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Ateos y creyentes en diálogo

Puede parecer difícil conseguir un diálogo provechoso y cordial entre ateos y creyentes. Pero es posible, porque tenemos una común humanidad y porque en muchos ateos y en muchos creyentes hay un deseo sincero de ayudar a los otros.

Esos son los presupuestos fundamentales para construir puentes. Reconocer que algo nos une, que tenemos un corazón humano y una mente que piensa, es un paso necesario para que el diálogo se haga realidad.

Lo contrario es la descalificación, el insulto, el desprecio, el odio. Etiquetar al otro como un farsante, un fanático, un anticuado, un ser carente de inteligencia, lleva a levantar muros y daña mucho más al que desprecia que al despreciado.

Hace falta superar esteriotipos y caricaturas con las que algunos buscan reducir al contrincante a nulidad. Sólo desde un respeto profundo, desde una actitud cordial de aprecio de quien piensa de otro modo, podemos entrar en contacto y empezar el diálogo.

Esa actitud positiva permite no sólo avanzar en el conocimiento, sino crecer en humanidad. Porque la ciencia progresa, a lo largo de los siglos, cuando los pensadores y los científicos tienen una actitud abierta hacia los nuevos descubrimientos y hacia las personas que ofrecen puntos de vista enriquecedores. Y porque es muy humano descubrir que el otro, desde sus enormes riquezas interiores, puede enseñarme algo; o puede, desde mi actitud benévola y sincera de respeto y de amistad, dejar errores que lo atenazan para unirse a mí en una verdad que no es ni suya ni mía, sino de todos.

Ateos y creyentes podemos entablar un diálogo necesario en un mundo donde el fanatismo ha llevado al odio, a la violencia, a la aniquilación del «adversario». Para el espíritu abierto, el que tiene ideas distintas de las propias posee una dignidad que nadie le puede arrebatar: siempre merece respeto.

Cuando descubrimos esa riqueza íntima de los corazones, empezamos el camino del diálogo. Luego llega la hora, no fácil, de escuchar los argumentos y de sopesarlos con seriedad y con calma, sin descalificaciones arbitrarias y con una mente abierta.

En un diálogo así, será posible que más de un ateo reconozca la existencia de Dios desde los argumentos ofrecidos por un creyente. También ocurrirá que algún ateo lleve al creyente a pensar que Dios no existe.

Llegar a una conclusión (Dios existe) o a otra (Dios no existe) sólo será victoria si la certeza alcanzada desde el diálogo coincide, simplemente, con la verdad. Porque la verdad, sólo la verdad, es una de las metas más profundas que anida en nuestros corazones inquietos y sedientos de luz y de certezas verdaderas.

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