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Quieren otro hijo sordo
La fata de principios en los argumentos puede conducir a situaciones paradójicas
Los medios españoles se han hecho eco del problema de conciencia que plantea a los parlamentarios ingleses católicos el proyecto de Ley de Fertilización Humana y Embriología que debate en estas semanas la Cámara de los Comunes y cuyos planteamientos contradicen aspectos básicos de la moral cristiana. Entre otras cosas, prevé la autorización para crear embriones híbridos de humanos y animales. El asunto ha suscitado tanto interés y polémica por tratarse de uno de los proyectos estrella del gobierno, muy interesado en que no se «estrelle» en el Parlamento. En cambio, no se ha comentado aquí otro incidente relacionado con ese debate, que está dando mucho que hablar en Inglaterra.
Se trata de la pareja formada por Tomato Lichy y Paula Garfield, sordos. Fruto de su vida en común es una hija, que hizo las delicias de sus padres cuando nació sorda como ellos. Ahora desean tener otro hijo, pero como Paula ha superado ya los cuarenta, no quieren correr los riesgos propios de un embarazo tardío y piensan en la fecundación in vitro. Hasta aquí su caso parece el de tantas otras parejas de su edad que recurren a esa opción, pero Tomato y Paula quieren aprovechar las posibilidades de la genética y el diagnóstico preimplantatorio para seleccionar un embrión sordo, como ellos y su hija.
Los medios se están ocupando ampliamente de este caso, que ha despertado un apasionado debate. El Parlamento también se ha hecho eco y pretende introducir una cláusula en el proyecto de ley que impida precisamente este tipo de supuestos. La respuesta de Tomato y Paula merece atención, pues proclaman con energía que ellos no consideran la sordera un defecto o una limitación, sino un simple rasgo diferenciador: «La sordera es una realidad positiva, con aspectos maravillosos. Es como ser judío o negro, y no tenemos la impresión de que pertenecer a uno de esos grupos minoritarios sea una desgracia... Si las personas que oyen tienen derecho a eliminar embriones sordos, nosotros deberíamos tenerlo también para desechar un embrión sin sordera».
Se consideran miembros de una cultura peculiar, la de los sordos, que utiliza otro lenguaje. «En una comunidad de sordos usted sería el discapacitado», espetó Lichy al perplejo redactor de la BBC que le entrevistaba. En cierto modo, la lógica de esta pareja resulta irrebatible. Si no se acepta lo natural como criterio, la realidad queda disponible, materia plástica modelable a nuestro antojo. Y gracias al desarrollo científico y tecnológico nuestro poder crece de continuo. Nos sentimos emancipados de viejas tradiciones o tabúes y las diversas pautas y opciones se hacen equivalentes, todo vale.
Lo que los parlamentos y jueces consideren justo en cada momento resultará convencional, abierto a cambios en cualquier sentido según la evolución de la opinión pública o los intereses de los poderosos. Aunque en estos dramas que la opinión pública sigue con pasión, para mayor gloria del share, casi siempre suele haber víctimas inocentes: en este caso, los embriones eliminados o ese hijo sordo, si es que finalmente llega a ver la luz de este mundo, al que nadie habrá preguntado si también está conforme con esa condición. Estamos una vez más ante el hijo concebido como artículo de consumo destinado a proporcionar una gratificación determinada a sus progenitores.
Nuestro gobierno tiene a gala ser de los más «progresistas» del mundo en la regulación del estatuto de la vida humana, y parece que en la próxima legislatura nos regalará nuevas muestras de ese talante, vendido bajo el prometedor título de «ampliación de derechos». Resulta muy difícil en este país mantener debates que conjuguen la solidez de los argumentos con el respeto al adversario, pero si se renuncia a la discusión de los principios, a lmenos cabría pedir a los gobernantes que sean capaces de aprender de las consecuencias prácticas que originan políticas adoptadas por razones ideológicas. La ponderación de los efectos de nuestras acciones parece un rasgo básico de prudencia, también en los que mandan.
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