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De palabras y silencios
Despertar en la palabra y de la palabra
Como en un armario oscuro, carente de cajones y entrepaños, nuestra experiencia yace amorfa —por años o por toda una vida— en espera de un principio ordenador capaz de iluminarla.
Ese principio ordenador es la palabra. En el discurso los seres humanos despertamos a la conciencia. Nuestro despertar al mundo y a nuestro mundo se acompaña necesariamente de un lenguaje en el que podemos encontrarnos. «Dignidad», «dolor», «pasión», «encuentro», «libertad», «rabia», «esperanza», «soledad», «energía» y hasta mi nombre «Eduardo», fueron palabras que alguien me regaló y en las que pude reconocerme.
Alguien las pronunció y me permitió pronunciarme en ellas. No es que no hubiera habitado dichos estados del alma; viajaban en mi interior, pero al igual que la luz, peregrina inadvertida del espacio interestelar sólo visible en el encuentro de un cuerpo opaco, no brillaron en mi conciencia hasta reflejarse en la opacidad de la palabra.
Pese a este poder iluminador del discurso, la palabra se puede desvirtuar en la mentira o perderse en el dogmatismo confundiendo el mapa con el territorio. Sólo en la humildad y en la vocación permanente de perfeccionar o sustituir nuestros paradigmas gramaticales podemos curarnos de dogmatismo.
El lenguaje es un sistema vivo, acompaña el proceso humano, se compromete con él, se nutre de la vida y se sorprende y transforma con ella.
Si bien requerimos de la palabra para despertar nuestra conciencia, nuestro discurso parece no tener acceso a ciertos ámbitos. Las palabras pueblan la zona templada de la realidad, pero resultan imprecisas e ineficientes en sus polos, donde nos topamos con la oscuridad misteriosa de la naturaleza o nos reconocemos parientes de lo innombrable.
Una relación amorosa, por ejemplo, nos lleva a un profundo dilema existencial en que la multiplicidad de palabras invita a pronunciar una sola. Llegado ese punto sólo «te amo» significa algo y todo puede significar «te amo»; si allí decidimos no pronunciarnos en el amor, todo discurso pierde sentido y se transforma en esa demagogia nauseabunda de la que está plena la frivolidad.
Y es que frente al amor o el humor, frente al misterio de la muerte y la espiritualidad, el lenguaje —ese que despertó nuestra conciencia— puede transformarse en su enemigo.
Por eso los místicos y los amorosos prefieren el lenguaje sordo de su propio testimonio, de la vida, y cuando comparten su vivencia recurren inevitablemente a la metáfora, saben que cualquier imagen verbal de su experiencia es pobre o traicionera.
Mal hacemos al sacralizar su discurso, nos perdemos del mundo y nos desperdiciamos existencialmente como el imbécil que extravía su mirada en el dedo, sin poder jamás descubrir la luna.
Ocho tipos de silencio
Sí, la palabra nos orienta en la zona templada del planeta humano pero, como las brújulas, se extravía en los polos —es decir, en las experiencias extremas, trascendentes o deshumanizantes, que también nos definen— entonces distinguir especies de palabras y silencios no es una tarea ociosa. Manifestarse donde la palabra está llamada a iluminar es tan imperativo como edificar el silencio donde el nombrar sólo estorba o ensombrece. En sentido contrario, tanto peca quien calla (o acalla) donde la palabra es vocación, como aquel que profana con su palabrerío los territorios polares del silencio.
El silencio tiene diferentes densidades, intensidades y clases, unos silencios son condición necesaria para nuestro desarrollo y otros nos pierden. En palabras de Fernando Caloca: «El silencio humano puede ser bueno o malo, vacío o lleno, humilde o soberbio, gozoso o doloroso, inocente o perverso, hondo o superficial, externo o interior, dulce o amargo». Más en el ánimo de distinguir que de realizar un catálogo exhaustivo en este artículo describo ocho especies del mismo.
1. El mutismo
El primer tipo de silencio es burdo y sordo, previo al descubrimiento de uno mismo en la palabra, a la humanizante experiencia de nombrar. Es el mutismo nocivo y deshumanizante que nos aísla de los demás y de nosotros mismos, al no permitirnos nombrar nos impide contactar nuestra propia experiencia, enajena. El silencio de la vivencia que no pudimos bautizar, del armario oscuro, carente de cajones y entrepaños: del dolor inexpresado de los padres despojados, que nos lacera, pero también el de la alegría que ignoramos. Un silencio ciego y sordo, quizás el más triste: de quien no se puede decir propiamente que sufre o goza, porque al no poder nombrarlo no lo hace consciente, tampoco humano.
2. El silencio de lo silenciados
Existe un silencio inmoral, que mancha y avergüenza, ensucia un momento histórico y cuestiona a la sociedad, que apela a nuestra conciencia y no debiera existir.
