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Violencia sexual y cultura
Según datos muy recientes del Foro contra la Violencia de la Mujer, el número de víctimas mortales de la violencia sexista en España se ha triplicado el último año. El informe publicado por el Foro de Población de la ONU anota que una de cada tres mujeres en el mundo sufre malos tratos o abusos sexuales. Un serio estudio sociológico promovido por CCOO concluye que una de cada seis trabajadoras españolas sufre acoso sexual. La publicidad sexista ha generado, en el último año en España, casi 400 quejas: un 12% más que el año anterior. El más reciente informe del INE en España detecta una subida alarmante de los delitos sexuales: entre otros datos se destaca que, desde 1992, al menos 26 jóvenes han sido asesinadas con abuso sexual previo. La última, esta misma semana, una niña de 14 años en Campo de Criptana, un caso todavía bajo secreto sumarial.
Según Manos Unidas, un millón de niños y adolescentes entran cada año en el negocio de la prostitución. El Tribunal Penal Internacional para Yugoslavia acaba de calificar, por primera vez, los asaltos sexuales como crímenes contra la humanidad. En fin, hace unos días el delegado del Gobierno de la Comunidad de Madrid declaraba que, si durante el año 2000 en la región los delitos en general bajaron una media del 5,53%, el número de agresiones sexuales se han duplicado sobre el año 1999.
Pido perdón por el abusivo recurso a la estadística, pero me parece de interés corroborar con datos lo que la Sociología lleva un tiempo alertando: en el cuadro de mandos de la sociedad occidental se han encendido las luces rojas de alarma en la materia. Trasladar estadísticas sin indagar en las causas sería hacer una especie de sociologismo fotográfico que todo lo plasma, pero nada analiza. Hagamos un esfuerzo de análisis sobre ellas.
Lo primero que parece advertirse es que se está produciendo aquello que Octavio Paz denominaba «uno de los tiros por la culata de la modernidad». Según el poeta mexicano: «Se suponía que la libertad sexual acabaría por suprimir tanto el comercio de los cuerpos como el de las imágenes eróticas. La verdad es que ha ocurrido exactamente lo contrario. La sociedad capitalista democrática ha aplicado las leyes impersonales del mercado y la técnica de la producción en masa a la vida erótica. Así la ha degradado, aunque el negocio ha sido inmenso». Tal vez por eso, Antonio Gala decía no hace mucho que, «en materia de sexo y dinero, ¿quién está limpio aquí?». Veamos.
Entre ocho y nueve millones de personas leen en España el periódico durante, aproximadamente, una hora al día. Treinta y un millones ven el televisor un mínimo de dos horas. El 60% de los niños en edad escolar y preescolar permanece tres horas al día frente a la pequeña pantalla. Según datos fiables, estos niños ven unos 10 casos de violencia física, tres de ellos con resultado de muerte; una serie notable de efusiones sentimentales y eróticas fuera de matrimonio; y uniones carnales descritas con bastante minuciosidad.
En Italia, con datos muy parecidos a los españoles, un grupo de padres fueron invitados para visionar una antología de la tarde televisiva de sus hijos. Al terminar la sesión, algunos sufrieron trastornos circulatorios y los más manifestaron una dolorosa incredulidad. Habitualmente no veían la televisión con sus hijos. Según Ettore Bernabei, de la International Family Foundation, la patología televisiva a que puede dar lugar este bombardeo de imágenes sería peor que los efectos de un artefacto nuclear de la serie N. Este destruye los cuerpos, pero deja intactas las cosas inanimadas. Cuando la adicción televisiva se convierte en patología no es difícil la progresiva erosión del espíritu, aunque queden incólumes los cuerpos.
Algo parecido ocurre con parte de la industria del cine. El crítico de cine norteamericano Michael Medved provocó una polémica con su libro Hollywood contra América. Esta obra, que realiza un exhaustivo estudio acerca del tratamiento que Hollywood da a temas como la religión, el sexo, la familia o la violencia, sostiene que, con demasiada frecuencia, la industria cinematográfica difunde unos mensajes opuestos a valores que el público medio aprecia: fidelidad, lealtad, pudor, etcétera. Su tesis ha suscitado comentarios dispares.
Algunos, como Peter Biskind en Premiere, la rechazaron y la calificaron de histérica. The Economist, sin embargo, coincide con la tesis de Medved. Si trasladamos estos resultados a España, puede provisionalmente concluirse que las pautas de comportamiento sexual difundidas por parte de los media, contienen una buena dosis de irresponsabilidad. De modo que se produce un curioso efecto: los mismos medios que braman contra la violencia sexual probablemente son cómplices indirectos de ella, al contribuir con sus mensajes a crear el caldo de cultivo propicio.
La propaganda mediática de la violencia y el sexo «surge de las pantallas, que hacen como si la contasen y la difundiesen pero, en realidad, la preceden y la solicitan» (Baudrillard). Un incidente ocurrido hace pocos años entre Grecia y Turquía puede ilustrar este fenómeno, que se agrava por la implacable lucha por los índices de audiencia. A raíz de las declaraciones belicosas de una emisora privada de televisión en relación con un minúsculo islote, las televisiones y las radios griegas -arropadas por la prensa- se lanzaron a una escalada de desvaríos nacionalistas. Las televisiones y los medios turcos, para no perder audiencia, entraron en la batalla. Soldados griegos desembarcaron en el islote, las respectivas flotas pusieron proa hacia esas aguas y la guerra se evitó por los pelos.
