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El viaje más urgente para Benedicto XVI

En vísperas de la independencia americana, las 13 colonias —excepto Rhode Island— que constituirían Estados Unidos dictaron leyes discriminatorias contra los católicos. De hecho, los 34 presidentes que precedieron a Kennedy en la Casa Blanca fueron protestantes.

Cuando en la campaña electoral de 1928 un católico —Al Smith— se presentó a la Presidencia, los ataques más duros contra su candidatura vinieron de los sectores protestantes y el Ku Klux Klan. Han pasado los años y, hoy, cinco de los nueve jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos son católicos, seis de los precandidatos que comenzaron la carrera electoral de 2008 para la Presidencia también, y nadie se extraña de que el oponente más fuerte que tuvo George W. Bush en sus aspiraciones presidenciales fuera el católico John Kerry. De hecho, casi 70 millones de estadounidenses son católicos.

Esto explica que con este nuevo viaje de Benedicto XVI, Estados Unidos sea, junto con Polonia, el país más visitado (nueve ocasiones) por los Papas. Así pues, el primer objetivo de la visita que ayer concluyó el Pontífice ha sido pastoral: alentar a los católicos y hacerles tomar conciencia de su responsabilidad como fermento en el país más poderoso de la Tierra. Entre ellas «difundir con valentía la cultura de la vida». Las concentraciones en el Nationals Stadium de Washington y en el Yankees Stadium de Nueva York han ayudado a lograrlo.

Al comprobar el lleno hasta la bandera del aula de plenos del palacio de vidrio de las Naciones Unidas, los cinco minutos de aplausos de los asistentes y la repercusión del discurso de Benedicto XVI nadie diría que, hace unos años, una serie de ONG interesadas en el control de natalidad vía aborto desataran una campaña contra la Santa Sede para despojarle de su estatuto de observador permanente ante las Naciones Unidas. Pero ratifica el hecho de que, en julio del 2004, la misma Asamblea General a la que Benedicto XVI acaba de dirigirse aprobara por unanimidad una resolución que, no sólo confirmó, sino que reforzó la presencia de la Santa Sede en la ONU. Precisamente por ello, el inicio de su mensaje ha sido manifestar «su estima» por una organización que debe cada vez más ser un «signo de unidad entre los estados e instrumento al servicio de toda la familia humana».

Esa universalidad de la ONU ha sido la condición propicia para que Benedicto XVI insista en la en la fundamentación de los derechos humanos: «Estos están basados y plasmados en la naturaleza trascendente de la persona, que permite a hombres y mujeres recorrer su camino de fe y su búsqueda de Dios en este mundo». Su respeto continúa siendo la estrategia más efectiva para eliminar las desigualdades entre países y grupos sociales y para aumentar la seguridad mundial. Con esa fundamentación universal —en mi opinión— el Papa ha querido salir al paso de quien considera que, al ser las grandes declaraciones de derechos humanos de inspiración grecolatina y judeocristiana, no tienen en cuenta otras concepciones del hombre. Al desconocer esos derechos —dicen— no violan algo universal, sino algo sectorial, con lo que crean una coartada para no sentarse en el banquillo de los acusados.

Naturalmente, en el elenco de derechos humanos, el de libertad religiosa aparece radicado en «la primera de las libertades». Por eso mismo ha insistido el Papa Ratzinger en que «es inconcebible, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos —su fe— para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos». Una clara advertencia para los regímenes o los gobiernos que quisieran relegar a los cristianos o a los católicos a las catacumbas sociales.

Se esperaba que hiciera alguna referencia al tema de los abusos sexuales de una minoría de clérigos. Pero ha sorprendido que por cuatro veces aludiera a ese escándalo. La sorpresa arranca de que, en realidad, esta cuestión hunde sus raíces en los años 50 y estalla a principios del 2000 en sus repercusiones patrimoniales. Algo, pues, que pertenece al pasado. Sin embargo, con su insistencia, el Papa ha querido, de una vez por todas, pasar de la página de la «vergüenza» a las páginas de la «esperanza» y la «purificación», como ha subrayado el portavoz de la Santa Sede al comentar el encuentro que mantuvo Benedicto XVI con víctimas de esos abusos.