Se trata del silencio del sufrimiento, de los niños de la calle, los miserables, los marginados, los que no queremos escuchar.
Dice Octavio Mondragón: «una injusticia en la sociedad no es simplemente un problema al que hay que dar solución legal; es el estruendoso rumor del caos deshumanizador que invade el mundo de los seres humanos, es algo que hiere mortalmente la vida común».(3)
Muchas ciudades contemporáneas reflejan esa arquitectura social que excluye y no escucha el clamor de sus excluidos, que esconde urbanísticamente sus heridas y condena al silencio a las víctimas de la injusticia, que construye muchos muros y pocos puentes.
3. El silencio denuncia
Cuando la denuncia de palabras topa con los límites de un sistema lingüístico y mental, cuando comprende que ya no puede o desea ser escuchado, recurre a un silencio elocuente, de denuncia.
El último silencio socrático, el silencioso ayuno de Gandhi, el silencio de Cristo frente a Pilatos y el de su crucifixión denuncian la obsolescencia de una manera de comprender el mundo, las mezquindades y límites de un sistema social y conceptual, pero al mismo tiempo anuncian las posibilidades de nuevos valores y de un nuevo orden de cosas.
El silencio del profeta no significa renuncia a su palabra ni a su causa. Tampoco supone concesión frente al temor o el poder. Su silencio es más bien el testimonio que subraya lo antes dicho con palabras: significa convicción y entrega totales, incluso disposición heroica al martirio.
Por eso las intuiciones de quienes así callaron en su momento pueden escucharse aún y su testimonio sigue iluminando a la comunidad humana.
4. El silencio creativo
El testimonio de los creativos que reflexionan sobre su proceso refiere normalmente una especie distinta de silencio, nos recuerda que también el acto de crear surge del silencio y lo requiere.
Ignacio Padilla ofrece un testimonio contundente y claro: «Escribo siempre desde el silencio, porque el silencio es la masa primigenia de donde sale el verbo. (...) Creo que sin el silencio, tan privado y a la vez tan de todos, no sería posible el acto creativo, pues la creatividad, en general, es el arte de unir a los hombres con sonidos y silencios, eso que algunos llamamos y queremos seguir llamando la auténtica música de las esferas».(4)
El silencio del creativo es de naturaleza distinta a los referidos. Refleja una fase del proceso de crear, previa a la intuición que da origen a una obra, en la que llevamos un reto creativo a nuestra interioridad para someterlo a nuestro talento y poder hacerle frente.
Todo ejercicio creativo supone acto de rebeldía. El creativo observa la realidad, se inconforma y se propone transformarla, lleva a sus entrañas un proyecto y, cuando algo parece irresoluble, compromete su silencio para generar desde el fondo de sí mismo una transformación, una forma nueva, un nuevo acomodo de elementos: algo creativo.
5. El silencio del asombro
El asombro permite adentrarse en el misterio de las cosas, ayuda a sentir la gravedad y el palpitar del ser, a celebrar y participar en la gran sinfonía del mundo. Ese ocurre necesariamente en el silencio.
También es el silencio del niño que descubre al mundo y se deja sorprender, el de quien celebra la majestuosidad de un ahuehuete, la elegancia de un ave o la reconfortante calidez de un abrazo. Es sobre todo el de quien intuye su participación en el ser y siente la diferencia radical con la nada. Un silencio que acompaña la intuición metafísica, pariente de la soledad, pero no del aislamiento, que nos hermana con todos y con todo.
La experiencia estética es una variable de este silencio de asombro. A diferencia de la intuición metafísica, que apela a nuestra intuición intelectual, aquí entran en juego de manera simultánea nuestros sentidos y capacidades intelectuales.
Cuando vivimos la experiencia estética y la contemplación gozosa y desinteresada de lo bello, lo trágico, lo sublime, lo grotesco, lo cursi o lo dramático, nos sumimos en un silencio, íntima e indescriptiblemente festivo.
6. El silencio comunicativo
La comunicación, fundamentalmente asociada con la palabra, encuentra sus mayores obstáculos en el exceso de palabras. La mayoría de nuestros problemas comunicativos se desprenden, no tanto de cómo hablamos, sino de cómo escuchamos, de nuestra incapacidad de crear silencio. De este déficit de escucha se derivan a su vez muchos desequilibrios sociales y personales.
La psicoterapia surge de alguna manera como respuesta a este problema, la sociedad moderna ha generado una profesión destinada a atender a la gran cantidad de no escuchados que ella misma produce. En el entorno psicoterapéutico se dan, no obstante, experiencias que enseñan mucho sobre la comunicación interpersonal, la naturaleza relacional de la persona y el poder comunicativo del silencio.
