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La alegría de la verdad

Hay una nota que caracteriza a los grandes hombres, que es la alegría de la verdad. Newman fue un inglés convertido a la fe católica el siglo pasado y fue un valuarte de la humanidad. «Desde que soy católico —escribe en 1845— mi corazón no ha sido turbado por ninguna clase de inquietud. He pasado a un estado de paz y satisfacción perfecta. No he tenido más dudas. Me parece haber entrado a un puerto después de capear la tormenta y la alegría que he sentido entonces me dura aún y jamás fue interrumpida».

¡Qué lección para nosotros que estamos en el puerto desde niños! ¡Y eso que para Newman la persecución comenzó después de su conversión! San Agustín también sintió esa alegría, el gozo de la verdad. ¡Qué poco habita la alegría entre nosotros! ¡Cómo abundan en cambio el descontento, la inquietud y el resentimiento!

El mismo Newman lamenta que halla tantos que jamás hayan arriesgado nada por Dios. Nuestros católicos, y aún muchos de nosotros, no conocemos el precio de la verdad. Por eso no logramos saborear sus alegrías. Nos hace falta un poco más de alegría en nuestros discursos, en nuestras conversaciones, en nuestra vida. Naciones enteras como Polonia y otras de Europa Central viven con aprecio hacia la verdad. Protestar, criticar, lamentarse... ¿no es fruto de un corazón triste, como el de los discípulos de Emaús? ¿Pero dónde están las fuentes de la alegría? Sería interesante descubrírselas a tantos católicos contemporáneos que andan cabizbajos y como arrepentidos de haberse enganchado en el ejército de Cristo...

«Hombres de poca fe, ¿porqué estáis tristes?» Los santos conocían esos purísimos manantiales de la alegría y por eso sus almas brillaban como una llama. Que un incrédulo, un pagano, estén tristes, se explica. También se explica la tristeza en el alma que vive en la noche del pecado mortal. ¿Cómo puede haber alegría sin Dios y contra Dios, si la alegría es un don suyo?

La tristeza de un cristiano es un contrasentido y echa a perder la obra de la Iglesia. Creo, sinceramente, que debemos a nuestra generación ese testimonio esplendoroso, público, de la alegría, de ese gozo de la verdad que llenaba el alma grande de San Agustín.

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