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El secreto de confesión y el caso Towle

Tres coordenadas encuadran el caso Towle. Me refiero al sacerdote estadounidense que, supuestamente bajo secreto de confesión, reveló en vía procesal el nombre de un presunto asesino (Jesús Fornés), ya fallecido. Su revelación contribuyó a la puesta en libertad de dos hombres injustamente condenados. Esos tres parámetros son: la legislación canónica sobre el sigilo sacramental, la legislación civil sobre deposición en juicio de ministros de culto y el ámbito moral del sacerdote afectado. Solamente una adecuada comprensión de estos factores puede rescatar el debate del campo puramente emocional.

Como hace notar el profesor Palomino, de la Universidad Complutense, cuyo libro en la materia es ya un clásico, la protección de la relación confidencial entre sacerdote y fiel está protegida en todos los derechos confesionales, no sólo en el de la Iglesia católica. Así, tanto la Iglesia de Inglaterra como la episcopaliana han mantenido una vieja disposición de 1603 por la que se impone al sacerdote la grave obligación de no quebrantar el sello de la confesión. Y la Iglesia reformada de Francia, aun habiendo abolido la confesión sacramental, mantiene la necesidad del secreto en las conversaciones de los fieles con los ministros religiosos. Algo similar ocurre, aunque con matices, en los derechos hebreo e islámico.

En el Derecho canónico de la Iglesia católica la protección alcanza el máximo de intensidad. Se declara el sigilo sacramental inviolable (canon 983 del Código de 1983). Se sanciona al sacerdote que lo quebrante con la pena de excomunión (canon 1388). Se exime al confesor de la obligación de responder en juicio respecto a todo lo que conoce por razón de su ministerio declarándole incapaz de ser testigo en relación con lo que conoce por confesión sacramental, aunque el penitente le pida que lo manifieste (cánones 1548 y 1550). Bien entendido que, en caso de autorización del penitente, esta prohibición para el proceso canónico, en mi opinión, no operaría en un proceso civil o penal.

La razón de esta extrema protección es clara y se entiende mejor si la comparamos con otros secretos profesionales. El secreto profesional de un periodista y sus fuentes -o el de un abogado- es sagrado. Recuérdese el caso Watergate y ese enigmático personaje (Garganta Profunda) origen de la filtración, cuyo nombre nunca fue desvelado por los periodistas Bernstein y Woodward a pesar de todo tipo de presiones. Y es inviolable -o tiende a serlo- aunque el objeto de las confidencias recibidas por el periodista no trate de hechos delictivos o reprensibles. El objeto de la confesión sacramental, al contrario, se refiere siempre a ilícitos morales (pecados), a veces graves. Si la protección de lo confesado fuera sólo relativa o sujeta a circunstancias subjetivas del ministro de culto, se establecería una peligrosa inestabilidad en las relaciones sacerdote-fiel, introduciendo la sombra de la sospecha, que daría al traste con una de las bases claves de la relación confidencial. Precisamente el interés que ha despertado el caso Towle radica en este primer factor que encuadra la noticia.