Juan Lafarga se refiere al tipo de silencio que hace exitosa la psicoterapia «como un silencio activo, como una opción por que el otro hable sintiendo lo que dice como parte de sí mismo, experimentando por la vivencia que no está sujeto a juicio crítico. El silencio es una opción por que el otro se sienta entendido y no orientado o guiado, y capaz de asumir las responsabilidades todas de su vida (...) para que la persona misma asuma todo su poder».(5)
Esta propuesta que surge en el entorno artificial, privilegiado y hasta elitista de la psicoterapia ¿puede acaso retornar a aquellos cuyas deficiencias lo engendraron?, ¿es válido extrapolar sus intuiciones al ámbito más amplio de la relación de ayuda y de la comunicación interpersonal? En mi percepción, el silencio de empatía y acompañamiento, es condición necesaria para la comunicación y el encuentro; podemos responder afirmativamente a ambas preguntas.
En el entorno de un tiempo ruidoso como el nuestro, aquejado de una rara especie de cáncer, que requiere cierta dosis de enajenación e incomunicación para reproducirse, este silencio se mira con recelo y se vuelve especialmente crítico.
Francisco Prieto es contundente al respecto: «Si se ha perdido el hábito del recogimiento, nos iremos nadificando, incapaces de atender a nuestras rupturas, de alcanzar la paz, de hacer en nosotros los contrarios, de reconciliarnos con nosotros para poder, entonces, participar del ser del otro, comunicarnos, interpenetrarnos, transformarnos hasta casi no saber qué es de uno y qué del otro, ¡construcción de la nostridad! Y volver al yo y al tú sólo para poder rehacer ese nosotros que la vida irremediablemente socava».(6)
7. El silencio de la angustia
Yo no sé si esto ocurre necesariamente en la vejez, pero parece que existe un momento en la vida en que toda persona se encuentra dramáticamente con sus límites. No me refiero a las limitaciones evidentes que nos habitan desde niños, propias de nuestra condición física, intelectual, psicológica o relacional. Tampoco a las fronteras mentales sobre cuyo realismo y magnitud se discute tanto. Pienso en la limitación más radical que nos pone en la frontera de lo que podemos hacer y ser por nosotros mismos, en una incapacidad radical de orden ético y ontológico, que nos cuestiona en lo más hondo.
¿Qué puede hacer el hombre más ético del mundo frente a aquella injusticia de la que es consciente —que le indigna, que le duele— pero que rebasa sus fuerzas? ¿Cuántos días puede alguien, por ser justo, añadir a su existencia? ¿Puede la persona más perfecta hacer algo eficaz para salvarse? ¿Qué hacer frente al misterio de la muerte? En la angustiante frontera de nuestras posibilidades personales encontramos nuevamente el silencio.(7)
No se trata del miedo a la libertad, ni de la angustia que supone ejercerla. Es una angustia que invita al abandono e irremediablemente nos desnuda frente a Dios y a nuestro destino y nos deja en soledad y en silencio.
Quien se ubica en la frontera de su ser y de sus actos encuentra allí una invitación a creer y a soltarse. En la frontera de lo ético y lo trascendente la vida incita a asumir la fe como una aventura y una apuesta. Nos sabemos entonces impelidos a poner nuestra existencia en manos de quien nos la ha dado, a no resistirnos.
Quien ha accedido a la vida espiritual se topa en algún momento de su aventura con una variante de este silencio. No el silencio de consolación, máximo tesoro al que aspiran los místicos, sino a un silencio doloroso, no deseado, que sorprende a los espirituales en su búsqueda y que la cuestiona de raíz. Silencio amargo y profundo en el que todo parece haber perdido sentido.
Cuando Jacques Fesh,(8) procesado por homicidio y encarcelado, en los límites de la desesperanza y el dolor recibe el don de la conversión, cuando vive la cercanía con Dios, siente que ya nada de lo que pueda pasarle, ni la condena a muerte ni la decapitación, pueden arrancarle la paz. Su director espiritual —el capellán de la prisión y su abogado, instrumentos de su conversión— comparte su felicidad pero le anuncia lo que su propia experiencia espiritual le permite asegurar: que el silencio más desgarrador está por venir.
La noche oscura de los místicos, la desolación, envuelta en un silencio que puede interpretarse como una fase del proceso de crecimiento espiritual en el que todo lo que antes ayudaba a avanzar, se convierte en retroceso, una nueva llamada al abandono para quien se pensaba abandonado.
Esto se lee también como el silencio de Dios, manifestación paradójica de la Providencia, de su insondable misterio, de su ser inasible e insondable, totalmente Otro. Recuerda de nueva cuenta que creer es un proceso y consiste justamente en apostar y abandonarse.
