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Los frutos del amor auténtico
Eran cerca de las doce del día, la funeraria se fue llenando. Acudían personas de diversas edades; Raúl tuvo una familia numerosa, tres hombres y tres mujeres, todos formaron su propio hogar. José Raúl, el mayor de los hijos, dentro de tres meses vivirá la experiencia de casar a su segunda hija.
Jóvenes dan el pésame a los hijos de José Raúl. Grupos de adolescentes acompañan a otros nietos. Se nota una estirpe que se da a querer, pues se ven expresiones sinceras de acompañamiento a los amigos en ese momento difícil.
También los nietos más pequeños están allí, con sus trajecitos obscuros y su corbata; las niñas bien peinadas y seriecitas. Algunas preguntan: «¿de aquí, a dónde se irá el abuelo?». Las mayorcitas se apresuran a responder: «el abuelo está en el cielo, no lo volveremos a ver, pero está muy feliz porque ya no le duele nada. Ahora nosotras acompañaremos a la abuela para que no se sienta sola».
Rosi, una de las hijas de Raúl, tan extrovertida y sensible, abraza a su pequeña de seis años y como arrullándola trata de consolarse sintiendo el calor de la niña. Magy, otra de las hijas, la mayor, actúa como de costumbre, pero algo más acelerada; está pendiente de todos los miembros de la familia, no quiere que les falte algo, les ofrece café, un asiento confortable. En su ir y venir encuentra cierta paz. Y así, cada uno expresa sus sentimientos. Los callados, miran sin mirar; los que lloran y no quieren que los vean...
Margarita, la recién viuda, con el rosario en la mano puede pasar las cuentas y rezar Aves Marías al mismo tiempo que observa a cada uno de sus hijos y a sus nietos en sus variadas reacciones. Es una familia unida, todos tienen buena posición económica, la supieron conservar; así iniciaron ella y Raúl su matrimonio.
El dicho «las penas con pan son menos» fue una auténtica realidad en su caso. Porque penas sí las hubo. De muchas no se acuerda, fueron problemas de ordinaria administración. Otras sí vuelven, especialmente dos. En esta circunstancia se le presentan con renovado vigor.
La primera fue a los diez años de casados, hasta entonces Raúl había mantenido su puesto con mucho prestigio y, por eso, con promociones periódicas, era un triunfador. Estaba orgullosa y lo admiraba por su seguridad y constancia, cualidades de las que ella carecía. Siempre fue una niña mimada por la vida, nada le había faltado y, además, como era muy bella todos la admiraban.
En esa época, ya habían procreado cuatro niños que llenaban la casa con risas, llantos y juegos. Pero ese año, un nuevo jefe de Raúl le hizo una jugarreta, estuvo a punto de perder el empleo y finalmente continuó en él aunque bajó de nivel y de ingresos. Margarita no podía creer que su esposo no se hubiera defendido con más fuerza. Este suceso debilitó sus relaciones, que se hicieron aún más frágiles a causa del deterioro de Raúl, quien cayó en una ligera depresión que prácticamente duró hasta su muerte.
Para sostener el nivel de vida, Margarita aceptó el ofrecimiento de trabajar en una casa de modas. Se movía como pez en el agua pues su porte encantaba a los clientes. Estaba realizada y así compensaba la inercia de las relaciones conyugales En ese tiempo vinieron los dos últimos hijos. El matrimonio entró en una larga etapa —quince años— de convivencia por costumbre. Disfrutaban a sus hijos, sin embargo, ellos no cultivaron el amor; cuando estaban solos poco tenían que decirse. Tenían buenas relaciones sociales y eso daba un toque de novedad a sus vidas.
La inercia se rompió cuando empezaron los noviazgos y las bodas de los hijos: primero Magy, luego Rosi, un poco después José Raúl. En la casa quedaron Lilia, que ya había terminado la carrera y trabajaba en una empresa de diseño de muebles, y José y Rubén en los últimos años de carrera. Entonces, un buen día irrumpió Edgardo, como un torbellino, en la vida de Margarita. Y este es el segundo episodio que recuerda como una vorágine que casi la desequilibra, no sólo a ella, sino a toda su familia.
Lo conoció en una fiesta, se lo presentaron y desde ese momento su mirada la siguió durante toda la noche. Ella sintió que algo muy dentro reverdecía, y le gustó. En su trabajo empezó a recibir flores y llamadas telefónicas, a veces contestaba, otras se negaba. Sin embargo, se sentía muy halagada y feliz.
Huía de los encuentros, aunque empezó a soñar en una nueva vida, y pensaba: realmente mis hijos ya no me necesitan, pronto se casará Lilia, y los dos hombres —José y Rubén— acompañarán a Raúl. Y él ya no me necesita...
Un año alimentó esos pensamientos, hasta que un día de invierno, después de la sobremesa, llegaron a visitarlos Magy, su esposo y sus hijos, y todo ello le hizo recordar que ella también había pasado por una época semejante. Envidió el modo como su hija miraba al esposo y ella volvió a ver a Raúl así...
Vino la enfermedad y Margarita permaneció al lado de Raúl. El final se acercaba. Dos días antes de morir ya no podía hablar; ella lo incorporó para ponerlo más cómodo, éll le tomó la mano suavemente y la miró con tal intensidad y agradecimiento, que es la herencia más grande con la que se queda.
Allí en la funeraria, le da gracias a Dios de los principios que le inculcaron, que le ayudaron a vencer la tentación y a ser fiel hasta el final. Cuánto daño les habría causado a sus hijos si se hubiera ido. Ahora lo veía con gran claridad. Cuántas irregularidades evitó, pues allí estaba como señora y madre. De otro modo, estaría como una ausente que regresaba a cubrir un trámite.
En ese momento comprendió que el amor tiene un proceso y que esa mirada y ese apretón de manos eran más profundos y más íntimos que las caricias y los besos de la juventud. El verdadero amor es fiel, y el don más grande que alguien puede tener es contar con la fidelidad del otro.
¿Raúl intuyó lo de Edgardo? Margarita espera que no y siente un gran consuelo porque Raúl siempre estuvo allí, en su papel de padre y esposo; a pesar de sus lapsos de enfermedad, siempre estuvo allí. Pero también ella estuvo allí.
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