La segunda clave de comprensión es la tutela civil de esta relación privilegiada de origen confesional. Todas las legislaciones protegen directa o indirectamente el secreto de confesión. En España, la protección se opera por vía constitucional, procesal, concordada y penal. Implícitamente, a través de los derechos constitucionales a la libertad religiosa, a la intimidad y a no declarar en juicio por motivos de secreto profesional. Explícitamente, en la Ley de Enjuiciamiento Criminal se dice que no podrán ser obligados a declarar los eclesiásticos o ministros de culto sobre los hechos que les fueran revelados en el ejercicio de las funciones de su ministerio. Cláusula que se repite tanto en los acuerdos entre la Santa Sede y el Estado español, como en los firmados entre el Estado y las confesiones judía, protestante e islámica. Incluso se sanciona penalmente a quien revelare secretos ajenos de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o relaciones laborales. En Estados Unidos, el secreto religioso está protegido por vía federal y estatal. Pero fue precisamente en Nueva York -escenario de la declaración del padre Towle- donde se promulgó en 1828 la primera legislación protectora del secreto religioso: no se permitirá que ningún ministro del Evangelio, o de cualquier confesión, revele cualquier confidencia que haya recibido por razón de su oficio. Sin embargo, si el fiel-penitente lo autoriza en el curso de un proceso, el sacerdote queda exonerado de esa obligación. El problema más debatido en el Derecho norteamericano es, precisamente, el que afecta al protagonista de este caso. Es decir, a quién correspondería -desde el punto de vista civil- la autorización para revelar el contenido de la confesión una vez que el penitente ha fallecido. Según la doctrina más fiable, el fuerte contenido patrimonialista del Derecho norteamericano llevaría a concluir que son los herederos del difunto quienes podrían autorizar al sacerdote. Digo desde el punto de vista civil porque desde el punto de vista de la legislación canónica solamente podría autorizarlo el penitente, nunca sus herederos ni cualquier otra persona.

Desde estas coordenadas, veamos ahora la situación canónica y civil del padre Towle. Por las informaciones que dispongo, no está claro que la revelación del presunto asesino se operara en el seno de una confesión sacramental. Si fue simplemente una confidencia no sacramental, su declaración judicial no sería revelación de secreto de confesión, sino información privada que el Derecho canónico permite revelar cuando hay peligro para terceros y una causa grave. Pero si la confidencia de Fornés se produjo en el ámbito de una auténtica confesión, no existe causa alguna que permita revelarla, salvo la propia autorización del penitente. La razón técnica es que en el sigilo sacramental se tutela, junto al interés individual del penitente, también el interés público que supone la integridad del propio sacramento. Aquel interés puede atenuarse tras el fallecimiento del penitente, pero siempre persistirá el interés público en proteger el propio sigilo sacramental. ¿Autorizó el presunto asesino revelar su confesión o confidencia al padre Towle? En este caso, su declaración judicial ante los tribunales civiles norteamericanos sería admisible, también canónicamente. Sin embargo, no parece ser este el supuesto, pues idéntica declaración hecha por Fornés a los abogados de los injustamente condenados fue posteriormente retractada. Desde el punto de vista del Derecho estadounidense -aunque no todos los estados lo admitirían-, la declaración del padre Towle es admisible porque, en este caso, los intereses de los herederos cederían ante el interés público de liberar a hombres injustamente encarcelados. Por otra parte, no está claro que fuera imprescindible la declaración del sacerdote cuando también en el mismo sentido habían declarado otras personas con las que Fornés se sinceró.

Parece ser que el dilema moral para el padre Towle radicó en que supuso que, si no declaraba la verdad en juicio, los dos supuestos inocentes continuarían en la cárcel. Desde luego, se entiende la presión a que estaba sometido el sacerdote. Pero ésta es, precisamente, la presión que a muchos somete el deber del secreto. Que si es de confesión, en ningún caso es posible revelar, salvo autorización del penitente.


Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia.

 

 


Noticia posterior:


El sacerdote del Bronx no violó el secreto de la confesión
No había recibido la confidencia en el sacramento

NUEVA YORK, 27 Jul. 01 (ACI).- El P. Joseph Towle s.j., un sacerdote del Bronx, cuyo testimonio fue crucial para la liberación de dos hombres que estaban en la cárcel pagando por un asesinato que no cometieron, no rompió el secreto de confesión, como ha señalado erróneamente la prensa internacional a pesar de las reiteradas explicaciones del presbítero.

En enero de 1989, Jesús Fornes, un habitante del Bronx, en un rapto de arrepentimiento, reveló entre lágrimas al P. Towle que él, con la ayuda de un amigo, había apuñalado una noche a José Antonio Rivera en 1988.