La diferencia entre quien vive este silencio desde la fe y quien no, radica justamente en la esperanza. Desde la fe, la angustia kirkegaardiana se transforma en una prueba desgarradora, incluso desquiciante, pero lejos de destruir, acrisola la esperanza. El verdadero místico(9) no rompe su apuesta frente al silencio de Dios ni responde ante él estoicamente: logra transformarlo en un camino más para cultivar ese delicado arte de ver lo invisible,(10) que es la visión.
8. El silencio místico
Existe un silencio reconocido como máximo tesoro y bendición por quienes lo han experimentado. El sentido último de la búsqueda espiritual, silencio supremo que todas las tradiciones místicas reconocen como su máximo afán.
Octavio Mondragón lo describe como «un estado de asombro ante lo último y definitivo, ante aquello que está más allá de toda cosa y acontecimiento, y que es el origen de todo lo que existe y de todo lo que puede y debe ser y acontecer (...) Una especie única de arrobamiento desde y por el cual nace y crece en nosotros el asombro y la maravilla silenciosos».(11)
Luis Vergara lo llama el otro silencio: «innombrable (al que) se le conoce, paradójicamente, con muy diversos nombres. Es la experiencia mística y es la iluminación. Es el kensho, el satori, el tao, el nirvana (extinción). Es el suntaya (vacío) de la tradición manhayana (gran vehículo) del budismo. Es, especulo con atrevimiento, la zarza que ardió sin consumirse, la perla de gran precio, el tesoro escondido y lo que aconteció un día en el camino de Jerusalén a Damasco. Especulo con aún mayor atrevimiento y pregunto: ¿es el Reino?»(12)
La manera como las distintas tradiciones y personas han buscado este supremo don viste inicialmente de diversos ropajes culturales pero termina necesariamente desprendiéndose de ellos hasta mostrar semejanzas asombrosas como la renuncia a nosotros mismos que permite llenarnos del absolutamente Otro y, por supuesto, la felicidad indescriptible de quien vive enamorado de Dios y se encuentra con Él, de quien se hermana con la creación entera, se descubre participando de la gran sinfonía del ser, lo agradece y celebra con todo lo que es.
Este silencio y los demás, los que articulan y desarticulan la palabra, los que favorecen nuestro crecimiento y los que lo estancan, nos permiten sospechar que estamos hechos precisamente de palabras y silencios.
Notas
[1] CALOCA, FERNANDO, «El silencio en filosofía», Revista Prometeo, número 32, p.63. A principios de 2003 tuve la oportunidad de coordinar una edición de la Revista Prometeo, dedicada a al tema del silencio. A ese esfuerzo se sumaron generosamente filósofos, poetas, teólogos, músicos, comunicadores, novelistas y psicólogos de gran talento que hicieron de este, un número antológico. La cita de Fernando como muchas de las que acompañan esta reflexión son un recuerdo de dicha aventura. Estas líneas son producto de lo que aprendí de dichos autores y buscan ser un homenaje de gratitud a todos ellos.
[2] Dicen que el dolor más hondo, el de los padres que pierden a sus hijos, permanece de alguna manera inexpresado. Llamamos viudo a quien ha perdido a su cónyuge y huérfano a aquel cuyos padres han muerto. Pero ¿cómo define nuestro diccionario a quien ha perdido a sus hijos?
[3] MONDRAGÓN, OCTAVIO, «Trashumando los caminos del silencio en busca del origen», Revista Prometeo, número 32, p.58.
[4] PADILLA, IGNACIO, «Tan callado: escribir desde el silencio», Revista Prometeo, número 32, p.8.
[5] LAFARGA, JUAN, «El silencio del acompañante», Revista Prometeo, número 32, p.18.
[6] PRIETO, FRANCISCO, «Comunicación y silencio», Revista Prometeo, número 32, p.5.
[7] El adjetivo angustiante está utilizado aquí en el sentido en que se refirió a la angustia el maestro Sörem Kierkegaard.
[8] La desgarradora historia de santidad de este converso francés se encuentra magníficamente retratada, a la manera de una biografía espiritual, en la novela El reflejo del oscuro del poeta mexicano JAVIER SICILIA. México, FCE.
[9] Sobre la diferencia entre el auténtico misticismo y la denominada «paramística» RICARDO BLANCO comparte una reflexión en «Mística, paramística y silenciamiento de la cultura», Revista Prometeo, número 32, p.38.
[10] La expresión «la visión es el arte de un invisible» corresponde al escritor Jonathan Swift: me parece que describe maravillosamente la virtud de la esperanza.
[11] MONDRAGÓN, OCTAVIO, «Trashumando los caminos del silencio en buzsca del origen», Revista Prometeo, número 32, p.55.
[12] VERGARA, LUIS, «El otro silencio», Revista Prometeo, número 32, p.33.
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