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Ascensión y Pentecostés: enviados

En los Hechos de los Apóstoles se recoge (en 1,8) lo que, en verdad, sería el envío de los discípulos de Cristo: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra"

Poco antes (en 1,5) Jesús les dijo que «Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días". Era, propiamente, el episodio de la Ascensión del Señor.

Dice el Decreto Ad Gentes (Sobre la actividad misionera de la Iglesia) que «Fue en Pentecostés cuando empezaron "los hechos de los Apóstoles" (AG 4) ya que, a partir de ese momento, la diáspora apostólica inició, verdaderamente, la transmisión de la Palabra de Dios que Jesucristo había venido a traer, a hacer efectiva y posible.

A este respecto, dice Benedicto XVI (entonces sólo Joseph Ratzinger) en «El camino pascual» que «Pentecostés representa para San Lucas el nacimiento de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. El Espíritu desciende sobre la comunidad de los discípulos -"asiduos y unánimes en la oración"-, reunida «con María, la madre de Jesús» y con los once apóstoles. Podemos decir, por tanto, que la Iglesia comienza con la bajada del Espíritu Santo y que el Espíritu Santo «entra» en una comunidad que ora, que se mantiene unida y cuyo centro son María y los apóstoles»

Por tanto, aquel momento supuso, y supone, también para nosotros, una forma de decirnos que hemos de ser fieles a lo que creemos y, así, continuar con aquella labor, trabajosa entonces y muy difícil ahora, de dar al mundo la Palabra de Dios de la que, como dijo Jesús en el desierto al Maligno, vive el hombre.

Pero todo había empezado, por así decirlo, cuando el día de la Ascensión, cuarenta días después de la Resurreción, Jesús les dijo «Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación» que es lo que recoge el evangelista Lucas y arriba se indica. Además, «El que crea y se bautice se salvará. El que se resista a creer se condenará» (Mc 16, 15-16)

Estaban, pues, fijadas las bases de comportamiento de unos y de otros. Por un lado la labor de los apóstoles y, en general, discípulos de Cristo que debían «anunciar la Buena Nueva»; por otra parte, aquellas personas que fueran oyentes y testigos de su anuncio debían creer, en primer lugar y, luego, bautizarse.

(Excursus)

Sería conveniente hacer un alto en el camino para dedicar unas palabras a esto último.

Hay que tener en cuenta que cuando Jesús les habla no les indica que, en primer lugar, bauticen y luego demanden la creencia. Al contrario lo hace. Primero se pide creer y luego ser bautizado. Por tanto lo que, al fin y al cabo se exige, por decirlo así, es manifestar una confianza en Dios que, mediante Su Palabra transmitida por aquellos enviados, se les acerca y, posteriormente, el acto material de perdón de los pecados.

Esto, aunque diciéndolo después de suceder algún hecho extraordinario, ya lo había dicho Jesús. Por ejemplo, en el episodio de la hemorroísa le dice, a la mujer curada, que su fe había salvado (Mc 5, 34) porque primero fue la fe que tenía y luego la curación.

(Fin del Excursus)

Por otra parte, a nosotros, discípulos de Cristo tantos años después de que se manifestara en su vida pública, nos corresponde, por así decirlo, las dos realidades espirituales a realizar. No podemos, por tanto, evitar ninguna de ellas.

Así, como transmisores de la Palabra de Dios es esfuerzo particular de cada uno de sus hijos, descendencia divina manifestada en tal filiación, hacer que aquellas personas que no conozcan aquella tenga, al menos, una noción de lo que puede significar para sus vidas. Que pueda creer, como dijo Jesús, antes de dar ningún otro paso porque la creencia supone, sobre todo, saber qué es lo que se conoce y luego asentir ante tal realidad.

Pero no debemos olvidar que también debemos, nosotros mismos, aceptar tal creencia y confesar nuestra fe en un diario esfuerzo de mejora de tal conocimiento. No podemos dejar que se quede, la fe que tenemos, en un estado infantil de cuando, por ejemplo, recibimos los primeros conocimientos en la etapa formativa de la primera comunión. Una tal fe no corresponde con la vivencia de cada día y de ser así la que tenemos bien podemos decir que nos hemos quedado anclados en una palabra vieja y antigua.

No es que queramos decir, con esto, que podemos adaptar la fe a los tiempos que corren porque caeríamos, fácilmente, en el relativismo religioso sino, al contrario, que sin olvidar aquello que nos dijeron perfeccionemos nuestro saber de Dios acudiendo a aquellos que hacen de sus vidas un apostolado seglar (como se celebra el 11 de mayo en Pentecostés) dando la posibilidad de llenar nuestro corazón con las grandes misericordias del Padre.

Conviene, en esto, como en tantas otras ocasiones, que hagamos como los testigos de la Ascensión que tras quedarse mirando al cielo como Jesús ascendía volvieron a Jerusalén a cumplir con lo que les había dicho el Maestro porque hoy día el Espíritu Santo, al igual que hace dos mil años sigue iluminando nuestras vidas y nos sigue tendiendo la mano para que no olvidemos ni quienes somos ni, sobre todo, qué tenemos que hacer, cuál es la misión que nos encomendó, en aquellos días de gloria de Dios, Jesucristo, Hijo de Dios y hermano nuestro.

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