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El déficit del Estado respecto de la religión
En la presentación del libro Entrevista con doce obispos españoles, de Isidro Catela, el Cardenal Cañizares, por boca del obispo Martínez Camino, se ha referido a la comunión existente entre los obispos y con el Papa, respondiendo así a los socialistas y biempensantes que airean una división interna en la jerarquía católica. Asimismo, el cardenal ha manifestado que el problema de la sociedad española está «en la secularización imperante que reviste formas de laicismo», un laicismo «esencial e ideológico» cuya respuesta o reacción positiva se aloja en la afirmación de Dios que conduce al hombre y lleva a la paz y a la cohesión social. Sencillas palabras de grueso calado.
¿Por qué se llega a la situación de vivir etsi Deus non daretur cuando las utopías han caído y la relevancia de las religiones, como sostiene el cardenal Angelo Scola, está desmitificando la previsión de que en el mundo contemporáneo los fenómenos religiosos estaban destinados a perder relevancia social y política? ¿Por qué en algunos países, entre los que parece encontrarse España, las religiones, y de un modo especial la Iglesia y la religión católica, constituyen un «convidado de piedra», un «tercero incómodo» entre los derechos fundamentales de la persona y el Estado? ¿Por qué incluso se pretende obligar a los creyentes a comportarse como si la religión sólo fuese una motivación más entre otras, a no mencionar la correspondencia entre la razón y la fe? ¿No es un precio demasiado alto para vivir en sociedad?
Martin Buber dice que existen tres tipos de diálogo: el auténtico, donde cada uno escucha al otro y se dirige a él con la intención de la reciprocidad; el técnico, reclamado sólo por la necesidad de un entendimiento objetivo; el monólogo disfrazado de diálogo, en el que dos o más hablan sólo consigo mismos y se creen sin embargo exentos de la pena de tener que contar sólo consigo mismos. El verdadero déficit del Estado respecto de las religiones está marcado por el pensamiento calculador y estratégico, por un «diálogo técnico», por una actitud de tolerancia pasiva que reduce el bien y la relevancia pública de la religión a los espacios delimitados por los concordatos con el Estado. El déficit del Estado consiste en no haber creado todavía un terreno apto para la esfera pública religiosa, sin miedo a los conflictos de semejante sociedad, donde exista lo que Paul Ricoeur calificaba como «confrontación dialógica y de reconocimiento» pleno con las confesiones personales, capaces de ofrecer a todos, sin privilegios, propuestas de vida buena personal y social.
En España se pretende crear ciudadanos morales desde un supuesto ordenamiento jurídico neutral (como si existiese la neutralidad ante los bienes y valores), creyendo con ello facilitar la democracia. Pero la realidad es justamente la inversa. Es el ciudadano moral, informado e inspirado a menudo por la religión, el que favorece la sana democracia, el que realiza una fundamentación religiosa de la cultura que debe ser reconocida. El Estado democrático secularizado no puede generar esa cultura; peor, corre el riesgo no pocas veces de dificultar la expresión pública religiosa como fundante de sentido.
Estamos lejos todavía de alcanzar en España una cultura pública religiosamente cualificada, en la que la religión desempeña un papel de sujeto público, una concepción que da, como en los Estados Unidos, derecho de plena ciudadanía a las motivaciones religiosas de cada uno. El poder público debe evolucionar en relación con las religiones y ordenar la coexistencia de identidades y religiones diferentes. Se hace urgente un «diálogo auténtico», un esfuerzo mutuo, un intercambio profundo que debe cristalizar en una traditio de integración, en un recibir y transmitir en un contexto nuevo, como lo es cada día más el de la sociedad española. El Evangelio hay que anunciarlo en una nueva realidad social, en un suelo nuevo, en la porosidad y receptibilidad con lo real actual y siempre imprevisible.
El laicismo en España, la antiutopía de rechazar la trascendencia en la vida del hombre y a no reconocer la dimensión estructural y pública de la religión; la reducción en el número de creyentes y el significativo aumento de ateos prácticos; la mirada demasiado humana que el cardenal Martini sigue obstinado en proyectar sobre la Iglesia, no exige Estatutos de laicidad ni rupturas de Acuerdos con el Vaticano, como propone la Izquierda Socialista, sino más bien repensar el hombre, un cambio de perspectiva, una conversión que, como afirma el cardenal Cañizares, nos lleve a reconocer la existencia de Dios como la más alta dignidad humana. Creer que Dios existe es creer que somos obra suya, creer que, como afirma San Pablo en el Areópago de Atenas, «en Él vivimos, nos movemos y existimos».
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