Es un ejemplo más de que el conocimiento del mundo a través de imágenes deformadas incapacita al sujeto para formas superiores de pensamiento y atrofia nuestra capacidad. Esta tormenta de imágenes hace que hoy se reflexione poco sobre el sexo. Se imagina, se sueña o se suspira con él. El sexo nos estimula o nos deprime. Pero esta tumultuosa actividad no es pensar. Como se ha dicho, «pensar en el sexo significa esforzarse en ver el sexo en su más íntima realidad y en la función a que está destinado». Desde luego es más divertido usar el sexo que pensar sobre él. Pero de vez en cuando conviene hacerlo. La historia del mundo humano ha sido la historia del dominio de la razón sobre los impulsos, sin excluir el sexo. Un descontrol masivo del mismo no parece estar dando resultados positivos.
Otra causa es la ingenua confianza en las medidas legales para erradicar el problema. El Derecho es un modesto instrumento de paz social. Pero echar sobre sus espaldas la ingente tarea de variar los comportamientos sociales una vez alterados, es olvidar que el Derecho tiene un influjo mayor mediante lo que podríamos denominar su actividad negativa. Esto es, puede contribuir a no erosionar el ecosistema familiar y social con más eficacia que a restaurarlo, una vez modificado por perturbaciones sociales. Desde luego, son necesarias las reacciones legales destinadas a reprimir los delitos contra la libertad sexual, proteger los derechos a la disposición del propio cuerpo, tutelar el consentimiento viciado en casos de abusos sexuales a menores o el derecho colectivo de exigir unas pautas morales de conducta en los delitos de exhibicionismo, prostitución, pornografía etcétera.
En Estados Unidos, se ha llegado a presentar en la Cámara de Representantes un proyecto de ley (Pornography Victims Compensation Act) en el que las víctimas de los delitos contra la libertad sexual podrían pedir indemnizaciones a la industria pornográfica. Bastaría demostrar que ella ha sido la causa que ha provocado, aunque sea indirectamente, el ataque sexual contra mujeres o niños. Justificación de los congresistas promotores: «La pornografía borra la humanidad de la víctima con mentiras tales como que las mujeres quieren ser violadas o que los niños desean sexo».
Pero estas medidas legales no llegan a la raíz del problema. El verdadero problema es, parece ser, el elevado coste que la población infantil y adolescente está pagando por los errores que los adultos hemos incorporado en el significado de la sexualidad. Esa deformación inicial (los niños tienden a imitar y desear lo que desean los adultos) se traspasa a los años de la juventud e incluso de madurez, creando el caldo de cultivo necesario para la violencia sexual. Al menos, esta es la opinión que comienza a abrirse paso en la Psicología y en la Sociología. Lo cual es compatible con que, en un amplio reportaje sobre la revolución sexual en EEUU, la revista Time acabe de dictaminar su declive. Efectivamente, la llamarada de los 60 acabaría apagándose con desencanto en los 90.
Muchas personas comienzan a descubrir los tradicionales valores de la fidelidad, el compromiso mutuo y el matrimonio. En las encuestas entre estudiantes crece el número de los que exigen que haya amor y una relación estable para justificar las relaciones sexuales. Por ejemplo, según un estudio sobre los valores de los universitarios realizado por la Universidad Complutense (marzo del 2000) el 65,3% de los universitarios considera «imprescindible» la fidelidad sexual a la pareja. Cifra que se eleva al 73,1% cuando se trata de universitarias.
Pero esta nueva actitud no significa, sin más, un retorno al equilibrio. La revolución sexual ha sido absorbida en buena parte por la cultura, y aunque, por eso mismo, ha dejado de ser algo nuevo y atrayente, lo cierto es que ha dejado una huella profunda que ha llevado de la exaltación del sexo a su trivialización y, de ahí, al desencanto. Existe todavía una hipertrofia de la afectividad en la que el fluir de los impulsos se convierte en la estrella polar que guía el comportamiento humano. Esta mezcla de inmadurez afectiva e hipersentimentalismo provoca un desequibrio anímico que desemboca en la tendencia a entablar relaciones interpersonales basadas tan sólo en el egoísmo. Quizá por ello todavía la necesidad de sexo duro, y en dosis cada vez mas altas, se ha convertido -en determinados sectores que aún viven la resaca de ese fenómeno- en una dependencia. Es muy sintomático que comiencen a proliferar, discretamente, tratamientos médicos de deshabituación sexual.
¿Cuál es el capital social del que disponemos para atajar estas causas de violencia sexual? Si estamos a los índices que propone Fukuyama para medirlo en las sociedades occidentales, el activo está disminuyendo de forma alarmante. Desde instancias diversas se sugiere un esfuerzo combinado de reconstrucción social en el que intervengan todas las fuerzas sociales: Estado, sociedad civil, religión y poder mediático. Tal vez debamos comenzar por la escuela y la familia en un esfuerzo de verdadera socialización de los valores.
Reducir el sexo a mera genitalidad es sembrar las semillas de la violencia sexual, y provocar a la larga actitudes de riesgo. No se trata de dramatizar más de la cuenta. Se trata de aplicar la sensatez. También en esta materia.
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