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Ladrillazos
«El sufrimiento, el dolor, el disgusto, la humillación, la experiencia de desolación,... no son más que un beso de Jesús, un signo claro de que están tan sumamente cerca de Él, que ha podido besarlos.» Madre Teresa
Necesito su ayuda. Les cuento.
Hace unos días, un matrimonio joven con varios hijos nos invitaron a cenar. Se trasladaron a mi ciudad hace un par de años, única y exclusivamente, porque alguien les hablo de un centro que podía ayudarles a sacar adelante al segundo de sus hijos con una enfermedad desconocida y sin curación que le provoca la discapacidad de por vida.
El amor paternal —sin límites— les llevó, con una valentía ejemplar y mucha esperanza, a abandonar todo lo que tenían. Su magnifica casa, su trabajo, la familia, los amigos,... Nada de todo eso les importaba. Solo vivían por y para la felicidad de su hijo.
Pues bien, al poco tiempo, tras superar el miedo inicial, un miedo legítimo, a lo que les depararía el futuro con un nuevo embarazo, nació su cuarto hijo. Un niño sano y alegre, que les devolvió la confianza, la serenidad y, sobretodo, la paz. Pero de repente su vida ha dado un vuelco. Parece ser — todavía quedan muchas, muchísimas pruebas por hacer—, que su bebe sufre los mismos síntomas que su hermano.
¡Qué mazazo!, ¡Cuánta impotencia!, me decían con lagrimas en los ojos. ¿Por qué a nosotros otra vez?
¿Qué hemos hecho para tener que volver a pasar por esta experiencia nuevamente?
¿Qué pasará con nuestros hijos «sanos», cuando ya no estemos nosotros para echarles una mano? ¿Podrán soportar la «carga» de dos hermanos, necesitados «constantemente» de una atención especial?
Y, sobretodo, ¿Cómo volver a confiar en un Dios que se dice Misericordioso y que permite el sufrimiento y la enfermedad?
Y me quedo sin saber qué responder. No, no me atrevo a utilizar frases hechas que intentan racionalizar algo tan duro de asumir para unos padres, como es la enfermedad de un hijo.
Ellos saben que sus amigos estaremos siempre dispuestos a poner nuestro hombro para que lloren, todas las horas del día para que descansen, todas nuestras palabras para animarles, todas nuestras oraciones para que les consuelen y fortalezcan,...En una palabra, toda nuestra vida para que su sufrimiento no sea inútil.
Pero, ¿cómo hacerles comprender que Dios NO está jugando con ellos, sino que más bien les considera capacitados para transformar su amargura y desesperación por la esperanza del que se sabe Su estrecho colaborador? ¿Cómo explicarles el privilegio de estos «besos de Jesús», como llamaba la Madre Teresa al sufrimiento, que nos da las cargas, la Cruz, que podemos llevar, porque Él SÍ confía y cree en nosotros?
Entonces recordé las palabras que Benedicto XVI dirigió a jóvenes discapacitados en Nueva York el pasado 19 de abril:
«A veces es un reto encontrar una razón para lo que aparece solamente como una dificultad que superar o un dolor que afrontar. No obstante, la fe nos ayuda a ampliar el horizonte más allá de nosotros mismos para ver la vida como Dios la ve. El amor incondicional de Dios, que alcanza a todo ser humano, otorga un significado y finalidad a cada vida humana. Por su Cruz, Jesús nos introduce realmente en su amor salvador (cf. Jn 12,32) y así nos muestra la dirección, el camino de la esperanza que nos transfigura, de modo que nosotros mismos lleguemos a ser para los demás transmisores de esperanza y amor.»
Que difícil resulta verlo de esta forma pero seguro que vale la pena intentarlo, ¿o no?
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