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Vocación y misión

«Las vocaciones al servicio de la Iglesia-misión». Este ha sido el lema escogido por Benedicto XVI para la celebración de la pasada Jornada Mundial de Oración por las vocaciones. Sin embargo, por mucho que, efectivamente, fuera el día 13 de abril cuando se celebrara tal día, no es menos cierto que el sentido que el mismo tiene no ha de limitarse a recordar la importancia que de él debe derivar ni sobre todo, nos puede faltar reconocer que la vocación y la misión han de tener un sentido comprensivo de todo el pueblo de Dios.

En realidad, lo que hay que destacar es que, entre lo que es la vocación (con la llamada de Dios) y la misión (el fin que tiene tal llamada y tal afirmativa respuesta) hay una relación tan importante que no es entendible la una sin la otra.

Pero es que, además, si bien la llamada que se hace y a la que se refiere la Jornada celebrada tiene unos destinatarios definidos como aquellas personas que entregan su vida al servicio de la Iglesia en, digamos, algunos de los lugares reservados a los llamados por Dios (sacerdotes, religiosos y religiosas) lo bien cierto es que la vocación, la llamada, en general, tiene, o al menos así debería tener, un sentido exactamente general; es decir, a cualquier fiel creyente en Dios.

«La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo».

Tales palabras las dejó escritas Juan Pablo II Magno en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal Christifideles Laici que, precisamente, está referida a la «vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo» (CL 2)

Y como tal vocación y como tal misión quizá sea un error considerar que los laicos somos, únicamente, los obreros que trabamos en la viña porque, en realidad, también somos la viña misma, porque cuando Jesús dice «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5) se refiere, hemos de entender, a todos los discípulos, independientemente del papel o función que cada cual desarrollemos en la Esposa de Cristo ya que, como piedras vivas formamos parte de ella.

Pero es que, además, «La Iglesia misma es, por tanto, la viña evangélica. Es misterio porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3, 5), llamados a revivir la misma comunión de Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión): -Aquel día —dice Jesús— comprenderéis que Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros (Jn 14, 20)»- (CL 8, párrafo 5)

Por tanto, aquellas personas que, al ser bautizadas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, hemos estado, por así decirlo, enviadas, desde ese mismo momento (entendiendo, claro, las circunstancias de cada vida particular y de cada momento) y tenemos, por tanto, una misión que cumplir.

Sin embargo, no es admisible que valga «cualquier cosa» en aplicación del relativismo tan en uso hoy día. No todas las opciones religiosas son igual de válidas. Es más, bien sabemos que sólo una de ellas es la que, en verdad, es portadora de la Verdad y que la fundó Cristo y que, con el paso del tiempo se la llamó católica (o sea, universal). Por eso «Sólo dentro de la Iglesia como misterio de comunión se revela la identidad- de los fieles laicos, su original dignidad. Y sólo dentro de esta dignidad se pueden definir su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo» (CL 8, párrafo 6)

Y es que, como mantenemos en este discurso sobre la vocación y la misión y sobre lo que una cosa y otra son, los laicos (y por supuesto las personas acogidas al orden sagrado y al estado religioso), como fuerza que está, digamos, en el siglo, que somos, con nuestra secularidad, ejemplo de transmisión de la fe generación tras generación «ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les corresponde» (CL 9, párrafo segundo)

En realidad, bien dice el Decreto Apostolicam Actuositatem (sobre el apostolado de los laicos) que «La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo» (AA 2)

Y tal es la misión que tenemos asignada los que nos consideramos hijos de Dios y lo somos.

Una vocación esencial

Pero sobre toda la actuación que hemos de llevar a cabo destaca algo que, quizá visto hoy día como algo extraño (por el sentido que se tiene de tal realidad espiritual) ha de ser común entre los creyentes: la vocación a la santidad.

Se ha dicho arriba que en el día de hoy (nuestro presente siglo XXI) el tema de la santidad se ha podido reservar, en determinadas mentalidades, para aquellos que, tras un proceso más o menos largo y en cumplimiento de una normativa eclesial, alcanza la categoría de «santos».

Sin embargo, la realidad es muy otra, gracias, también, a Dios.

«Esta consigna», la vocación universal a la santidad, «no es una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia. Ella es la Viña elegida, por medio de la cual los sarmientos viven y crecen con la misma linfa santa y santificante de Cristo; es el Cuerpo místico, cuyos miembros participan de la misma vida de santidad de su Cabeza, que es Cristo; es la Esposa amada del Señor Jesús, por quien Él se ha entregado para santificarla (cf. Ef 5, 25 ss.)» (CL 16 párrafo segundo)

Porque, en realidad, no se trata de que ahora, muchos siglos después de que Jesús enviara a sus Apóstoles a predicar y a transmitir la Palabra de Dios, la realidad espiritual sea distinta y, por adaptación a los tiempos que corren, nada valga de lo dicho entonces. Muy al contrario, «El Espíritu que santificó la naturaleza humana de Jesús en el seno virginal de María (cf. Lc 1, 35), es el mismo Espíritu que vive y obra en la Iglesia, con el fin de comunicarle la santidad del Hijo de Dios hecho hombre» (CL 16 párrafo segundo)

Por lo tanto, ¿qué debemos hacer los laicos para cumplir nuestra vocación y llevar a cabo nuestra misión?

Dice, a este respecto, la misma Exhortación Apostólica que aquí referimos que «La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas. De nuevo el apóstol nos amonesta diciendo: «Todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3, 17).» (CL 17, 1)

Pero, además, también hemos de trabajar «los laicos celosamente por conocer más profundamente la verdad revelada e impetren insistentemente de Dios el don de la sabiduría. (Lumen Gentium 35)

O lo que es lo mismo, trabajar y orar y con orar, formarnos como cristianos y con trabajar, lo mismo.

Quizá sean una vocación y una misión un tanto exigentes para nosotros, simples seres humanos con cierta tendencia al olvido de la Verdad según nos convenga. Sin embargo lo que sí hemos de saber es que tanto con la aceptación de la primera como con el cumplimiento adecuado de la segunda estamos siendo fieles a Dios y apartándonos de tantos dioses baales que hoy pululan por nuestro mundo a la busqueda de los convertidos a la comodidad y al olvido de la propia fe.

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