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El hombre-burbuja

Una noche sentado en una terraza de verano observé una escena que me llamó la atención y me suscitó cierta reflexión. Había varias jóvenes —creo que eran cuatro— alrededor de una mesa. Cada uno de ellos estaba ensimismado mirando y tecleando en su móvil. ¿Llamaban, jugaban, buscaban alguna información? Da un poco lo mismo; el hecho es que se comportaban como si estuviesen solos. No había una palabra, un gesto, ni siquiera una mirada hacia los compañeros. Esto es una anécdota, pero también un indicio de un fenómeno que se va generalizando. Es frecuente ver a jóvenes enganchados a sus MP3, andando un poco somnámbulamente entre la gente. O a chicos jugando con su PSP (perdón por la ensalada de siglas) ensimismados, solitarios. También son muchos los adultos que pasan horas y horas delante del ordenador, asomados a ese mundo mágico de la Red, donde está todo, pero donde todo tiene un aire fantasmal, o que pasan gran parte de sus vidas hablando por sus móviles, gesticulando solos como locos que hablan con un fantasma. Hay jóvenes que se pasan las horas encerrados en su cuarto, comunicándose por chat con sus amigos o navegando por la Red sin tener un rumbo fijo. Los auriculares se han convertido en un elemento común en nuestra vida cotidiana; se usan para todo: para oír la radio, ver la tele, oír música. Cada vez se ve más gente que pasa por el mundo con un aire un poco fantasmal, como encerrados en una burbuja. Como si el mundo exterior les resultara agresivo e inhóspito y quisieran encerrarse como el caracol en su concha.

El fenómeno no es nuevo. Ya los pensadores alemanes Adorno y Horkheimer, en una obra de 1947, en plena resaca de la II Guerra Mundial, hablan de cómo las paredes de cristal de las oficinas separan a los empleados, o como el coche, al sustituir al tren, aísla a los viajeros. En los años 40 todavía no existían los móviles ni los ordenadores, pero ya se advertía que el progreso puede separar a los hombres, que la tecnología, como todo lo humano, tiene su cara amable y sus peligros.

Vivir rodeados de tanta realidad virtual, protegidos por tanto muro, puede hacernos perder la referencia de nuestro propio lugar en el mundo. Hacernos olvidar nuestra condición de seres comunicativos y abiertos a la realidad y a los demás. Encerrarnos en la burbuja donde sólo se ve nuestra propia imagen deformada y sólo se oye el eco de una voz maligna y embustera que nos dice: «todo es mentira».

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