Naturalmente, en una sociedad multicultural —melting pot— como es la estadounidense, han sido inevitables los encuentros interreligiosos. Con una nota de color: sólo faltó la comunidad sij porque, por tradición, en sus reuniones solemnes acuden siempre con el puñal ceremonial famoso. El Servicio Secreto de EEUU les ha prohibido llevarlo y los ha dejado fuera: ¡cosas de América!

En esos encuentros, el Papa ha subrayado la necesidad de defender la verdad objetiva, por encima de la fragmentación a que tiende la conciencia humana. Según me ha parecido entender, es la implícita idea de que cuando «se vive en la verdad» se puede cambiar lo que en la Historia parece inmutable. De ahí su grito de alarma a los líderes cristianos de Nueva York: «El laicismo radical arruina la verdad de la trascendencia». Buscando siempre los puntos de unión, en una sinagoga de la ciudad de los rascacielos, ha subrayado con elegancia el hecho conmovedor de que «Jesús, siendo joven, escuchó las palabras de la Escritura y rezó en un lugar como éste».

Con los jóvenes —como ocurría con Juan Pablo II— Benedicto XVI ha hablado a corazón abierto. Alertándoles sobre las amenazas que se ciernen en torno a las vidas vacías, no ha dudado en hacerles la sobrecogedora confidencia de que también sus años de adolescente «fueron arruinados por una ideología: la del nazismo».

Pero no todo han sido discursos. Probablemente, el momento más conmovedor de la visita ha sido su bajada al punto más profundo de la Zona Cero de Nueva York, el llamado bed-rock, donde se encuentra el cráter en el que antes estaban las Torres Gemelas, destruidas por el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001. Allí se ha encontrado con un reducido grupo de parientes y víctimas de la tragedia y ha rezado —profundamente emocionado— una sencilla oración pidiendo «la sabiduría y el coraje para trabajar incansablemente por un mundo en donde reinen la paz verdadera y el amor entre las naciones y en los corazones de todos». El simbólico flash de tristeza ha contrastado con la alegría desbordante de las miles de personas concentradas en el Yankees Stadium.

Esta visita ha coincidido con dos aniversarios muy personales del Papa: su 81 cumpleaños y el tercero de su elección como pontífice. El primero lo inició en la Casa Blanca, en un encuentro en el Despacho Oval con Bush, el presidente de la nación más poderosa del mundo. Un momento interesante, si se piensa que el Papa es, a su vez, la primera autoridad moral de la Tierra. Bush ha sido consciente de eso. Al día siguiente celebraba el presidente un desayuno de oración con católicos y subrayó el privilegio que supuso para él poder conversar con el Santo Padre en el Estudio Oval. Desveló algo de la conversación al definir a Benedicto XVI como un líder «valiente en la defensa de las verdades fundamentales; alguien que comprende que cada persona tiene valor y que cada uno de nosotros es deseado, cada uno de nosotros es amado y cada uno es necesario».

El segundo aniversario lo comenzó rodeado de más de 3.000 obispos, sacerdotes y religiosos de toda América. El Papa es consciente de que cada vez le queda menos tiempo. De ahí su petición de oraciones: «Como Pedro, yo también tengo mis defectos y mis límites: ayudadme a ser un buen Papa en este momento histórico». Por eso pidió a un grupo de enfermos y discapacitados: «Rogad por mí: el tiempo vuela».

¿Cuál ha sido el balance de esta visita? Sólo con perspectiva histórica podrá hacerse con rigor. Recién concluida, cuando el avión del Papa vuela del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy al de Fiumicino, podemos decir que éste ha sido un viaje de urgencia. Un viaje que probablemente —por su edad y como se ha recordado— no podrá repetir Benedicto XVI. En ese contexto urgente se me ha venido a la cabeza aquella memorable frase de Alexis de Tocqueville referida a EEUU: «El despotismo puede prescindir de la fe; la libertad, no». El propio John Adams decía que la Constitución americana «está hecha para un pueblo moral y religioso».

Una síntesis del mensaje radical del Papa en EEUU podría ser el que hace años Ratzinger dejaba por escrito en un libro, precisamente en referencia indirecta al gran país que acaba de abandonar: «Apartarse de las grandes fuerzas morales y religiosas de la propia historia es el suicidio de una cultura. Cultivar las evidencias morales esenciales, defenderlas, protegerlas como un bien común sin imponerlas por la fuerza, constituye una condición para mantener la libertad frente a todos los nihilismos y sus consecuencias totalitarias».

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