la desesperación de la política. ¿Qué tiene que ver España con políticas secesionistas que, lejos de facilitar la convivencia bajo el régimen de unos mismos principios, confunden lo que es parte de una sociedad como si fuera el todo de la misma? Ilustre gobierno que consagrará la anormalidad como normalidad, la patología de los pactos aceptada como salud democrática con la finalidad de mandar.

Veamos un caso de patología en la vida política. El cardenal de Barcelona, Martínez Sistach, busca consuelo y amparo en la Constitución, demanda una ley estatal que regule la libertad religiosa, para no ser objeto de leyes totalitarias y fascistas, como la Ley de Templos de Culto de la Generalidad. La ideología dominante de un partido político no puede convertirse en ideología de Estado. La Constitución deja claro que debe existir una política de cooperación, no de exclusión, con la Iglesia católica. No practicar o activar una política de cooperación es algo inconstitucional, una desobediencia a la Constitución.

Es verdad que España «las ha visto de todos los colores»; nadie duda que la democracia es un sistema defectivo; admitamos incluso que se ha de aceptar como moral sólo aquel programa político capaz de comprender la imperfección de las cosas humanas. Hasta aquí, ninguna objeción. Pero que ciertos nacionalismos acaben por imperar en la nación española produce vértigo, especialmente cuando se practica una laicidad de desprecio hacia lo religioso, una cultura de intolerancia cada día más activa, donde se propugna la eliminación de la misma libertad religiosa.

Carod-Rovira es uno de esos personajes chuscos e indecentes de la vida política que, a pesar de quedar radicalmente deslegitimado en las últimas elecciones por Cataluña, se obstina en la independencia para el año 2014, no tiene ningún reparo en codearse con terroristas, y, además de burlarse de la Iglesia católica, con corona de espinas incluida, manifiesta una notoria actitud de resentimiento y de intervencionismo en la Ley de Templos de Culto de la Generalidad.

¿Quién vigila la arbitrariedad de la Generalidad, para que se dé una libertad religiosa real, una libertad que sea garantía de justicia, y donde la conciencia no tenga que poner obstáculos a la dominación y al totalitarismo? El hombre debe abandonar la mentira de la independencia, que no conoce más vínculo que el trazado por él mismo, la mentira de políticas que dividen en lo fundamental a la sociedad. Aceptemos, sin embargo, aquello que dijo Víctor Hugo a Napoleón, que «el porvenir sólo es de Dios». Sólo una política que respete la libertad religiosa será digna de ser igualmente respetada.

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