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El año de Darwin

Desde el 1 de julio de 2008 al 24 de noviembre de 2009 se celebrará el Año de Darwin, que conmemora el 150 aniversario de la publicación de El origen de las especies. Junto con El origen del hombre, publicado en 1871, se sentó la base de lo que actualmente se conoce como teoría de la evolución. Es más que probable que el laicismo imperante en nuestra sociedad no desaproveche la ocasión para atacar a los católicos, y tal vez venga bien hacer algunas consideraciones sobre el evento, para que Dios nos coja confesaos.

Lo primero es decir que Charles Darwin fue un naturalista de formación cristiana, que llegó a ser pastor de la Iglesia Anglicana. Sí, sí, como lo están oyendo. En sus libros se proponía la teoría darwiniana de la evolución —que ni fue la única ni la primera— en la que se admitía el paso de unas especies a otras en base a la mejora continua de la adaptabilidad al medio ambiente debida a la lucha por la supervivencia. Operaría directamente sobre dichos cambios la denominada selección natural, auténtica fuerza motora de la evolución, sobre cuyo origen Darwin no hacía un pronunciamiento explícito e inequívoco.

A estas alturas Darwin atravesaba por una clara aproximación al agnosticismo y los ideólogos del momento, particularmente los ateos y materialistas inspirados en la filosofía naturalista —para la cual todo ha surgido por la acción de fuerzas ciegas naturales y es producto de la casualidad— y los entonces beligerantes marxistas, utilizaron la teoría como una herramienta más para atacar a la Iglesia Católica, considerándola como la prueba irrefutable de la inexistencia de Dios. Eso es algo que jamás afirmó Darwin, que huía del uso no científico de su hipótesis. Más adelante, y como consecuencia de los avances de la biología molecular, nacería el neodarwinismo, que trasladaría al nivel genético de mutaciones el origen de los cambios morfológicos en lo que Darwin se inspiró para enunciar su teoría.

El darwinismo daba claves novedosas y atractivas para admitir las teorías evolucionistas precedentes, pero hubo importantes científicos que lo criticaron, y sigue habiéndolos. Entre ellos, destacaría la opinión de Lynn Margulis, agnóstica profesora de biología de la Universidad de Massachussets, famosa por su propuesta bacteriana del origen de las mitocondrias, a la que recientemente un medio de comunicación del grupo Prisa la dedicaba un extenso reportaje donde la presentaba como el paradigma de mujer progresista. Pues hablando del neodarwinismo, al que considera equiparable a una secta religiosa menor del siglo XX dentro de la creciente persuasión religiosa de la biología anglosajona, propuso a los científicos asistentes a un congreso de biología molecular que le nombrasen un solo caso conocido de la aparición de una nueva especie como consecuencia de mutaciones múltiples y progresivas, recibiendo el silencio por respuesta. Exactamente en la misma línea concluyó un encuentro de científicos católicos, promovido por el Centro Kolbe de Estudios de la Creación en 2006, diciendo que "el darwinismo ha logrado demostrar las mutaciones al interior de una especie, pero para el surgimiento de nuevas especies no ha aportado ni pruebas ni hechos".

En el mismo sentido abunda Michael Behe, profesor de bioquímica de la Universidad de Lehigh de Pensylvania y buen exponente de la postura conocida como "diseño inteligente" —que admite que la evolución es la formalidad de un acto creador de Dios, y que por tanto cristianismo y darwinismo son conciliables— en su reciente obra La caja negra de Darwin. Citando al propio Darwin, que en El origen de las especies afirmaba —dando a entender bien a las claras la conciencia de las limitaciones de su teoría evolutiva— que "si se pudiera demostrar la existencia de cualquier órgano complejo que no se pudo haber originado mediante numerosas y leves modificaciones sucesivas, mi teoría se desmoronaría por completo", presenta lo que define como "sistemas irreductiblemente complejos", entre los que se encontrarían, por ejemplo, el sistema inmune, el sistema de coagulación sanguínea, el sistema de visión, argumentando que a nivel molecular la probabilidad de que evolucionen y se ajusten como consecuencia de múltiples mutaciones es ínfima, y absolutamente irrealizable incluso en la escala de tiempo geológico que estima el origen del universo hace unos quince mil millones de años.

Pero es que aquí no acaba la cosa. Desde el laicismo más rancio se sigue transmitiendo la falsedad de que la Iglesia Católica y el creacionismo son lo mismo. Los creacionistas, de origen norteamericano, mantienen la interpretación literal de la Biblia, como en su día hicieron los literalistas. Para ellos el Universo se creó en una semana exacta y tiene una edad de 6000 años —coincidentes con los cómputos directamente derivados de la Biblia— y la forma como Dios creó al hombre es literalmente la narrada en el relato del paraíso: a partir de la costilla de Adán. Para los católicos no es que Dios no tenga poder de hacerlo, sino que tienen el convencimiento de algo que Galileo Galilei llegó a decir cuando escribía acerca de las verdades de la fe y la ciencia en una carta dirigida a Benetto Castelli el 21 de diciembre de 1613 que "la Escritura Santa y la naturaleza, al provenir ambas del verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios, no pueden contradecirse jamás".

Otra mentira laicista, ya para terminar, es la de transmitir que la Iglesia Católica siempre se opuso a la teoría de la evolución, algo falso de toda falsedad. Ya en 1868, a los pocos años de hacerse pública la propuesta darwiniana, el sacerdote católico Raffaelo Caverni postuló la compatibilidad entre evolucionismo y fe en su obra Nuevos estudios de filosofía. Discursos a un joven estudiante. Su tesis —tomada de Galileo— de que la Biblia no contiene falsedades y tiene el cometido más de llevarnos al cielo que de describir verdades científicas, permitían un distanciamiento de la entonces extendida postura literalista, siempre que se aceptara un evolucionismo teísta y finalista. Ante el riesgo de que en el fragor de la batalla se produjeran abusos interpretativos, y de que la gente menos erudita confundiese la aceptación de dicha tesis con la admisión del materialismo y ateísmo que entonces animaba a algunos darvinistas —amén de que Caverni atacaba injustificadamente a los jesuitas y a la exégesis de los Santos Padres—, la Iglesia incluyó dicha obra en el índice de libros prohibidos, pero sin condenar explícitamente al darwinismo en sí.

Más tarde Pío XII, en 1950, en un intento de reducir la creciente confrontación, más ideológica que otra cosa, apuntaba en la Humani generis que el evolucionismo era una teoría que debía ser estudiada, y que en ningún caso el alma provenía de otro lugar que no fuera Dios mismo. Esta tendencia conciliadora de la Iglesia Católica ha llegado a nuestros días: evolución y creación de Dios son compatibles siempre que no se atribuya a la evolución un alcance que no tiene.

A este respecto decía Juan Pablo II que "la evolución presupone la creación, y la creación se presenta a la luz de la evolución como un suceso que se extiende en el tiempo" y también que "no existen obstáculos entre la fe y la teoría de la evolución, si se las entiende correctamente", llegando a afirmar en 1996 frente a la Asamblea de la Pontificia Academia de Ciencias que "el evolucionismo es algo más que una hipótesis". Benedicto XVI, en su famosa homilía de la misa de Ratisbona, dijo en la misma línea conciliadora que "el origen está en el Verbo eterno, la Razón, no la irracionalidad".

Como recientemente ha dicho el catedrático de genética Nicolás Jouve en el Club Faro hablando de Evolucionismo, creacionismo y diseño inteligente: "¿Por qué no pudo Dios incluir en su diseño creador la selección natural? La teología nos revela la causa, la ciencia el cómo."

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