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En la vanguardia del mundo
En su Ética a Nicómaco, Aristóteles indica que la vida humana es arriesgada, lo que postula la necesidad de ser valiente. Me parece que —como decía Yepes-- esa valentía consiste en tener la fuerza necesaria para asumir el riesgo y enfrentarse con él, dominándolo. También pienso que los riesgos de nuestro mundo occidental disminuyen para los adheridos al pensamiento dominante, aunque éste implique actitudes alineadas con temas duros, como el manejo al antojo de algunos de la vida humana, del sexo, un laicismo anticatólico, el divorcio rápido, imposición de ideas que corresponden a la conciencia de cada uno o a la decisión de la familia, etc. Para todo eso no hace falta la valentía aristotélica, ni vanguardismo alguno: es la moda, y su seguimiento apenas encuentra resistencias. Es más, si las encuentra, ese pensamiento se revuelve con rabia, sin respeto a la libertad ajena, gritando su sorpresa de que alguien piense diversamente. Pero por ahí jamás se encontrarán a sí mismos.
Pienso seriamente que lo progresista es ser católico y no esconderlo. El católico tiene una convicción expresada así por el fundador del Opus Dei: «la religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma -que no se aquieta- si no trata y conoce al Creador». Este inconformismo e inquietud recuerdan el corazón agustiniano que no descansa sino en Dios. Frente a una sociedad secularizada y
lejana al derecho natural, el cristiano está llamado a ser rebelde, a nadar contra corriente, a proponer un modelo de vida atractivo, nuevo para muchos, vanguardista, amante del progreso, respetuoso con el hombre y su libertad. Así de humana debe ser nuestra vida: «allí donde estén vuestros hermanos los hombres, allí donde estén vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo» (San Josemaría, Amar el mundo apasionadamente).
La Ilustración, se rechaza una tradición tal vez opresiva, y apuesta por el progreso. Pero opera una forma brusca de ruptura con toda costumbre heredada. Lo que está por venir sería siempre mejor simplemente por ser nuevo. Pero esta actitud ha terminado por convertirse en tradición opresora, al imponer un modo de pensar y vivir anquilosado. Sí, se dan avances técnicos y científicos formidables pero, con cierta frecuencia, su modo de empleo no favorece el desarrollo del hombre ni de los derechos humanos. Como aseveraba la constitución conciliar Gaudium te Spes, el hombre sabe muy bien que está en su mano dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado y que pueden aplastarle o servirle. Por ahí han de surgir los interrogantes más profundos de su existencia: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal y de la muerte? ¿Qué valor tienen sus victorias logradas tantas veces a un precio insufrible? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida?
La Iglesia posee respuestas para esas preguntas y un aprecio grande por todas las realidades humanas nobles, porque puede sentir con cada generación sin renuncia alguna a lo que es esencial. Frente al relativismo que afirma la imposibilidad de conocer a Dios, la Iglesia aporta el optimismo que ese Dios proporciona, aun en medio de los graves problemas que abruman a la humanidad. Frente al laicismo, la Iglesia goza de una sana laicidad que la separa del Estado, a la vez que coopera con él en la mejora del hombre. En la citada homilía del fundador del Opus Dei, se afirma que al cristiano no debe ocurrírsele decir que baja del templo al mundo para afirmar que sus soluciones son las católicas. Trata también de una mentalidad laical, que ha de conducir a la honradez de pechar con la propia responsabilidad personal; a respetar —en materias opinables- a otros hermanos en la fe que proponen soluciones distintas a las propias; a no servirse de la Iglesia, mezclándola en banderías humanas. Frente al pensamiento débil, la Iglesia ofrece convicciones fuertes para una vida lograda que toma su pleno sentido al mirar más allá de la muerte.
Este es un breve esbozo de la tarea de los cristianos para ser sal y luz del mundo, teniendo muy presente que necesitamos formación, oración y vida sacramental. Quizá también esto de San Ignacio de Antioquia: «lo que necesita el cristiano, cuando es odiado por el mundo, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma». Con este bagaje, bien podemos cumplir el encargo de Juan Pablo II, 1993, en Madrid: «Salid a la calle. Aportad a los hombres la salvación de Cristo que debe penetrar en la familia, en la escuela, en la cultura y en la vida política».
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