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Obediencia a la Ley de Dios
La Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica ha publicado la Instrucción "El Servicio de la autoridad y la obediencia" para que, es de entender, rija en los centros de espiritualidad en la que tal principio ha de cumplirse.
Sin embargo, no vaya a pensarse que se trata de una realidad ajena al resto del mundo católico. Muy al contrario, obedecer a la Ley de Dios ha de ser una forma de actuación que nos conduzca a los que nos consideramos hijos de Creador, semejanza suya.
Abundando en el tema, podemos dar un paso más y decir que, en realidad, la obediencia en la Iglesia es reflejo absoluto de la libertad que el Creador nos dona cuando somos concebidos. O, lo que es lo mismo, se obedece porque se es libre para tomar tal decisión.
El lunes 11 de septiembre de 2006, Benedicto XVI presidió una Misa al aire libre en su visita al santuario mariano de Altöning (a 100 de Munich). Allí dijo algo que nos indica, a la perfección, el sentido profundo de la obediencia e, incluso, el origen, para nosotros, de la misma: "En este doble sí, la obediencia del Hijo se hace cuerpo, María le da el cuerpo. Lo que tienen que ver uno con otra es este doble sí. (...) El Señor se refiere con su palabra a este punto de su unidad profunda".
Además "Jesús no actúa nunca sólo para sí, ni para complacer a los demás. Actúa partiendo siempre de la voluntad del Padre". En las bodas de Caná "no juega con su poder en un asunto, en el fondo, personal. Da una señal, con la que anuncia su hora. (...) En la señal de la transformación del agua en vino, en la señal del regalo de fiesta, anticipa su hora ya desde este momento".
Por tanto, vemos que Jesús mismo obedece al Padre porque es la obligación natural del Hijo y tal actitud la transmite a sus discípulos y ellos a nosotros, tanto tiempo después de que sucediera aquello.
Y, yendo más allá, a la más remota (por antigua) razón de la obediencia del cristiano, Benedicto XVI, en la toma de posesión (el 7 de mayo de 2005) de la cátedra del obispo de Roma, la Basílica de San Juan de Letrán, dijo que «El poder conferido por Cristo a Pedro y a sus sucesores es, en sentido absoluto, un mandato a servir —señaló—. La potestad de enseñar, en la Iglesia, comporta un compromiso al servicio de la obediencia a la fe.
De esa forma tan clarificadora, el Santo Padre alemán, sienta, sobre sólidas bases de creencia, las causas de nuestra obligada obediencia.
Pero podemos preguntarnos a qué y a quién hemos de obedecer porque la tendencia, puramente humana, es a hacer, casi siempre, lo contrario de lo que nos diga quien tenga potestad para hacerlo.
Es evidente que, en general, la obediencia se debe a la voluntad de Dios. Pero, podemos entenderla en dos sentidos, a saber:
Obediencia material
Gracias a Dios (nunca mejor dicho) los que nos consideramos hijos suyos tenemos a lo que acudir cuando nos asalte alguna duda o, simplemente, para cuando el diario vivir como cristianos nos lo requiera.
Dice León XIII en el nº 4 de su Carta Encíclica Providentissimus Deus que «Toda la Escritura, divinamente inspirada, es útil para enseñar, para argüir, para corregir, para instruir en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y pronto a toda buena obra»
Porque, además, como dice el Libro de los Hebreos (4:12) «Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos»
Por lo tanto, las Sagradas Escrituras son elementos fundamentales a los que debemos, sobre todo obediencia y cumplimiento.
Sin embargo, resulta demasiado fácil argumentar que, en ocasiones (en más de una) el texto de los textos sagrados no se entiende. Para eso, por decirlo así, tenemos otro instrumento que viene en auxilio las muchas veces que nos produzca desazón no reconocer, para nuestras vidas, como válido, el contenido de las Sagradas Escrituras.
Así, la Tradición nos echa, por así decirlo, una mano en nuestras cuitas interpretativas o, simplemente, aplicativas a nuestro diario vivir, de la Ley de Dios.
Por tanto, la Tradición Apostólica (Catecismo de la Iglesia Católica 75-79) como transmisión del mensaje de Jesucristo a lo largo de los siglos dando comienzo, tal transmisión, con los primeros doce discípulos de Cristo, nos sirve de apoyo, ayuda y, las más de las veces, consuelo en los pasos que, trabajosamente, damos, hacia el definitivo Reino de Dios.
Obediencia personal
Pero no sólo podemos valernos de, digamos, textos escritos, en nuestro conocimiento de la obediencia debida a Dios porque también la autoridad que recae sobre el Santo Padre, los Obispos y los mismos sacerdotes, es un signo del Padre y, también, y por tanto, causa de nuestro comportamiento.
Bien sabemos que el Magisterio viene a ser lo que, en materia de dogma y moral ejercen el Papa y los obispos en virtud de la especial autoridad que les corresponde.
A este respecto, en canon 331 del Código de Derecho Canónico dice que «El Obispo de la Iglesia Romana, en quien permanece la función que el Señor encomendó singularmente a Pedro, primero entre los Apóstoles, y que había de transmitirse a sus sucesores, es cabeza del Colegio de los Obispos, Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal en la tierra; el cual, por tanto, tiene, en virtud de su función, potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente»
Nada, pues, que objetar a tal realidad espiritual y humana.
A nivel local, diocesano, los Obispos la tienen, la autoridad, que les corresponde como sucesores de los Apóstoles. Autoridad, la cual, corresponde ser obedecida por los fieles que permanecemos en el redil que pastorea como a los sacerdotes que, en su Diócesis, sean.
Por tanto, y una vez reconocidas las fuentes primarias de nuestra obediencia como cristianos, no podemos hacer como si no existieran y hacer de nuestra fe algo simbólico y que nos congrega de tanto en tanto. Obedecer es ejercer la libertad, como hemos dicho.
Teniendo en cuenta a quién, en definitiva, obedecemos (que no es otro que Dios) nada puede para mal. Ni la supuesta perdida de libertad humana tampoco.
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