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Los derechos del niño

He vuelto a releer la Convención sobre los Derechos del Niño adoptada por la Asamblea General de la ONU en el año 1989 y ratificada por España el 30 de noviembre de 1990.

Dice su artículo sexto que todo niño tiene el derecho intrínseco a la vida y que los Estados garantizarán en la máxima medida posible la supervivencia y desarrollo del mismo.

La espeluznante realidad del aborto, prácticamente libre en España, demuestra el incumplimiento flagrante de dicha Convención. Durante el periodo de gestación, lo que se está gestando es un niño al que se le niega su derecho intrínseco a la vida con banales subterfugios, como la salud física o psíquica de la madre o que el feto no ha llegado a ser persona, por lo que no es titular de ningún derecho.

Cuando aparece un recién nacido arrojado a un contenedor de basura se conmueven los sentimientos de la gente, pero si aparecen fetos descuartizados en una clínica abortista, esta misma gente mira para otro lado, mostrando una patente falta de sensibilidad.

Los favorecedores de una sexualidad sin responsabilidad y los interesados negociantes del aborto comenzaron por corromper el lenguaje. Repitiendo machaconamente lo de interrupción voluntaria del embarazo, en lugar de aborto, han conseguido que la sociedad acepte pasivamente la masacre de seres inocentes.

También corrompieron el lenguaje al hablar de salud reproductiva de la mujer que enmascaraba la perversa afirmación de que la mujer tiene un derecho exclusivo a decidir sobre el resultado de sus expansiones sexuales. Cada niño concebido ha necesitado el concurso de una mujer y un hombre, pero el varón desaparece de la escena, ileso y satisfecho y será la mujer la que habrá de decidir si acepta la criatura que crece dentro de ella o busca ayuda para matarlo. Esto parece ser el resultado del rampante feminismo y su lucha contra el machismo.

De forma simultanea a la eliminación «científica» de niños mediante el aborto se pretende satisfacer el deseo de procrear de mujeres que no lo consiguen por medios naturales. Las técnicas de fecundación se presentan como grandes avances científicos y lo son, pero su legitimidad en muchos casos es cuestionable. No es lo mismo un tratamiento médico farmacológico que una fecundación artificial, que selecciona un embrión y destruye el resto. Tampoco es lo mismo la fecundación con óvulos y esperma de la propia pareja que la que se realiza con «donantes» extraños.

Los anuncios de clínicas ginecológicas, que he visto en la facultad de Medicina, buscando donantes de esperma y de óvulos, debidamente retribuidos, pone de manifiesto que hay un mercado de la procreación artificial y que nacerán niños que no sabrán nunca quienes son sus padres biológicos.

Esto también va contra la Convención de los Derechos del niño que, en su artículo siete, le reconoce el derecho a conocer a sus padres siempre que sea posible. En el caso de la fecundación artificial con «donantes» externos este derecho deviene imposible.

Recuerdo un programa de televisión que en cada emisión presentaba a varias personas que buscaban afanosamente a sus padres o hermanos biológicos de los que habían sido separados en su infancia.

Los «avances científicos» de la fecundación artificial, más propios de la selección ganadera que de la especie humana, propician que cualquier donante pueda haber fecundado cientos de óvulos y generar cientos de personas biológicamente hermanos, que nunca llegarán a conocerse pero con los que incluso podrían llegar a casarse.

Estos aberrantes progresos están acercándose a lo imaginado por Aldous Huxley en su horripilante Mundo feliz, un mundo por desgracia cada vez más cercano.

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