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La Iglesia disidente
Se pregunta José Francisco Serrano Oceja en Libertad Digital si existe una ofensiva progresista en la Iglesia en España, debido quizá a la actual presidencia de la Conferencia Episcopal y al pontificado de Benedicto XVI, además de a una lógica reacción ante la ofensiva laicista de Zapatero y al estimulante fruto de los documentos de los obispos españoles en un sector minoritario de creyentes. La cuestión es si estamos asistiendo a un profundo disenso en el seno de la Iglesia. Pero cuidado, no un disenso como ministerio profético, absolutamente legítimo, sino como una verdadera estrategia ideológica y de rebeldía ante el magisterio de la Iglesia. Se intentaría así inocular un quinto evangelio, una Iglesia paralela, haciendo un llamamiento hacia una mayor modernización o democratización de la Iglesia, como si el misterio del amor divino o humano pudiese encerrarse en estructuras humanas. La elección divina no es un acto administrativo, que sigue un régimen autoritario o democrático. Es la elección libre del amor, al que se responde libremente con el amor. La vocación a los ministerios de la Iglesia como el sacerdocio o el obispado son revelaciones del amor de Cristo y se acogen con ese espíritu, sabiendo que el poder de la Iglesia depende sólo del hecho de ser miembro del Cuerpo místico de Cristo.
Hemos asistido en el largo trayecto de los dos últimos siglos a lo que Bruno Forte denomina como «la parábola de la época moderna». Hemos experimentado la tentación totalitaria de la razón y su pretensión de absorber lo Absoluto en el horizonte mundano, lo que Nietzsche denunciaba como la hora de la muerte de Dios. En relación con la ideología moderna, a los cristianos se nos pide el reconocimiento de la absoluta trascendencia de Dios, al tiempo que celebramos la infinita dignidad del hombre. Hemos tocado fondo con el «pensamiento débil», con una postmodernidad que todo lo vacía de sentido hasta alcanzar lo que M. Kundera denomina «la insoportable levedad del ser». En relación con la soledad que inspira el nihilismo de la postmodernidad, a los cristianos se nos pide testimoniar la unidad, de manera coral, estar juntos. Quererse Iglesia, amar la Iglesia y hacer que la Iglesia sea comunidad que acoge y escucha. Y sin embargo, un sector arrogante y polémico de la Iglesia parece empeñado en que ésta se convierta en un problema para sí misma y para la sociedad, interpelada en su seno a cubrirse la cara por la vergüenza, apareciendo ante el mundo, por algunos que se declaran miembros de ella, como la rémora principal para la aceptación de la propia fe.
A pesar de querer eliminar lo que la Iglesia fue y es, demasiados laicos y teólogos no pretenden salirse de ella, sino transformarla en lo que a su juicio debe ser, es decir, en su propia Iglesia. Aunque rechazan su realidad histórica y combaten abiertamente el contenido que sus ministros tratan de darle y de conservar, no dudan en sentirse las voces proféticas excluidas en su seno, demonizando a los obispos como la gleba que fecunda todos los males de la Iglesia y de la hostilidad que despierta ésta en la sociedad. Se avergüenzan y se sienten decepcionados al contemplar una Iglesia retrógrada, clericalizada, medieval, autoritaria, hostil al mundo y a la vida; proponen el triunfo báquico del Dios humanum, del hombre liberado de toda hipoteca heterónoma y artífice de su propio destino; cancelan la tradición y la fidelidad al Magisterio, considerando que la obediencia a la fe, a la verdad objetiva y a la autoridad debe ceder el lugar a la obediencia por convicción y a la autonomía de la conciencia.
A diferencia de lo que pueda parecer (el imaginario colectivo creado en la memoria de la sociedad hace pensar lo contrario), es la Iglesia disidente la que realmente politiza la Iglesia. La opción por la Iglesia es una opción espiritual, una opción por la unidad y la comunión. ¿Por qué son especialmente los obispos los que crean disgregación y molestan, los que tienen que convertirse a la Iglesia del Señor? ¿Dónde está escrito que sea el otro y no yo el que se encuentra en un camino equivocado? ¿Por qué se empeña la Iglesia disidente en caricaturizar la Iglesia, intentando convertirla en una empresa eficiente, más cercana al mundo cuanto menos resistencia ofrezca a él? ¿Por qué demasiados teólogos y laicos se obstinan en ser señores de nuestra fe, en lugar de continuar siendo «servidores de nuestra alegría», como pedía San Pablo?
El creyente que reza cada día y realiza en su vida la palabra de Dios tiene derecho a que la Iglesia se presente ante el mundo como la comunidad del Evangelio testimoniado con la vida, una Iglesia que peregrina en comunión y «despierta en las almas», como soñaba Guardini, a través de la caridad en el seguimiento del abandonado en la Cruz, donde el creyente sabe que se encuentra la paz y la comunión que espera. El creyente tiene derecho a vivir su fe en una comunidad que tenga poder y no sea una creación suya o instrumento de sus deseos; una comunidad que necesita purificarse continuamente a la luz de la santidad de Cristo, pero en la que se nos da al mismo Jesucristo; una comunidad a la que se mira con amor o se corre el riesgo de no ver en ella más que decepción, fractura, torpeza y escándalo.
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