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Calor y luz. Tres años de Benedicto XVI
El Concilio Vaticano II se propuso acercar el Evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo y, a la vez, sensibilizar a los cristianos ante «los gozos y las esperanzas... sobre todo de los pobres y de cuantos sufren», de modo que no haya «nada verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón».
Los pontificados que se han sucedido desde entonces vienen mostrando esa cercanía de la salvación, luz que ilumina y brasa que despide calor para todas las personas. Especialmente Juan Pablo II llevó el calor del Evangelio a los grandes areópagos y también a los rincones apartados de la Tierra. Durante muchos años, con el vigor de un Atleta del espíritu; luego, con la pedagogía de un Testigo de la fe. Comunicó el calor de Dios porque era un gigante con alma de niño, madurado en el encuentro con el rostro de Cristo y abrasado como Él al fuego lento de la Cruz, para dejarnos la semilla de una civilización del amor.
Con diferente personalidad y edad diversa, Benedicto XVI viene mostrando, con clarividencia y humildad acogedora, la luz del mensaje evangélico: es decir, su capacidad para clarificar las grandes cuestiones de nuestro tiempo, su potencia de diálogo con la inteligencia y el corazón de los que tienen buena voluntad y su doble dimensión de verdad y amor. Quien escucha o lee al Papa descubre la eficacia del Evangelio, vivido con autenticidad por los cristianos, para manifestar una esperanza activa en la transformación de la historia. Una esperanza que es ancla firmemente echada en el fondo sereno de la fe.
La capacidad de la fe para entrar en diálogo con la razón, con la ciencia y con la ética pública, garantizando la pureza y engrandeciendo el horizonte de los logros humanos, puede verse en discursos como el de Ratisbona o el (no pronunciado) de «La Sapienza». La verdad del amor y el amor como definitiva verdad del cristianismo se muestran en la primera encíclica, Deus caritas est. La esperanza como impulso y luz para la vida personal y social, en la segunda encíclica, Spe salvi. La Eucaristía como signo e instrumento eficaz para lograr y expresar esa Vida plena que todos anhelan, resplandece en la exhortación Sacramentum caritatis.
Juan Pablo II impulsó a no tener miedo de abrir las puertas a Cristo. Recogiendo su antorcha de luz y calor, Benedicto XVI invita a abrir el corazón y el mundo a Dios. Como Benito de Nursia —patrono de su pontificado—, el secreto de su intensa actividad hay que descubrirlo en la escucha de la oración. Como Agustín de Hipona —una de sus fuentes principales de inspiración—, Joseph Ratzinger ha ido sacando, de ese calor de la intimidad con Jesús, la luz que llega a los intelectuales y los influyentes de este mundo, pero también a los sencillos y a los olvidados.
Ante la situación del hombre y de la sociedad contemporáneas, destaca la postura realista de Benedicto XVI. Hablando a los jóvenes, hace menos de un mes les contaba que cuando era arzobispo de Munich-Freising, se inspiró en una película titulada «Metempsicosis» para explicar la acción del Espíritu Santo en un alma. «Esa película narra la historia de dos pobres hombres que, por su bondad, no lograban triunfar en la vida. Un día, a uno de ellos se le ocurrió que, no teniendo otra cosa que vender, podía vender su alma. Se la compraron muy barata y la pusieron en una caja. Desde ese momento, con gran sorpresa suya, todo cambió en su vida. Logró un rápido ascenso, se hizo cada vez más rico, obtuvo grandes honores y, antes de su muerte, llegó a ser cónsul, con abundante dinero y bienes. Desde que se liberó de su alma ya no tuvo consideraciones ni humanidad. Actuó sin escrúpulos, preocupándose únicamente del lucro y del éxito. Para él el hombre ya no contaba nada. Él mismo ya no tenía alma. La película —concluía Joseph Ratzinger— demuestra de modo impresionante cómo detrás de la fachada del éxito se esconde a menudo una existencia vacía».
Una parábola que muestra cómo el hombre sin alma y la sociedad sin espíritu (el secularismo relativista y el individualismo que nos afecta) no tienen futuro.
El núcleo de la cuestión, como acaba de decir el Papa en Washington con palabras de San Pablo, es una fe que se haga «activa en la práctica del amor». Una fe vivida y madurada en la unidad de la familia de Dios (la Iglesia), a partir de la intimidad con Jesús en la oración y los sacramentos (especialmente de la Eucaristía y la Confesión de los pecados), que se alimente en la educación de los jóvenes y la predicación, en la formación de los cristianos laicos. Una fe que se haga «tangible» a través del testimonio personal y comunitario del amor, que implica el esfuerzo por la justicia. Una fe que viva de la alegría del «ser para los otros» de Cristo, de la verdad y la belleza del Evangelio, de la armonía entre la fe, la vida y la cultura. Esta es la propuesta cristiana, propuesta realista, interesante y valiosa para todos.
En este marco celebramos tres años del pontificado de Benedicto XVI. Una ocasión espléndida para renovar el propósito de profundizar y dar a conocer su pensamiento. Y ante todo, como ha sugerido un obispo español, para descubrir o redescubrir la oración por el Papa y sus intenciones. Es un deber filial agradecer con hechos este regalo de calor y de luz.
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