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Paradojas relativistas
Occidente duerme bajo las sábanas de un nuevo fantasma que lo arrulla. Es el relativismo, su nuevo señor. Le hace soñar en que no tiene por qué haber conceptos universalmente aceptados. Todo es relativo y discutible. Mientras vela su reposo le continuará cantando suavemente, no sea que despierte, que no puede existir una verdad objetiva ni un punto de coincidencia común en el pensamiento o valoración de la realidad.
De pronto llama a la puerta de la alcoba un fenómeno paradójico: el hombre relativista reclama un respeto a su sistema de valores. No acepta injerencias ni de otras personas ni de los poderes públicos, lo que podría llegar incluso a una negación del Derecho. Pero, al mismo tiempo, los hechos demuestran que hacen falta reglas que ordenen la convivencia de tan dispares sujetos. Por eso se reclama la intervención de un tercero que ponga el orden necesario. Este sujeto se identifica con el Estado, que está llamado a actuar a través de las normas jurídicas para conseguir ese fin. Se exalta lo privado, pero se requiere la intervención pública.
Ahora bien, no se puede legislar de cualquier modo. La moral y el Derecho se han de separar porque cualquier coincidencia entre ellos puede dar lugar a que se cuestione la laicidad o neutralidad religiosa de los poderes públicos. Dentro de esta dispersión ética y moral, incluso se entiende que las religiones tradicionales que proponen un concepto concreto de divinidad, de hombre, y de Verdad, son una amenaza de carácter totalitario.
Sin embargo, este planteamiento no parece tener en cuenta dos cosas. La primera consiste en que hay valores religiosos que se han convertido en verdadera cultura civil, por lo que alejarse de ellos conllevaría negar a la propia sociedad que, de modo consciente o no, nace y crece sobre ellos. Por otra parte, la verdadera neutralidad es difícil que exista porque toda decisión política y jurídica se fundamenta en algún valor. En otros términos, resulta el fruto de una elección basada en que lo elegido es mejor que lo descartado, y allí hay un juicio de valor. La verdadera neutralidad, por tanto, es difícil que exista. Lo que sucede es que el lugar que antes ocupaba el elemento moral o religioso como punto de referencia valorativo queda sustituido por las ideologías. Recordemos, como indica Rafael Navarro Valls, que el dogmatismo ideológico es tan poco neutral como el dogmatismo religioso.
Si se entiende que el legislador no dispone de asideros conceptuales, éticos ni morales estables ¿cuál es la pauta de conducta para adoptar decisiones? Se considerará válida cualquier decisión adoptada según el criterio de las mayorías, independientemente de su contenido.
Se produce en este punto del discurso una nueva paradoja: el aspecto procedimental se eleva al principal grado de importancia, quedándole subordinado lo material o sustancial. El resultado es que el legislador adquiere un poder omnímodo. Como indica Lo Castro, el Derecho adquiere una dimensión «autorreferencial», es decir, depende sólo de sí mismo o, lo que es lo mismo, del poder que lo crea. El legislador puede transformar o sepultar principios e instituciones —como el matrimonio o la familia— porque nada es definitivo ni inmutable. Basta que se proceda de acuerdo con la regla de las mayorías para legitimar la decisión. Con ello el Derecho positivo puede ocupar cómodamente el lugar que antes tenía reservado el Derecho natural.
Esta situación produce, entre otros efectos, el fenómeno de las objeciones de conciencia. Se presenta como el vapor a presión que escapa de una olla express. Un incumplimiento de una norma cuyo obligatorio contenido llega a lesionar la libertad religiosa y de conciencia del ciudadano.
A estas consideraciones considero conveniente unir un último punto de reflexión. La norma jurídica aprobada según las oportunas reglas procedimentales adquiere un evidente efecto legitimador. Si se aprueba o despenaliza una acción, lo normal será pensar que, en realidad, era buena o, al menos, no tal mala como se creía en un principio. El carácter instrumental del Derecho sigue existiendo, sólo que cambiado de signo: no es ya un modo de expresar los valores de la sociedad destinados al logro de la justicia y de la limitación del poder político, sino una expresión de los criterios políticos que buscan, a través del Derecho, la transformación de la ética a su medida.
El relativismo presenta un alcance amplio. Adoptar como punto de partida que una realidad puede no puede ser valorada de un único modo genera la imposibilidad de establecer límites externos al poder con los riesgos que presenta.
El Derecho canónico tenía razón. Cuando comenzó a emplear en la edad media el principio mayoritario para adoptar decisiones, lo hizo pensando en que la mayoría estaba al servicio de la verdad. Como decía el jurista del siglo XIII Sinibaldo dei Fieschi —posteriormente Inocencio IV— la mayoría existe porque per plures melius veritas inquiritur. Es decir, porque a través de ella se puede descubrir mejor la verdad.
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