Dado que se venía juzgando a José Morales por el caso, el sacerdote instó al asesino a acudir a la Justicia para tratar de que no condenara al hombre equivocado. Y aunque Fornes prometió seguir el consejo, finalmente se quedó callado. Luego, él también murió asesinado, en 1997.

Cuando el juzgado se encontraba a punto de sancionar contra Morales el P. Towle, decidió revelar la verdad, que le había sido revelada no en confesión, sino durante una conversación de evidente carácter confidencial.

La prensa, sin embargo, vio en el hecho una ocasión para señalar que la vida de un hombre había sido salvada gracias a la “violación del secreto de confesión”.

Nunca se violó el secreto: “No hay nada en mi vida con lo que yo sea más cuidadoso que una confesión”, dice el Párroco de la Iglesia de San Ignacio en el Bronx, al explicar que su charla con el asesino no fue una auténtica confesión en el sentido sacramental, sino una charla íntima, entre amigos. Por eso, y porque el propio asesino había hablado con otros testigos sobre su crimen, dice también que él no violó ningún secreto, sino que simplemente repitió lo que el asesino ya había revelado.

En efecto, luego de desahogarse con el cura, Fornes contactó al defensor de Morales, Stanley Cohen, a quien también le confesó todo. Pero luego el asesino habló con otro abogado, que le recomendó mantener la boca cerrada. Entonces, Fornes no se presentó a declarar cuando tuvo que corroborar personalmente su confesión. Así, sólo un primer testimonio de la verdad del crimen llegó al tribunal. En ese entonces, el juez no lo admitió como prueba.

Por este motivo, el P. Towle decidió actuar, consultando a su Ordinario, el Cardenal Edward Michael Egan, Arzobispo de Nueva York. La Arquidiócesis consideró que la conversación que el sacerdote Joseph Towle mantuvo con Fornes no fue una confesión sacramental y por tanto alentó a Towle, a quien describió como “un reputado sacerdote jesuita” a contar lo que sabía a la Justicia.

El Juez Dennis Chin declaró la liberación de Morales, indicando que “ningún jurado hubiera condenado a este hombre si se hubiera enterado de la confesión de Fornes”. Según el juez, lo que llevó al asesino a confesar su secreto fue la “culpa” que le producía que gente inocente fuera a la cárcel por algo que él había hecho. “Fue el momento mayor de redención de su vida”, dijo Chin.

La confesión también sirvió para ayudar a Rubén Montalvo, miembro de una pandilla llamada “Wolf Pack”, que era la que estaba enfrentada con Rivera. A esa banda también pertenecía Peter Ramírez, que junto con Fornes fue quien apuñaló a la víctima. Ramírez fue atrapado por la policía y se suicidó cuando lo estaban procesando.

Montalvo todavía está en prisión, pero el juez Chin instó a sus abogados a que hagan la apelación para poder liberarlo.

Morales recuperó su libertad el martes, abrazando a su madre que lo esperaba con lágrimas en los ojos. Luego, fue a visitar al hijo que nació hace 12 años, cuando él ya estaba detrás de las rejas.

Ni siquiera en un caso como el de Morales un sacerdote está autorizado a violar el secreto de confesión. Tanto el Catecismo como el Código de Derecho Canónico son categóricos al respecto. El Catecismo señala que “dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas”.

El Código, por su parte, señala que “el sigilo sacramental es inviolable, por lo cuál está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por el motivo que sea”.

El Decano de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Católica Argentina (UCA), el P. Carlos Heredia, explicó al diario “Clarín”, que le consultó al respecto del caso de Nueva York, que existe, además, en la Iglesia el “secreto de oficio”, equivalente en el ámbito civil al secreto profesional. Se trata de una categoría de secreto que puede ser dejado de lado si existe una razón grave, como el riesgo de una vida o de una severa corrupción moral si se lo guarda. Pero no tiene nada que ver con el secreto de confesión.

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